Tony llegó desesperado buscando alguien que le
hiciera una media, no me explico esa puntería suya para invitarme los días que
me encontraba de guardia. Cuando me dijo que andaba con el Capitán mi respuesta
fue un rotundo no, un no inviolable, radical. Pero el gallego era un cabrón en
el arte de convencer a la gente, tenía toda la paciencia del mundo para
seducirte. Me dijo que andaban con tres jevitas y ellos eran solamente dos. La
que sobraba era una chamaca de unos dieciocho años con unos seis pies de
estatura, rubia, ojos verdes y nada de grasa en toda su arquitectura.
-¡Es muy grande para mí! Fue todo lo que pude
expresarle en aquel instante que me dio tiempo para abrir la boca, porque eso
sí, cuando Tony se lanzaba al ataque no daba tregua al enemigo.
-¡No jodas!, ¿complejitos con la estatura? ¡Caballo
grande, ande o no ande! Tenía que ser bastante alta para que él hablara así de
ella, el gallego me superaba cómodamente en estatura.
-No sé, nunca he maniobrado con una pieza como esa.
¿Dices que es rubia?
-Como el oro, el pelo le llega hasta la cintura, bien
lacio. Comencé a ceder en mis pensamientos, nunca había compartido con una
mujer así.
-Yo no tengo dinero y ya sabes de la pata que cojea el
Capitán. ¡No! Mejor lo dejamos para otra oportunidad.
Lo veía realizando ejercicios de infantería alrededor
de la piscina del hotel Jagua de Cienfuegos, caminaba como un condenado el muy
cabrón, lo hacía con el mismo shorcito que utilizaba en todas las navegaciones,
apenas tenía ropa tampoco, vestía muy mal para ser Capitán de un barco. Su
mujer lo seguía con resignación mientras nos observaba con algo de envidia, le
deba tres o cuatro vueltas a la piscina y se perdía en dirección al lobby del
hotel. ¿Cómo se llamaba la mujer? No recuerdo su nombre ni me explico que hacía
al lado de aquel tipo. Era una hermosa trigueña habanera que no encajaba en el
prototipo de su marido, tenía de todo lo que a él le faltaba, cara, cuerpo,
gracia, elegancia, sencillez y esa alegría tan suigéneris de los nuestros. ¡El Capitán,
no! Era un sapito vestido de uniforme y carente de todo lo que pueda resultar
atrayente para una mujer.
-¡Qué pasme la plata si quiere enterrar al animal! Tú
no te preocupes por el dinero, acuérdate que él recibe por gastos de
representación. No me convencían sus argumentos, tenía libertad para solicitar
plata y justificar sus gastos alegando que fueron realizados en función de
servicios prestados, pero el hombre no entraba en esa, era uno de los pocos
incorruptos que existían en aquellas fechas, nunca gastaba nada extra. Peor
aún, sometía a sus tripulaciones a sacrificios extremos innecesarios y en todas
las asambleas sus peroratas justificativas giraban en torno al bloqueo.
-¡No jodas, Tony! Si este tipo es capaz de sacrificar
a su mujer, ¿qué coño podemos esperar nosotros? ¡Búscate otro, men! Yo no
comparto con ese tipo en la calle, es suficiente que me lo tenga que disparar a
bordo.
-¡Asere, no me hagas eso! Tengo un material de
primera esperándome en la aduana, tú eres mi única esperanza. Sus últimas
palabras estuvieron sobrecargadas de frustración y me conmovieron hasta los
cimientos del alma, tuve que ceder. ¡Vamos! Tampoco tan calvo, yo era un
jodedor de guardia las veinticuatro horas y no necesitaba tanta cuerda.
-Tony, en la primera mariconería que se ponga este
sapo de mierda te la dejo en los callos. Te repito, no tengo un solo centavo
para pasmar en esta aventura. La felicidad le regresó al rostro al escucharme y
partió para hablar con el Tercer Oficial. A Paneque no había que darle muchas
explicaciones, apenas salía del barco y consumía la mayor parte del tiempo
leyendo, era un tipo que siempre se encontraba radiante de felicidad sin
justificación alguna. Cualquier tiempo en el barco era mejor a los pasados en
la Sierra Maestra, siempre me dije. Paneque era conocido entre los rebeldes
como el Capitán Bayamo, nunca le pregunté por qué. Ocupaba esa plaza de oficial
gracias al Capitán, no sabía obtener posiciones por radar o utilizando métodos
tradicionales con el uso de la alidada, menos aún con los astros. Paneque era
un adorno que teníamos en el puente y siempre se acompañaba de un muñequito
llamado Zucuzucu. El Capitán se empeñaba en enseñarlo a obtener posiciones y
diariamente le impartía alguna clase. Luego, cuando consideraba que su alumno
había aprendido algo, le solicitaba que obtuviera la posición del buque,
Paneque se dirigía a su muñequito y le decía; ¡Zucuzucu, posición!
Era una rubia que valía la pena cualquier sacrificio,
hasta el estar escuchando al Capitán hablar mierdas durante cuatro horas.
Tomamos una mesa para seis personas en el restaurante y yo no quise comer nada,
lo había hecho en el barco a las seis de la tarde. El vodka lo mezclé con la
Pepsicola rusa que se fabricaba entonces en ese país, era de los escasos
productos capitalistas disponibles entonces. La rubia era monumental y sentada
a mi lado me superaba dos cuartas, pero solo hablaba ruso, no entendía ni los
esfuerzos mímicos que yo realizaba y con los cuales triunfé en otros países. La
velada fue muy aburrida y no pasó de ser solamente eso, una velada en la que
todos esperábamos que el tipo con la plata se empatara. Tony me miraba, yo lo
miraba, me volvía a mirar y nos pasamos toda la noche en esa bobería. Con los
ojos nos decíamos lo mismo, ¡oye!, si este tipo no se empata en Cuba con una
gata, ¿crees verdaderamente que logre conquistar algo en Rusia?
Nos despedimos con la promesa de encontrarnos al
siguiente día a la entrada del restaurante, no existían muchos lugares de
distracción en Novorossisky por aquellos tiempos. La distracción nunca ha sido
una prioridad en la mentalidad comunista, todas nuestras salidas realizadas por
invitación de las organizaciones políticas estaban dedicadas a mostrarnos las
huellas de la guerra. El monumento al soldado desconocido, un submarino de no
se sabe qué época, el museo tal y más cual. Y para serles franco, lo que menos
importa a un marino sometido a largos tiempos de abstinencia sexual, es
someterse a la historia de guerras o héroes. Una simple y modesta puta puede
satisfacer nuestras exigencias del momento.
La rubia no fue ese día y a pocos metros del
restaurante le dije a Tony que regresaba a mis aventuras cotidianas. Yo lo
imaginaba, demasiado grande aquel caballo que anda o no anda y rubia para más
defecto. Demasiado enano para ella, y lo peor, flaco, trigueño y no hablaba ruso.
-¡No te vayas! Casi me gritó Tony cuando trataba de
girar sobre mis pasos. –Lo que te tengo es material de primera, ¿ves aquella
trigueña de ojos azules?, es la que vino en sustitución de la rubia. Paré en
seco y recorrí toda su figura en segundos, me convenció. Nos sentamos en la
misma mesa de seis personas de la noche anterior luego de sobornar al portero
de la entrada, la camarera se sintió muy feliz al vernos regresar y tenía razón
para comportarse así. Tony fue el que había pagado la cuenta con el dinero del Capitán
y dejó buena propina.
Nunca había sido tan dichoso en mi vida, me
encontraba sentado al lado de un monumento ruso. Trigueña como yo, más o menos
de la misma estatura, unos ojos que eran la prolongación del cielo en el cuerpo
humano y por bendición de Dios, aquella ninfa hablaba español.
Mientras comíamos, tocaba un grupo musical que entre
números tradicionales interpretaba algunos rocks lentos de cantantes famosos en
esa época. Me gustaba aquella costumbre rusa de estar comiendo y detener el
cuchillo o el tenedor para salir a la pista. Cuando menos lo imaginabas llegaba
una mujer y te tocaba en el hombro para invitarte a bailar, aquel relajo era un
vacilón. Comías un poquito y hacías la digestión moviendo el esqueleto. Otro
detalle relevante y que asimilé a la velocidad de un trueno lo fue, que cuando
una mujer estaba para tu cartón no era necesario forzar la situación. Mientras
bailaban ella se pegaba a ti, te abrazaba y hasta te besaba en el cuello. A los
cubanos no hay que darles mucha cuerda en esos casos, manos por la cintura que
tú conoce ejerciendo presión hacia tu cuerpo y una respuesta oportuna a todos
esos besitos espontáneos que nacen en medio del baile. Luego, disimular en lo
posible las repentinas erecciones y tratar de regresar a la mesa algo
inadvertido.
-¡Damoi! Me dijo la rusa cuando salimos del
restaurante y esa palabra yo la había aprendido a la perfección. Tampoco
comprendo el por qué me lo había dicho en ruso hablando tan bien el español,
estaba tan caliente como yo.
-¡Tony, voy quemando, men!
-¡Asere! No me dejes embarcao ahora.
-No te dejo embarcao, men. Ya yo cumplí contigo y la
pieza está caliente, me invitó a su casa.
-Sí, pero debemos esperar a que el Capi cuadre la
caja. No olvides que él fue quien pagó.
-Pero ese no fue mi trato, yo te hice la media. ¡Carajo!
No me pidas ahora que espere a que ese sapo ligue. Tú sabes que el tipo es
zurdo para estas cosas y si no lo hizo anoche, no esperes nada positivo hoy.
-¡Coño, mi herma! No me dejes con esta candela, yo
estoy más desesperao que tú. Volvió a conmoverme y me dejé arrastrar por los
sentimientos. Unos metros separados de nosotros se encontraba el Capitán
pasmado, no hablaba nada, no era escopeta como nosotros.
-Bueno, voy a convencer a la rusa para hacerles la
media, pero por Dios, si se demora mucho en el ligue voy quemando. Fuimos
caminando hasta un parquecito donde los bancos se encontraban bastante
separados entre sí y cada pareja eligió el suyo. Era verano para ellos, solo
para los habitantes de aquella ciudad. En las noches la temperatura bajaba
mucho para nosotros, se acercaban a nuestros inviernos. La oscuridad era casi
total y las luces de las edificaciones próximas no afectaban aquella deseada
intimidad. ¡Damoi! Me repitió en varias oportunidades aquel monumento de mujer
y siempre traté de convencerla de la necesidad de nuestra presencia en aquel
banco. El tiempo pasaba en medio de aquel manoseo propio de jóvenes y la
temperatura de ambos cuerpos se elevaba rompiendo los efectos que producían
sobre ellos la frialdad y humedad de la madrugada. Hubo una barrera que al
principio consideré difícil de vencer, no imposible para cualquier hombre de mi
edad. Le fui subiendo poco a poco su maxifalda en la medida que mis hábiles
manos de panadero recorrían esa parte de su cuerpo. Media hora después, yo me
encontraba con el pantalón sobre las rodillas y ella permanecía sentada sobre
mis piernas. ¡Damoi!
-¡Document! Dijo una voz oculta detrás de la
impactante luz de una poderosa linterna que apareció desde ultratumba y me
asustó. Le bajé el royo de tela de la muchacha en un movimiento casi brusco y
la senté a mi lado mientras subía el pantalón y trataba de fingir estar
haciendo algo que no fuera lo que realmente hacía al ser sorprendido.
-¡Document! Repitió aquella voz con timbre de acero y
metí la mano derecha en mi bolsillo trasero sin poder distinguir a nadie detrás
del foco que me apuntaba, le extendí mi pasaporte. -¿Kubinsky?
-Da, yo soy kubinsky. Le respondí con cierto miedo,
ya me habían hablado de la mala fama que tenía aquella milicia rusa. La
muchacha permanecía muda a mi lado.
-¿Gabana? Dijo el tipo que al parecer leía los datos
de mi pasaporte.
-Da, yo vivo en La Habana, Gabana.
-¡Niet problem! El tipo me entregó el pasaporte y se
retiró. Dije yo, claro que no hay problemas, somos hermanos, somos socialistas
y que viva el internacionalismo proletario. Los vi cuando se llegaron hasta los
bancos de Tony y el de Ferreiro, los imagino desarrollando el mismo
procedimiento de preguntas y respuestas esperadas, yo vuelvo a lo mío. El mismo
calentamiento de células, moléculas, iguales pulgadas de tela a enrollar,
blumer que se baja, pantalón rodando hasta las rodillas, carne que frota con
carne, lenguas que viajan hacia otras cavidades, pequeños saltos espasmódicos e
involuntarios, algunos gemidos que rompen el silencio de la madrugada.
-¡Document! Rompe una voz diferente aquella hermosa
armonía de movimientos. ¿Otra vez? El susto fue sustituido por el descaro del
que reincide y el tiempo para bajar el rollo de tela de la maxifalda fue más
prolongado, la luz viajaba entre piernas buscando las pruebas del delito con
más interés que la vez anterior. Le entregué nuevamente el pasaporte que me
identificaba como hermano de causa.
-¿Kubinsky? Preguntó nuevamente aquella voz
diferente.
-¡Da! Y vivo en La Habana, Gabana y somos tovarichs…
Detrás de aquella luz salieron unos gorilas que se aferraron a los brazos de la
trigueña de ojos azules que hablaba español y se la llevaron. Sentí la palma de
una mano abierta sobre mi pecho que me detenía y vi desaparecer a la mujer
dentro del arco de oscuridad que escapaba al haz de luz de la linterna. Luego,
aquel grupo silencioso viajó hasta los bancos de Tony y el Capitán para repetir
la operación. Uno de ellos nos dijo en perfecto inglés que nos fuéramos
tranquilitos para el barco, las muchachas fueron montadas en carros
patrulleros.
-¡Coño, Tony! Te lo dije, men. Ferreiro no es
escopeta pal ligue. Mira el pasme que me ha dao. El gallego no quiso responder
y caminaba en silencio a mi lado, había sido perjudicado por la misma medida.
Unos minutos después comencé a sufrir un dolor muy agudo en los testículos y
apenas podía caminar. Le pedí a Tony que me dejaran y continuaran ellos solos,
el dolor se convirtió en insoportable y me obligaba a marchar con las piernas
abiertas. Creo haber arribado al buque una hora después de Tony y el Capitán.
-¿Qué te pasa? Me preguntó el guardia de portalón.
-Me duelen los huevos, creo que haya sido por culpa
de un calentón.
-Eso es fácil de resolver, tienes que botarte una
paja.
-¡Dale al carajo! Ni que la pueda parar ahora.
Allí permanecimos atracados mas de un mes y no volvimos a encontrarnos con las chicas, las desaparecieron con el mismo encanto utilizado por todos los países comunistas. Quizás las acusaron de jineteras y no consideraron que nosotros éramos tovariches, hermanos de luchas.
Esteban Casañas Lostal.
Montreal.. Canadá.
2008-09-04
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