Singladura Nr.27
Daños del ciclón del 1 de septiembre de 1933, Isabela de Sagua, Cuba.
Hubo en el mes de agosto del año 1933 una reunión de
diablillos allá por el Desierto del Sahara en la cual acordaron enviar una
corriente de polvo y aire caliente en viaje hacia el oeste. Tuvieron la intención
de provocar un choque con ciertos aires fríos que se elevaban un poco altos
para sus cuernos.
Los calientes vientos del Sahara cargados de arena se
lanzaron hacia el mar por las cercanías de las Islas de Cabo Verde. En su
marcha iban haciendo juguetonas espirales que elevaban en barrena la cálida
temperatura de la superficie marina hasta chocar con la frialdad del alto giro.
Los vientos comenzaron danzando sobre la húmeda superficie, girando alrededor
de un eje imaginario, al que llaman "ojo" y en su correteo
emprendieron el camino hacia el oeste, elevando con su grotesca succión el
nivel de las aguas al tiempo que empujándolas en casi militar rotación pendular
de grandes olas. La brújula endiablada jugaba en su macabro vaivén, ora un
grado hacia el norte, ora hacia el sur, pero su marcha seguía avanzando al
oeste. Los hombres miraban expectantes y algo conmovidos desde aquende. Los rumores comenzaron a circular al tiempo
que las opiniones sobre el peligro y lo que hacer ante un ciclón corrían de
boca en boca, de familia en familia en un rítmico crescendo según avanzaban las
horas. Y mientras tanto los niños
observábamos a los adultos en su ir y venir que no entendíamos.
-"Si viene un ciclón, yo no me voy de aquí."
-"A mí no hay nadie que me saque de mi
casa."
-"Yo he visto veinte ciclones ya y nunca ha
pasado más que un poco de agua y viento. Y de agua y viento es que vivimos los
pescadores” ...
-"Bueno, y lo de Santa Cruz del Sur, ¿qué?"
El año anterior un ciclón había arrasado con el
pueblo y tres mil vidas en Santa Cruz de Sur. Los residentes, que habían tenido
la buena fortuna de atravesar por tantos ciclones a través de los siglos, al
igual que muchos hijos de las costas marítimas, no se preocuparon por escapar
de sus hogares ante el avance de aquel monstruoso envío de la naturaleza y
perecieron por doquier. Grande fue el dolor de Cuba por el desastre de Santa
Cruz... Abierta estaban las heridas, muy abiertas; tan abiertas, casi como esas
heridas que nos hacen los ostiones en las manos, a las cuales la sal les impide
cerrar y duelen hasta la médula misma, sin cesar.
Los demonios en su maldito juego seguían azuzando,
soplando, danzando alrededor de la espiral que ahora se elevaba a un ritmo
vertiginoso riendo en las crestas de las altas olas, cuando la aguas que traían
en la Corriente del Caribe, se unían en el Canal de Saltarén (Saltarén, Santarena, Santarem, etc. Imposible
identificar ese canal cercano a la costa norte de Cuba) para chocar a lo largo
de la Costa Norte de Cuba, con playas y arrecifes, ríos y cayuelos, elevando aún
más sus ya crecidas crestas de níveo mantón de agua y sal.
El Capitán de un barco noruego que a la sazón cargaba
azúcar en La Isabela, movido por un alma noble y un profesional proceder,
mientras que trataba de proteger su nave, hizo lo inimaginable para mantener a
las autoridades y al pueblo de La Isabela y Sagua al tanto del progreso del
huracán... Jamás sabremos pagar toda aquella humana bondad de un Capitán
noruego.
Daños del ciclón del 1 de septiembre de 1933, Isabela de Sagua, Cuba.
El avance de la subida de las aguas comenzó a chocar
contra las aguas de la Corriente del Golfo de Méjico al enfrentarse al Estrecho
de la Florida. El viento aumentaba, la lluvia se extendía y las horas se hacían
tensas, crueles, eternas. Los preparativos comenzaron de muchas formas. Los que
disponían de medios se fueron a tiempo del pueblo. Los comercios cerraron sus
puertas y en las casas ricas, como en las más pobres, el debate sobre una
posible evacuación seguía sin solución general.
-"Pues yo no me voy."
-"¡A los trenes! Vamos, todo el mundo tiene que
salir para Sagua."
Los negros rifles, sucios rifles, en las manos de los
no menos sucios y grotescos soldados, llegaron en un largo tren de una
locomotora con muchos coches dispuestos a evacuar al pueblo de la Isabela. Y
bueno es recordar, que en ese pueblo todos le teníamos mucho miedo a esos
mismos guardias rurales que ahora pretendían salvarnos... porque servían a
Machado. Y hasta hace unos pocos días eran ellos mismos lo que les quemaban los
chinchorros a los pescadores; y eran ellos, los mismos soldados que les
incautaban el recién quemado carbón, uno de los pocos medios de ganar el
sustento de las pobres familias, los infelices y menos afortunados ciudadanos.
Era esto algo confuso para muchos. Pero lo hicieron todo muy bien y por ello
merecen un bien ganado reconocimiento. Tres viajes dieron transportando a los
pobladores de la Isabela para Sagua, trenes y guardia rurales. De ellos
recuerdo agradecido muchos nombres, pero me niego a mencionarlos porque
anteriormente mucho mal hicieron.
El pueblo entero, dije, mas, no; cuidando su casa en
La Isabela quedó un hombre, a quien ni los soldados lograron sacar. Nicolás
Nerey se llamaba.
Permitidme hacer un alto aquí, para decir que no
omito a los caídos de Cayo Cristo por olvido o abandono, no. Es que considero
que esa tragedia necesita ser tratada de una forma especial, apéndice, a la vez
que corazón, de ese monstruoso pasaje de destrucción y dolor para tantos
hogares sagüeros. Rosario de perlas humanas engastadas entre las ostras del mar
azul. Para ellos mis oraciones.
El señor Nerey era un hombre muy firme en sus
decisiones. Vestía siempre un sombrero de piel de ala ancha, color militar,
sobre un bigote blanquirrubio que parecían, no ya los consabidos manubrios de
bicicleta, no. Este bigote tenía la furia de los cuernos de un novillo al salir
al ruedo en una tarde sevillana. Recuerdo a sus hijos, Colo y Ñico, pero los
otros nombres de la familia ya se me escapan de la memoria. Testarudo y noble,
quiso proteger su casa. Se quedó dentro de ella...
Y dentro de ella, de su casa totalmente destruida por
el ciclón, días después del siniestro lo encontraron, debajo de los escombros,
muerto. Los infernales diablillos del enfurecido infierno del ciclón, no
satisfechos con derrumbarle la casa sobre su propio cuerpo, envió cual maligno
y vengativo dardo, una enorme astilla de tea que le atravesó el corazón y los
pulmones... y lo dejó allí, debajo de los escombros, clavado al piso de la casa
que por amor tanto cuidó.
Mucho sacrificio había puesto, como tantos pobres del
puerto, este buen hombre en hacerle una casa a su familia. Mas, tanto fue el
amor que le tuvo a la razón de ser padre de familia, de conservar el techo
sobre sus cabezas, que le dio su propia vida al huracán, por ella y ellos.
Triste moraleja que se desprende de la pluma. El
viento y el mar son el sostén, son los amigos y acompañantes de la aventura del
diario existir de los hijos de un puerto. Pero implacables enemigos son, si se
les reta. Dios nos de paz.
Gilberto Rodríguez es uno de nuestros últimos Lobos
de Mar que aún nos deleita con sus fascinantes narraciones de los mares de
Sagua.
Gilberto F.
Rodriguez
Miami-Fla..USA
2009-11-08
xxxxxx
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