La
Muerte De Una Abeja
Singladura
Nr.26
Cayó sobre una losa color terracota del piso en el
corredor que lleva desde la portada de la reja a las puertas de la sala y la
oficina. Boca arriba cayó, delante de mí, apenas a una vara de distancia de mis
pies. Yo la vi caer desde la parte alta de una orquídea colgante al húmedo
piso. Sus alitas revoloteaban agitadamente y sus patitas se recogían y
estiraban a gran velocidad, como quien lucha por ganar su última batalla, y en
consecuencia se paraba, daba volteretas, se caía de nuevo y venía a dar bocas
arriba. La atmosfera iba aparentemente absorbiendo el agua y la humedad
desaparecía de las losas a pasos agigantados, pero los tejidos de sus alitas
mojados se adherían una y otra vez de espaldas a la superficie del piso.
Como cada amanecer, yo volvía hacia dentro de la casa
después de haber regado el jardín y recogido el Diario de la Mañana, cuando la
pobre abejita caía ante mis ojos envuelta en una fiera lucha por sostenerse en
vuelo, primero, y levantarse después de caída (o caído, que yo no sé si era del
otro género). Curioso que soy me agaché allí mismo y comencé a observar al
desdichado animalito luchar por su existencia. Siempre he admirado seriamente a
todos aquellos que tratan, que luchan, que no se rinden al primer tropiezo... y
este animalito era uno de esos. ¿Tal vez le ha dado un lanzaso a alguien y
ahora tiene que morir?…
De chico siempre oía a mis mayores decir que cuando
una abeja hinca su aguijón en la piel ajena, ese doloroso instrumento se queda
clavado allí mismo, junto con las tripas del insecto y que de ahí este muere… Yo
no sé de esas cosas…
No vi yo aguijón alguno. De su hocico surgían un par
como de tenazas negras. Dos “manos” delanteras muy rápidas, y dos largas patas
traseras que parecían servirle de catapulta de canguro, muy negras también.
(Creo que las abejas tienen seis patitas, ¿no? Yo solo le vi cuatro.) Su cuerpo
era una serie de círculos alternados de oro y de negro. Las transparentes
alitas eran formadas de una como tela, delicada malla-membrana color oro.
Revoloteaba por momentos, se levantaba y volvía a
caer, y de nuevo, de espaldas. Ahora puedo notar que su larga pata izquierda
cuelga inerte. Con las dos manos y la pata derecha agarra a menudo la pata
lesionada, le da como unos masajes, tira de ella y se revuelca debajo y por
encima de la dichosa pata.
Al fin un descanso. Se queda quieta un instante. Pero
las alitas se adhieren a la losa por sus dorsos, lo que le impide pararse de
nuevo. Y así pasaron siete minutos y yo en cuclillas.
Una vez más comienzan los revuelos, pero ahora la
pierna izquierda responde y da un poquito de empuje al voltearse. Y mientras
tanto los aires parecen anunciar a los buitres insectívoros, del hecho que una
muerte, o tal vez el espíritu de los infiernos que anuncia el final de cada
quien, rondan cercanos.
Eso me hace recordar mi niñez allá por los manglares
de mi puerto, cuando los aullidos de los perros jibaros eran recibidos con
imprecaciones, unas producto del miedo a los muertos y otras, de miedo a los
augurios y maldiciones como estas: “Arrenuncio, perro maldito”, “maldito tu
alma”… y muchas más. Luego pienso en ese canal de televisión llamado
“Discovery” y sus programas sobre animales en los desiertos y bosques… León,
hiena, chacales… Solo que ahora era una oscura y veloz hormiga.
La abejita descansaba por un instante, agotada tras
tanto esfuerzo por levantarse y volar. Varias hormigas negras, de esas a las
que llaman “locas”. Si las llaman “locas”, recorrían a veloz carrera las losas
del corredor en su eterna lucha por lograr sus alimentos. La hormiga pasa una y
otra vez olfateando, pero a no menos de cuatro pulgadas de distancia de la
abeja. Y se marcha y vuelve muchas veces. Macabra espera, me digo. Mi mente
vuela hacia los años de marinero, a los tiburones, esos monstruos que de
cobardes cierra los ojos ante la sombra y que saben buscar el momento de
descuido para atacar a sus víctimas, cuando no atacar en pandilla.
Vuelve muchas veces más la abejita a levantarse, pero
ahora veo que además de mojadas sus alitas, parece haber un defecto o lesión en
el ala izquierda, lo que le impide vibrar. Pobre que soy, poco puedo hacer por
el desdichado animalito, porque ¿de qué modo le remiendo las alas yo, si apenas
he aprendido a lavarme las orejas?… Mi mente recorre mundos y universos en
busca de ayuda. Pobre abejita que nos da miel y cera y ayuda a cultivar las
flores y las plantas productivas. Yo he reparado barcos, autos, carretas, y he,
también, reconstruido las alas de muchos aviones y volado en ellos después,
pese a lo grandes y peligrosos que son, pero, amiga mía, ¿Cómo remiendo tu
alita? Siguen pasando hormigas… distantes. Y cada vez más.
Dirijo la mirada hacia un pequeño agujero en el
encuentro del muro de la pared y las losas del piso, hecho allí para desaguar
el pasillo en tiempos de lluvia y ahora convertido en túnel de contrabando y
paseo por las hormigas. Ya cuento 37 hormigas… Círculos danzantes de buitres
sin alas al olor de la muerte rondando. Pero la abejita seguía viva y luchando.
Y yo de cuclillas allí.
De pronto surge creo que, para todos, abeja, hormigas
y hombre una inesperada sorpresa. Un diminuto insecto cuyas picadas por
experiencia propia sé que son dolorosísimas, que es infinitamente pequeño,
parece una hormiguita negra o achocolatada, tan veloz como un rayo y tan
inquieta como las olas del mar. Una sola vuelta y, en un instante en que la
abeja descansaba boca arriba el endiablado insectico pega contra la cabeza de
la abeja. ¡Zas! La pobre abejita de un salto se endereza y trata de emprender
el vuelo. Pero, no, este no es su mejor día. De nuevo cae mientras patas y
manos se sacuden y entrechocan como en una danza macabra.
Y han pasado diecisiete minutos de mi tiempo ya. Y
sigo en cuclillas allí.
Siete nuevas hormigas llegan casi juntas y se acercan
y comienzan ahora un ir y venir en todas las direcciones. Y en cada paso que
dan, se topan unas que van y otras que vienen, y como que se comunican y
alegran del festín que les espera. Ya cuento 39 y llegando.
Y la abejita se para por enésima vez.
Solo que ahora trata de saltar con mayor fuerza que
antes. Y ya no se ha de levantar más. Hecha una bolita su figura tiembla y se
queda quieta. Muerta… me dije, y esperé un tantito más. Y como si quisiera
agradecerme la vigilia, eleva sus cuatro patitas y las hace vibrar… en un adiós
que sentí.
Yo admiro la naturaleza. Y me descubro ante aquellos
que luchan hasta el último cartucho, hasta la última canción, el cielo, el
último beso.
Y murió mi abejita. No sé si muere por lo que le había
sucedido antes, o si su muerte es causada por el veneno del diminuto villano
que le pegó en la cabeza. Pero muerta está…
Siete hormigas se aproximan, miran, huelen, y halan.
La abeja pesa mucho y, además, las membranas de sus alitas, que son planas y
parece que absorbentes, se han adherido ahora a la losa del piso. Siete solas
no pueden moverlas. Tres se quedan tratando y cuatro salen a todo correr en
busca de ayuda. Y de ahí en adelante más de cien hormigas trabajan por turnos o
alocadamente. Solo once a principio y diecisiete más adelante, entra y salen y
tratan una y otra vez. Por aquí ahora surge una hormiga igual a las otras, pero
tiene la cabeza más gorda. Recorre el entorno y se aleja. Pero algo cambia.
Siempre hay siete pegadas al muerto, se turnan entre
si con las que recién llegan. Pero no pueden con la carga adherida al piso.
Mas, las hormigas son muy sabias. De pronto comienzan a quitarle microscópicos
pedacitos al tejido de las alas de la abeja, hasta dejar solo el brazo o vara
central que cada una de las alas tiene, cual árbol desgajado, de modo que ya no
se adhiera al piso, a la vez que les sirve de palanca para cargar en alto el cadáver.
Y diecisiete, alternantes inician el transporte.
Muchos esfuerzos tuvieron que hacer para lograr el
primer movimiento, apenas les toma dos minutos y medio hacerlo, pero la
voltearon y comienza el viaje, o, a mi ver, la procesión funeral. Dos y tres
cuartos era la distancia que sobre la loza tenían que andar antes de llegar al túnel
de escape. Unas 42 pulgadas. Pero al camino sus patitas echaron.
¡Ah, pero, y con esa no contaban, un canal entre loza
y loza…!
Tú que me lees, observa esas hormigas “locas”… tal
vez la humanidad pudiera usar unas cuantas “locas” como esas. Siete hormigas se
lanzaron al cemento que sirve de empate a las losas y, metiendo sus cabezas
debajo de la cabeza de la abeja, sirvieron de puente al total de sus amigas y
la gran carga pasó los dos canales entre las tres lozas a mayor velocidad que
lo que el resto del camino podía permitirles ver. Y ahora unas doscientas (ya perdí
la cuenta), o más arribaban y se alternaban a la carga y se besaban con casi
todas y cada pase, y en cada centenar encuentros.
Me parece oírlas: “Hola, Pepa, hoy comemos”; “Junica,
que bueno”, ¡Oye Lola, que banquete!, ¡Suerte, muchachas que esta si es dulce!…
Vaya.
El huequito de la pared es de media pulgada y las
varillas de las alas abiertas de la abejita necesitaba más espacio. ¡Corran,
consulten al jefe!...
¡Córtenle las varas de las alas! Siete segundos
pasaron tratando de hacerlo. Parece que sus dientes y serruchos no eran muy
filosos que se dijera.
Y trataron de entrar de nuevo en el túnel, PERO…
Quien haya visto a las multitudes londinenses o
brasileñas correr hacia las puertas del estadio al concluir un partido de
futbol, sabe lo que digo.
Todos a una, todos a un tiempo… y la puerta es
estrecha.
Pero nadie cede… Muchos se revolcaron. Y no creo yo
que de alegría.
Y unos instantes más tarde el funeral de mi abeja
traspasaba al fin el muro de la pared. Yo pude haber ido al patio de mis
vecinos para ver el resto de la procesión y el banquete, pero una querida voz
femenina me sacó del letargo.
-Abuelito, ¿qué haces ahí en cuclillas? Ya llevo ya
treinta y siete minutos esperándote en esta puerta y tu ahí…
-¡Oh, hija mía, cultivaba una flor…!
-Si, en la loza mojada.
Rudo despertar.
Gilberto Rodríguez.
Miami-Fla..USA
2009-09-14
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