ANCLAS
Y ARENAS
.
Singladura
Nr.29
Era yo muy chico aun cuando comencé a soñar con el
espacio que se perdía de vista allá por los horizontes, me paseaba por las
orillas del mar recogiendo "conchas" y caracoles para regalar. A
veces, mientras mi padre realizaba sus labores en los almacenes de García, yo
iba con él hasta la puerta y, con más inquietud que alas, me encaminaba hacia
el punto más saliente hacia el este del pueblo. Pasaba por la casa de Juanillo
el isleño y más allá estaba el amplio arenal de La Punta. Una especie de delta,
de juez mediador, con su larga extensión de estacas alineadas a lo largo de
decenas de metros desde la orilla hasta donde ya las aguas eran navegables. Pareciera
ser aquel límite de los adioses, entre la salada bahía y las mezcladas aguas
dulces que bajaban por la desembocadura del río en busca del amplio mar, por
Casablanca.
Allí, en La Punta, solía haber una rica acumulación
de ostras blancas, sepia, violetas, multicolor y forma física capaz de
satisfacer a cualquier coleccionista hawaiano. Crujían, crujían, crujían, como
crujen los ejes de las viejas carretas solo que con chirriar de gaviotas.
Yo era el chico aquel que cantaba en voz baja
mientras revolvía el arenal con los pies y merodeaba alrededor del ancla
solitaria.
En la isla de El Salvador, punto saliente de Las
Islas Bahamas hacia el Este, hay sobre las arenas una vieja cruz de hierro que
marca el primer punto del Nuevo Continente pisado por Colón su larga navegación
y su afortunado encuentro con las gaviotas. Tal vez nadie lo planeo así; es muy
posible que fuera solo una casualidad... o una honrosa tradición marinera… no
lo sé. Tampoco sé quién plantó el ancla en nuestro
arenal, pero hay una similitud de posiciones que llama a pensar y a discurrir. Lo
cierto es que aquella ancla, erguida sobre sus ganchos y semi recostada a su
pendular cruz, una de esas plegables, debía haber estado bajo el agua por mucho
tiempo. Las cicatrices en su brazo estaban selladas por cascos de ostras
disecadas por el tiempo y su rojo color de herrumbre, contrastaba con la
blancura resaltante de esas ostras.
Yo la tocaba con amor la tocaba mientras la
curiosidad me llevaba a hacerle preguntas. ¿Dónde has estado? ¿Qué otros mundos
hay más allá de Cayo Cristo? ¿Cómo lucen las sirenas del Mediterráneo cuando
cantan nadando por las aguas de Grecia? Y aunque a veces me saqué alguna gota
de sangre de las manos al acariciar a la querida ancla, no me quejé jamás, porque compartía con ella el afán de
distancias, la cita con las soledades, la visión del "allá". Y un día
pregunté...
-¿De dónde salió esa ancla?
-De un velero muy grande que se perdió en una
tormenta hace mucho tiempo. Respondía
¿Y, como llegó hasta aquí?
-Un buzo isabelino la rescató y por monumento a los
que en mar quedaron y queden en el futuro... Me complacía con las respuestas
que yo me fabricaba.
No escuché el resto. Me alejé llorando en silencio a
unos pasos de distancia. Recogí uno Cobos bien rosados, como una docena recogí.
Después llevé uno a uno los vacíos y hermosos caracoles y los puse contra las
puntas del ancla como formando entre un círculo y un corazón en la arena. Lloré
más aun... y mojé con mi rostro pegado al duro herraje las herrumbrosas ostras
y moluscos.
Miré hacia la boca del río, en dirección oeste, luego
me volví a mirar hacia los muelles, por el noroeste... Chalanas, goletas,
yates, vapores, acaso anclas futuras para plantar en algún puerto lejano o aventureras
velas que un día se hincharán para salir en un viaje de cuento de hadas... Madres
sin hijos, esposas...
Me dejé caer al pie del ancla. Pensé en los marinos
que nunca llegaron; a los veleros que mueren de vientos y a los que quedan
detrás. Me recosté a ella. Le pegué mi carita y le acaricié su brazo, como se
acaricia una madre, como se hunde uno en el pecho protector de su padre...
No sé cuánto tiempo dormí, no sé. Pero por cada
puerto que pasé durante mi vida en el mar, quise buscar el ancla solitaria de
las puntas. Porque los puertos tienen puntas cuando se trata de navegantes y
aventureros, y aún hoy, cuando veo por el satélite nuestra Isabela siempre miro
hacia la Punta, como el que busca el aire para volver a respirar, la luz para
ver, el momento para recordar.
Es la estampa que silente nos recuerda a cada
instante lo frágil que es el hombre frente a la Naturaleza y lo noble que es
nuestro pueblo que se inclina ante el recuerdo de los que, por venir a él,
perdieron.
El ancla de la punta es, pues, a mi ver, la cruz del
que perece y el anuncio de nuevas aventuras. Es una estampa Isabelina.
Gilberto Rodríguez
Miami-Fla..USA
2009-04-20
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