MI
PASAJERO HARAPIENTO
Singladura
Nr.17
Me miró fijo a los ojos, los suyos eran penetrantes,
pero tristes. Nunca había yo visto ojos tristes brillar detrás de una generosa
sonrisa. La puerta de mi camión permanecía abierta... Para él la abrí.
-¿No temes, hermano, que te ensucie el auto?... estoy
tan andrajoso.
-¿No estamos esperándole, el asiento y yo? Por
aquella carretera transitaban muchos autos, todo tipo de vehículos; desde
lujosos coches convertibles hasta camiones de las más onerosas de las cargas.
Pero nadie paraba. Al fin y al cabo, ¿por y para quién detenerse? La distancia
hasta el próximo poblado es mucha, la necesidad comercial de cumplir ciertos
itinerarios, la insensibilidad a lo que en nuestro pasajero entorno vemos y,
hasta el riesgo de sufrir un asalto a que se expone uno por esos caminos de Dios...
¡No! A cada uno con su propia carga.
Yo mismo debía ser un poco más precavido, pero yo soy
así, luego dicen que las experiencias enseñan. Tal vez eso sea cierto. Yo no sé,
yo vivo sin cuidados de ese tipo. Pese a que ya una vez, hace muchos años, en
una carretera de Texas, por recoger a una pobre mujer embarazada en una
carretera, fui asaltado. Dos días rodando por la cuneta donde me tiraron,
robado y con un puñal en el costado. Debía haber aprendido a no recoger
caminantes... No sé, no me he preocupado nunca y ni apenas lo recuerdo.
-Pero, ¿por qué me preguntáis si aún me duelen las
costillas?
-Oh, nada, nada, simple curiosidad, creí que el
manejar cansaba.. no me haga caso.
Un poco mirando hacia mi lado derecho (precisamente,
por donde me apuñalaron aquella vez), y al espejo retrovisor, me iba haciendo
una imagen de este pobre hombre. Puro harapos eran sus ropas y sus chancletas
hace mucho tiempo que dejaron sus suelas por esos caminos de Dios. Pero, he aquí
un detalle curioso, este hombre no emitía mal olor alguno.
¡Hum, curioso! Sus ojos, fijos en el horizonte allá
alante, parecía orar en silencio... pero sus labios no denotaban movimiento
alguno. Tuve deseos de hablarle para romper la monotonía del atardecer, pero no
tuve valor de perturbar su silenciosa expresión de estar aquí, y muy lejos al
mismo tiempo.
-¿Querías decirme algo?
-¡No! Le mentí.
-Nada, no me molesta, es más; me alegra que me hagais
preguntas.
No sé cuánto tiempo en el espacio de cien kilómetros
a alta velocidad recorrí ese día, porque ayer, hoy y mañana, se juntaron en una
cadena sin aparentes eslabones de hojas y flores de una historia que más
pareciera que asistía yo a un cinematógrafo que una conversación entre dos
personas ajenas y recién conocidas.
Sus palabras no me daban la impresión de salir de sus
labios, pero dentro de mi cerebro cada punto y cada coma sonaban con brillante
tintinear de campanilla infantil... al tiempo de que, con madurez de rigor.
Nunca me dijo dónde quería ir. Tampoco yo se lo
pregunté. Y cuando hubimos llegado a aquella ciudad, donde yo nunca había ido,
y cuando fui a sacar el mapa para ver la dirección a que debía yo llevar mi
misión real, mi carga, con su mano izquierda detuvo la mía, como si adivinara
mis intenciones y con voz gentil, me dijo:
-Te queda a unas siete cuadras a la derecha, en la
última puerta, al final de la avenida que en forma de cuchillo muere allí.
-¿Es usted camionero? O, ¿trabaja allí?... ¿Cómo sabe?...
-No; solo que he pasado muchas veces por esos
caminos. Y he visto muchos de estos vehículos llegar hasta allí.
-¡Oh! Un no muy disimulado escalofrío me recorrió los
brazos.
-No, no soy un inspector disfrazado de mendigo, no… Soy
solo yo... No tuve valor de abrir mi boca.
-Allí, ese lugar es tu destino, pero para entrar has
de ir hasta la otra esquina, virar en redondo y entrar hasta el sótano al
regreso.
Confieso que acostumbro a andar solo por las
carreteras distantes sin que me asombren ni asusten los encuentros ni las
incidencias del camino... pero, este hombre sucio, de cabellos hirsutos, de
ropajes infinitamente harapientos, que, por otra parte, no emite esos malos
olores que asociamos con el sudor acumulado tras días sin ducharse en el cuerpo
de una persona. Este hombre que sabe a cada momento cada cosa que he de hacer o
decir... ¿Qué y quién es este pobre hombre?
-Por favor, déjame en esa esquina. Me dijo.
Cuando se hubo apeado de mi vehículo se volteó para
enfrentarse a mí por mi ventana, y yo creí que me iba a ofrecer su mano en
señal de gratitud, pero no, no lo hizo. Solo se detuvo, me miró fijo a los ojos
y de nuevo, sin mover los labios, en mi cerebro le oí claramente decirme.
-Esa carga de juguetes y adornos de papel de lindos
coloridos que lleváis ahí atrás, va a dar un poco de alegría pasajera a chicos
y grandes durante tres dias...
-Así parece ser... traté de decir... pero me cortó
sin detenerse.
-Pero el traerme a mí hasta aquí a pesar del estado
de mis ropas, el recogerme en el camino a pesar de haber sufrido alguna vez la
maldad por servir a tus semejantes, constituye el regalo mejor que me han hecho
en esta Navidad... Y se alejó antes que yo responder palabra alguna pudiera.
Y llegada la noche de Navidad, esa noche en que,
sentados a la mesa, mi familia y yo nos disponíamos a compartir esos manjares
que hasta los más pobres de la tierra tratamos de compartir en honor a la
bondad, nuestras vidas comenzaron a cambiar. No sé por qué razón, yo que nunca
les cuento a mis hijos las peripecias de mi trabajo de chofer de camiones grandes
que recorren el pais transportando varios tipos de mercancías, comencé a
contarles el encuentro con este pobre mendigo harapiento que no tenía mal
olor... -Pero, por dios, algún olor tendría, papá, ¿no?
El olor de los turrones, cerdo, pavo y vino, de
pronto se tornó en mirra e incienso, y todos lo notaron... Mi esposa algo
asustada propuso, vamos recemos un "Padre Nuestro".
Y de pronto, sin que nadie le quitara el cerrojo, la
puerta se abrió de par en par y por ella penetraron unos seres angelicales
cargados de instrumentos, liras, harpas, violines...
Millares de luciérnagas flotaron sobre nuestras
sorprendidas frentes y en medio de una melodía que elevaba nuestros espíritus
al no sé dónde, el pobre mendigo tomando una copa de vino de la mano de mi hija
menor, que se la ofrecía, nos dijo pausadamente:
-Mientras haya en la tierra un hombre de buena
voluntad, yo estaré con vosotros. Y de pronto las luces todas se apagaron por
un instante.
Luego, al volver la luz, la puerta estaba cerrada, allí
solo estábamos los miembros de la familia, confundidos pero de algún modo
serenos.
Y en el centro de la mesa, en lugar de una serie de
oropeles comerciales con que hace apenas un instante teníamos decorada la cena,
había sentado un crucifijo pequeño, pero tosco, como hecho por la mano de un
artesano sin herramientas filosas. Y en el diminuto pedestal de este había
tallada una palabra breve, pero significativa: "¡Luz!"
Nuestras manos encadenadas alrededor de la mesa, y
nuestras cabezas bajas humildemente pronunciamos a coro.
Gilberto Rodríguez
Miami-Fla..USA
2009-12-18
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