LA GUAGUA: Viaje de La Habana-Nuevitas.
El viaje de
Nuevitas-Habana y viceversa tomaba unas doce horas en aquellos ómnibus Leyland
de entonces. Llegué a la capital en horas tempranas de la mañana y a eso de las
diez, recibí una llamada desde el barco solicitándome regresar. Las operaciones
de carga habían continuado y se esperaba salir al día siguiente. En ese tiempo
existían dos salidas para ese pueblo y hacia la capital del país, una en la
mañana y la otra en horas de la noche. Nosotros teníamos una boleta de viaje
que nos daba prioridad sobre otro viajero de la lista de espera o fallos, razón
por la que me puse de acuerdo con uno de los oficiales del barco para
encontrarnos en la terminal esa noche.
Como norma general de la época que les narro, ningún
sitio de todo el trayecto brindaba la posibilidad de llevarse un bocado al
estómago, hablo de una situación compartida en todo el país. No fueron pocas
las oportunidades en las que atravesé la isla desde Santiago de Cuba hasta La
Habana con el estómago vacío. Todas esas anormales circunstancias nos
preparaban física y psicológicamente para la guerra. Adoptamos costumbres que
solo eran vistas en las películas que nos imponían del Este, viajábamos
acompañados de jabitas en todo momento, como si se tratara de otro órgano perteneciente
a nuestro cuerpo. Cuando los viajes eran largos, procurábamos cargar algo de
comer y beber, poco nos faltó para viajar con un tibol portátil ante la
imposibilidad de encontrar un baño en cualquiera de las terminales de ómnibus a
lo largo de nuestros recorridos.
Ese día y como ya se había convertido en una
tradición, mi novia me preparó un pan con bistec (hablo de esa dulce y hoy
tenebrosa época de nuestras vidas, donde existían unos animales de cuatro patas
llamados reses). Ya habían impuesto la distribución de carne cada quince días, después
serían dos entregas de pollo y una de carne y finalmente las reses no aparecían
ni en un centro de espiritistas, se fueron al cielo y a las neveras del Comité
Central. La esposa de aquel Oficial llamado Ricardo Puig Alcalde, joven que
entonces ocupaba la plaza de Tercer Oficial del buque Habana y yo la de timonel,
le había preparado también un pan con algo. Unas veces eran con “sorpresa” y
otras con “intriga’, el asunto era tener algo que nos cayera en el estómago
cuando las tripas comenzaban a protestar. Partimos sin ninguna dificultad a las
once de la noche de la terminal de ómnibus de La Habana en una guagua repleta
de un pasaje varonil, imagino que hoy sería calificado como un acto machista.
Casi todos los asientos poseían en el respaldar del asiento anterior una
especie de compartimiento donde colocar revistas u otros pequeños paquetes. Allí
coloqué cuidadosamente mi cartuchito con el pan con bistec y una botellita de
agua para ayudar a bajarlo, solo tenía que esperar a que las tripas me sonaran
para devorarlo. Aproximadamente a las tres de la madrugada mi estómago funcionó
como un despertador y mi mano se dirigió con automática precisión hasta la
funda donde había guardado mi bocadito. Que desilusión sufrí al comprobar que aquella
bolsita fabricada de una malla elástica se encontraba vacía, la ira invadió
todo mi ser empujado por los reclamos de mi estómago y de verdad, no pude
contenerme y di rienda suelta a toda la ira acumulada en segundos con el uso de
un idioma muy bien conocido en el patio. Así, enojado y hambriento, encabronado
y con las tripas pegadas al alma, caí en medio de aquel estrecho pasillo y
comencé a desahogar mi rabia, mis penas, mi hambre, mi frustración, mi
encojonamiento. A mi mente solo acudieron las palabras incorrectas que muchas
damas no desearían escuchar o leer en sus vidas.
-¡Me cago en la madre del hijoputa que se comió mi
pan con bistec! Grité a viva voz para que todos despertaran y sintieran mi
enojo.
-¡Oiga, compañero! Que está manifestando palabras
obscenas. Oí desde uno de los asientos traseros y la reacción fue más grave.
- ¡Oye tú, compañero la pinga, pa'que lo sepas! Le
contesté mientras Puig trataba de llevarme nuevamente hacia el asiento
jalándome por una pata del pantalón.
-¡Pero mire, camarada!... Intentó intervenir otro y
no le di tiempo a completar su expresión.
-¡Camarada, ni cojones! Esta guagua está llena de
ladrones e hijoputas. ¡Claro, deben suponer que yo no me había superado tanto y
no expresaría tan cultamente “ladrones e hijoputas”! Lo correcto para mi nivel
de barrio o municipal era decir a toda voz; “ladrones y hijos de putas”. Pero
bueno, tampoco estoy aquí para darles clases de español, solo contarles lo que ocurrió
en aquella puta guagua. Casi todos se despertaron y transformaron aquella
amarga situación en una obra de teatro bufo, todo resultó ser un bonche para la
totalidad de los hijoputas que viajaban a bordo de aquella Leyland. El chofer
paró la guagua en medio de aquella angosta carretera Central y encendió las
luces del pasillo.
-¿Caballeros, que pasó aquí?. Preguntó el que venía
descansando, mientras el otro continuaba en el asiento junto al timón y seguía
todos los movimientos por el espejo retrovisor.
-¡Nada, compadre! Que he traído un pan con bistec y
un hijo de la gran puta de los que van para Nuevitas me lo ha robado y estoy partido
del hambre. Le contesté.
-¡Coño, compañeros! Parece mentira que a estas
alturas de nuestra historia sucedan cosas así. Manifestó el chofer con seriedad
y todos los canallas se echaron a reír, pocos minutos después el viaje
continuó. Puig me brindó la mitad de su pan y los pasajeros se volvieron a
dormir. ¿Lo peor? Resulta que aquellos hijos de la gran puta no eran Palestinos,
eran de la capital y ya estaban contagiados, el país iba en picada hacia la
mierda. Al día siguiente zarpamos rumbo a St. John de New Brunswick y no quiero
recordar el frío que había, los exagerados cambios
de marea, aquellos putos calabrotes de henequén congelados, las pendejas botas
de frío inventadas en Cuba con piel de conejo y la preocupación sentida por la
suerte de la cojita con aquella pregunta casi eterna, ¿La habrán bajado del árbol
donde la colgaron aquellos putos palestinos?... Puig falleció no hace mucho
tiempo en La Florida, ya quedamos pocos de los que dimos aquel viaje y no sé si
me pondré el traje de palo en Montreal. Creo que corría el año 1968, tampoco me
crean mucho, ya ando disparando a todos lados como mi hermano Eduardo Ríos y
años más o menos me valen vergas. ¡Estoy Vivo!
Esteban Casañas Lostal.
Montreal..Canadá
25-12-2001.
xxxxxxxxxx
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