La
vedette vino a mi mesa
Singladura
Nr.2
San
Pier D'Arena
Aquél inmenso salón era poco común por su tamaño para
un sitio nocturno que solo despachaba champagne y "birra" (no,
hermanos, no vendían burras, era cerveza en italiano). Servía creo que mil
mesas y se bailaba si se estaba en uniforme de uno de los países aliados.
Apenas se oían ya los cañones un poco más allá de las
montañas y esa mañana por la línea de ferrocarril que seguía a lo largo del
litoral amurallado del Porto Novo en San Pier D'Arena. En la parte más al oeste
de la ciudad, habían hallado el cadáver apuñalado de un sargento
"tedeschi" (alemán) que tenía una hija con una chica genovesa y
saliendo de un escondite trató de llegarse a la casa de su amante... Sin darse
cuenta el pobre diablo que sus tropas ya habían huido hacía unos días.
Y ahora, la Decimoquinta División, primera división
negra del ejército norteamericano en la historia, parte del Quinto Ejército de
este país, trataba de ganar control del orden público de las ciudades circunvecinas.
Triste experimento ese, pero eso para otro momento.
Tantos ingleses y norteamericanos se acumularon allí
esa noche, que yo pensé por un instante que estaba de regreso en el Times
Square de New York. Y la birra corría a raudales y el champagne bañaba las
sedientas gargantas. Las mesas no daban abasto, solamente en la mía había doce.
¡Doce, la docena de Aquel de Nazareth! Pero estos
eran doce marineros sedientos y alegres, aunque bastante cansados, pero alegres
porque las corrientes ahora habían cambiado a favor de nuestras naves. No
importa el humo, el olor a pólvora, el incienso del templo a la violencia, la
risa perversa de los siglos que se suceden para limitar el número in crescendo
de nuestras existencias por estos lares.
El show había comenzado hacia ratos cuando llegamos
el grupo de mi barco, el Segundo Oficial Miller, el Contramaeste, un gigantesco
indio Choctaw de por en vueltas de Arizona, el Méjico-tejano Máximo Ribera, el Jefe
de Máquinas Johnson, yo y otros más.
Ya teníamos unas cuantas botellas de champagne (a quince liras cada una, equivalentes a un
centavo y medio americanos, ¡imagínense ustedes!), consumidas, cuando de
pronto, en medio del infernal y multilingüe bullicioso, sale a escena y
comienza a cantar una vedette menudita de negros cabellos a media espalda. Vestía
una blusa blanca y una falda plisada bien ajustada a la cintura y con una voz
que retaba al ruiseñor. Nuestra mesa estaba a medio kilómetro de distancia del
escenario y el sistema de altoparlantes era muy pobre para tanta audiencia.
El mejicano empezó a gritar subido encima de nuestra
mesa que cantara conmigo. ¡Diantres, tecato de los diablos! Breve y al mismo
tiempo largo el silencio de la multitud, pero, yo no sé de donde salió otra
voz, ¡Cantare, compare, cantare, cantare!.
Y yo canté, fui un tanto desafinado por la ocasión,
pero "Mamma la mia Canzone..." no la pasó mal del todo con nuestro
dueto. La cantante me dio un abrazo y el maestro de ceremonias me invitó a
volver si mis compañeros lo pedían y, claro está, los chillones me echaron a la
perrera. Un cubanito solo entre aquella multitud cuesta poco echarlo a la
tigrera, no que yo anduviera con falsos remilgos, me gustaba la idea. Pero, y
ahora sí, amigos, que no todos los peces que pican el anzuelo llegan al
caldero. Y he aquí, que este caso es el de uno de esos marineros tontos.
Perdón pido por adelantado, si alguno de nuestros
tripulantes siente que traicioné la fama donjuanesca de los marineros.
De regreso a mi mesa y al pasar por una muy bien
atendida mesa, me agarra la mano una chica de esas que hacen rajar las piedras
con la mirada. En presencia de varias personas mayores que le acompañaban, se
puso pie, me plantó un beso en la boca y me dijo que, si regresaba mañana, ella
y sus padres me invitaban a una fiesta en su casa. ¡Cielos, este es mi día!
¡Madonna mía! "Tecato maldito, eres una
bendición", le grito yo al mejicano al llegar a mi mesa. Y la fiesta sigue,
y a cada rato más champagne, más alto elevo la voz, (¡Vaya, hermanos, mi voz es
buena, no es una serreta!) Y en eso viene el guardia antes de que la vaca se
escape de la portería.
Allá como a las dos de la madrugada, la joven vedette
parece que termina su parte del show, sin dejar de mirar hacia mi lejana mesa,
desde donde yo le había ofrecido bien en alto mi copa de champagne. Oferta que
no calculé muy bien, pero que ella parece aceptó y de pronto se me presenta en
la mesa, mientras yo pensaba en la otra chica del beso y la invitación, que me tenía
relamiéndome de gozo, cual perro con sarna china. Me tocaba los labios a cada
vuelta como si para que no se me escapara aquel sorpresivo pero agradable beso.
Y por la única y cobarde ocasión en mi vida que le
hago "el feo" a una mujer, le hice una mueca absurda por saludo a mi
amiga, la vedette y la dejé marcharse tal vez humillada, sin ofrecerle sentarse
a mi mesa o darle la copa que de mis labios le había ofrecido. ¡Inconfesable
torpeza la mía esa noche!
Y hasta hoy cargo la pena de su adolorida expresión
al darse la vuelta y marcharse del salón. Me atrajo la otra chica, pero de
avergonzado no volví a aquel lugar jamás. Y me perdí canario y jaula en un
tirón.
Hoy miro a las aguas correr y les pregunto si pueden
el champagne, la cerveza, el egoísmo o la vanidad masculina hacer de un hombre,
a veces, una toronja apolimada...
No lo sé, yo solo he sabido conquistar las olas. Y
alguna que otra salemita.
TONTO QUE SOY.
Gilberto F. Rodríguez
Miami-Fla..USA
2009-03-28
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