jueves, 9 de mayo de 2024

Recordando a Nicolás Nerey Singladura Nr.27



Recordando a Nicolás Nerey

Singladura Nr.27

Daños del ciclón del 1 de septiembre de 1933, Isabela de Sagua, Cuba.


Hubo en el mes de agosto del año 1933 una reunión de diablillos allá por el Desierto del Sahara en la cual acordaron enviar una corriente de polvo y aire caliente en viaje hacia el oeste. Tuvieron la intención de provocar un choque con ciertos aires fríos que se elevaban un poco altos para sus cuernos.

 

Los calientes vientos del Sahara cargados de arena se lanzaron hacia el mar por las cercanías de las Islas de Cabo Verde. En su marcha iban haciendo juguetonas espirales que elevaban en barrena la cálida temperatura de la superficie marina hasta chocar con la frialdad del alto giro. Los vientos comenzaron danzando sobre la húmeda superficie, girando alrededor de un eje imaginario, al que llaman "ojo" y en su correteo emprendieron el camino hacia el oeste, elevando con su grotesca succión el nivel de las aguas al tiempo que empujándolas en casi militar rotación pendular de grandes olas. La brújula endiablada jugaba en su macabro vaivén, ora un grado hacia el norte, ora hacia el sur, pero su marcha seguía avanzando al oeste. Los hombres miraban expectantes y algo conmovidos desde aquende. Los rumores comenzaron a circular al tiempo que las opiniones sobre el peligro y lo que hacer ante un ciclón corrían de boca en boca, de familia en familia en un rítmico crescendo según avanzaban las horas.  Y mientras tanto los niños observábamos a los adultos en su ir y venir que no entendíamos.

 

-"Si viene un ciclón, yo no me voy de aquí."

 

-"A mí no hay nadie que me saque de mi casa."

 

-"Yo he visto veinte ciclones ya y nunca ha pasado más que un poco de agua y viento. Y de agua y viento es que vivimos los pescadores” ...

 

-"Bueno, y lo de Santa Cruz del Sur, ¿qué?"

 

El año anterior un ciclón había arrasado con el pueblo y tres mil vidas en Santa Cruz de Sur. Los residentes, que habían tenido la buena fortuna de atravesar por tantos ciclones a través de los siglos, al igual que muchos hijos de las costas marítimas, no se preocuparon por escapar de sus hogares ante el avance de aquel monstruoso envío de la naturaleza y perecieron por doquier. Grande fue el dolor de Cuba por el desastre de Santa Cruz... Abierta estaban las heridas, muy abiertas; tan abiertas, casi como esas heridas que nos hacen los ostiones en las manos, a las cuales la sal les impide cerrar y duelen hasta la médula misma, sin cesar.

 

Los demonios en su maldito juego seguían azuzando, soplando, danzando alrededor de la espiral que ahora se elevaba a un ritmo vertiginoso riendo en las crestas de las altas olas, cuando la aguas que traían en la Corriente del Caribe, se unían en el Canal de Saltarén (Saltarén, Santarena, Santarem, etc. Imposible identificar ese canal cercano a la costa norte de Cuba) para chocar a lo largo de la Costa Norte de Cuba, con playas y arrecifes, ríos y cayuelos, elevando aún más sus ya crecidas crestas de níveo mantón de agua y sal.

 

El Capitán de un barco noruego que a la sazón cargaba azúcar en La Isabela, movido por un alma noble y un profesional proceder, mientras que trataba de proteger su nave, hizo lo inimaginable para mantener a las autoridades y al pueblo de La Isabela y Sagua al tanto del progreso del huracán... Jamás sabremos pagar toda aquella humana bondad de un Capitán noruego.


Daños del ciclón del 1 de septiembre de 1933, Isabela de Sagua, Cuba.


El avance de la subida de las aguas comenzó a chocar contra las aguas de la Corriente del Golfo de Méjico al enfrentarse al Estrecho de la Florida. El viento aumentaba, la lluvia se extendía y las horas se hacían tensas, crueles, eternas. Los preparativos comenzaron de muchas formas. Los que disponían de medios se fueron a tiempo del pueblo. Los comercios cerraron sus puertas y en las casas ricas, como en las más pobres, el debate sobre una posible evacuación seguía sin solución general.

 

-"Pues yo no me voy."

 

-"¡A los trenes! Vamos, todo el mundo tiene que salir para Sagua."

 

Los negros rifles, sucios rifles, en las manos de los no menos sucios y grotescos soldados, llegaron en un largo tren de una locomotora con muchos coches dispuestos a evacuar al pueblo de la Isabela. Y bueno es recordar, que en ese pueblo todos le teníamos mucho miedo a esos mismos guardias rurales que ahora pretendían salvarnos... porque servían a Machado. Y hasta hace unos pocos días eran ellos mismos lo que les quemaban los chinchorros a los pescadores; y eran ellos, los mismos soldados que les incautaban el recién quemado carbón, uno de los pocos medios de ganar el sustento de las pobres familias, los infelices y menos afortunados ciudadanos. Era esto algo confuso para muchos. Pero lo hicieron todo muy bien y por ello merecen un bien ganado reconocimiento. Tres viajes dieron transportando a los pobladores de la Isabela para Sagua, trenes y guardia rurales. De ellos recuerdo agradecido muchos nombres, pero me niego a mencionarlos porque anteriormente mucho mal hicieron.

 

El pueblo entero, dije, mas, no; cuidando su casa en La Isabela quedó un hombre, a quien ni los soldados lograron sacar. Nicolás Nerey se llamaba.

 

Permitidme hacer un alto aquí, para decir que no omito a los caídos de Cayo Cristo por olvido o abandono, no. Es que considero que esa tragedia necesita ser tratada de una forma especial, apéndice, a la vez que corazón, de ese monstruoso pasaje de destrucción y dolor para tantos hogares sagüeros. Rosario de perlas humanas engastadas entre las ostras del mar azul. Para ellos mis oraciones.

 

El señor Nerey era un hombre muy firme en sus decisiones. Vestía siempre un sombrero de piel de ala ancha, color militar, sobre un bigote blanquirrubio que parecían, no ya los consabidos manubrios de bicicleta, no. Este bigote tenía la furia de los cuernos de un novillo al salir al ruedo en una tarde sevillana. Recuerdo a sus hijos, Colo y Ñico, pero los otros nombres de la familia ya se me escapan de la memoria. Testarudo y noble, quiso proteger su casa. Se quedó dentro de ella...

 

Y dentro de ella, de su casa totalmente destruida por el ciclón, días después del siniestro lo encontraron, debajo de los escombros, muerto. Los infernales diablillos del enfurecido infierno del ciclón, no satisfechos con derrumbarle la casa sobre su propio cuerpo, envió cual maligno y vengativo dardo, una enorme astilla de tea que le atravesó el corazón y los pulmones... y lo dejó allí, debajo de los escombros, clavado al piso de la casa que por amor tanto cuidó.

 

Mucho sacrificio había puesto, como tantos pobres del puerto, este buen hombre en hacerle una casa a su familia. Mas, tanto fue el amor que le tuvo a la razón de ser padre de familia, de conservar el techo sobre sus cabezas, que le dio su propia vida al huracán, por ella y ellos.

 

Triste moraleja que se desprende de la pluma. El viento y el mar son el sostén, son los amigos y acompañantes de la aventura del diario existir de los hijos de un puerto. Pero implacables enemigos son, si se les reta. Dios nos de paz.

 

 

 

Gilberto Rodríguez es uno de nuestros últimos Lobos de Mar que aún nos deleita con sus fascinantes narraciones de los mares de Sagua.

 

 

 

Gilberto F. Rodriguez

Miami-Fla..USA

2009-11-08

 

 

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