jueves, 13 de julio de 2023

LA GUAGUA: Viaje de La Habana-Nuevitas.


 

LA GUAGUA:  Viaje de La Habana-Nuevitas.


Motonave "Habana", escenario de esta historia.


El barco llevaba más de un mes esperando por unas toneladas de azúcar con destino a Canadá, nos encontrábamos atracados en el muelle de Pastelillo y ante la demora decidieron darle franco a una parte de la tripulación. En esa época Nuevitas era un pueblo en estado de sitio, no porque fuera establecido por medidas dictadas por el gobierno o algún estado de guerra. Sus pobladores adoptaron una actitud de auto reclusión a partir de las ocho de la noche, existía un aumento de los asaltos y violaciones producidos por el personal dedicado a la construcción de las plantas de fertilizantes y la termoeléctrica, casi todos eran palestinos. Un tiempo atrás, no muy distante, se disfrutaba de las bondades que ofrecía aquel pueblecito y su gente. No poseía muchas ofertas para el visitante y tampoco eran necesarias o apremiantes, las existentes podían satisfacer las demandas de su población y los pocos visitantes en tránsito. Debe recordarse que para esas fechas la isla conservaba -solo en apariencias- el himen de la inocencia proletaria. Unos años más tarde, aquel supuesto paraíso, se le abría de piernas a cualquier turista por los mismos precios impuestos por las CUFLETERAS, solo que las hijas de ellas se enfocaron en productos alimenticios cuando el “Período Especial”. En fin, salías a la calle y solo encontrabas a tu paso grupos de “Palestinos”. Debo confesar que muchos marinos fuimos contagiados por el temor que sentía la gente de aquel pueblo y palpamos la posibilidad de ser asaltados en cualquiera de sus recovecos. Los pocos lugares de esparcimiento fueron abordados por aquellas violentas manadas y de muy poco servía acceder a ellos, si al pasar a su interior solo encontrabas machos bebiendo ron a capella. Una sola muestra de los tiempos que corrían lo constituyó una “cojita” muy popular, era joven y de bello rostro. Al parecer había sido víctima de la poliomielitis y sus extremidades se mostraban casi secas, andaba y era muy ágil con el uso de muletas, podías encontrarla en cualquier lugar de Nuevitas o Tarafa a cualquier hora e intercambiar bromas con ella. Nos contaron en otro viaje que aquellos palestinos violaron a la cojita, le robaron las muletas y la dejaron colgada en un árbol, solo colgada, no ahorcada. ¿Lo peor? Aquellos palestinos llegaron para quedarse y organizaron microbrigadas para construirse edificios de apartamentos. Aquella invasión por ellos realizada a lo largo de toda la isla, se detuvo en el Cabo de San Antonio por la barrera que el mar les impuso, después de ellos nada fue igual en aquel tranquilo y limpio pueblo.

 

 El viaje de Nuevitas-Habana y viceversa tomaba unas doce horas en aquellos ómnibus Leyland de entonces. Llegué a la capital en horas tempranas de la mañana y a eso de las diez, recibí una llamada desde el barco solicitándome regresar. Las operaciones de carga habían continuado y se esperaba salir al día siguiente. En ese tiempo existían dos salidas para ese pueblo y hacia la capital del país, una en la mañana y la otra en horas de la noche. Nosotros teníamos una boleta de viaje que nos daba prioridad sobre otro viajero de la lista de espera o fallos, razón por la que me puse de acuerdo con uno de los oficiales del barco para encontrarnos en la terminal esa noche.

 

Como norma general de la época que les narro, ningún sitio de todo el trayecto brindaba la posibilidad de llevarse un bocado al estómago, hablo de una situación compartida en todo el país. No fueron pocas las oportunidades en las que atravesé la isla desde Santiago de Cuba hasta La Habana con el estómago vacío. Todas esas anormales circunstancias nos preparaban física y psicológicamente para la guerra. Adoptamos costumbres que solo eran vistas en las películas que nos imponían del Este, viajábamos acompañados de jabitas en todo momento, como si se tratara de otro órgano perteneciente a nuestro cuerpo. Cuando los viajes eran largos, procurábamos cargar algo de comer y beber, poco nos faltó para viajar con un tibol portátil ante la imposibilidad de encontrar un baño en cualquiera de las terminales de ómnibus a lo largo de nuestros recorridos.

 

Ese día y como ya se había convertido en una tradición, mi novia me preparó un pan con bistec (hablo de esa dulce y hoy tenebrosa época de nuestras vidas, donde existían unos animales de cuatro patas llamados reses). Ya habían impuesto la distribución de carne cada quince días, después serían dos entregas de pollo y una de carne y finalmente las reses no aparecían ni en un centro de espiritistas, se fueron al cielo y a las neveras del Comité Central. La esposa de aquel Oficial llamado Ricardo Puig Alcalde, joven que entonces ocupaba la plaza de Tercer Oficial del buque Habana y yo la de timonel, le había preparado también un pan con algo. Unas veces eran con “sorpresa” y otras con “intriga’, el asunto era tener algo que nos cayera en el estómago cuando las tripas comenzaban a protestar. Partimos sin ninguna dificultad a las once de la noche de la terminal de ómnibus de La Habana en una guagua repleta de un pasaje varonil, imagino que hoy sería calificado como un acto machista. Casi todos los asientos poseían en el respaldar del asiento anterior una especie de compartimiento donde colocar revistas u otros pequeños paquetes. Allí coloqué cuidadosamente mi cartuchito con el pan con bistec y una botellita de agua para ayudar a bajarlo, solo tenía que esperar a que las tripas me sonaran para devorarlo. Aproximadamente a las tres de la madrugada mi estómago funcionó como un despertador y mi mano se dirigió con automática precisión hasta la funda donde había guardado mi bocadito. Que desilusión sufrí al comprobar que aquella bolsita fabricada de una malla elástica se encontraba vacía, la ira invadió todo mi ser empujado por los reclamos de mi estómago y de verdad, no pude contenerme y di rienda suelta a toda la ira acumulada en segundos con el uso de un idioma muy bien conocido en el patio. Así, enojado y hambriento, encabronado y con las tripas pegadas al alma, caí en medio de aquel estrecho pasillo y comencé a desahogar mi rabia, mis penas, mi hambre, mi frustración, mi encojonamiento. A mi mente solo acudieron las palabras incorrectas que muchas damas no desearían escuchar o leer en sus vidas.

 

-¡Me cago en la madre del hijoputa que se comió mi pan con bistec! Grité a viva voz para que todos despertaran y sintieran mi enojo.

 

-¡Oiga, compañero! Que está manifestando palabras obscenas. Oí desde uno de los asientos traseros y la reacción fue más grave.

 

- ¡Oye tú, compañero la pinga, pa'que lo sepas! Le contesté mientras Puig trataba de llevarme nuevamente hacia el asiento jalándome por una pata del pantalón.

 

-¡Pero mire, camarada!... Intentó intervenir otro y no le di tiempo a completar su expresión.

 

-¡Camarada, ni cojones! Esta guagua está llena de ladrones e hijoputas. ¡Claro, deben suponer que yo no me había superado tanto y no expresaría tan cultamente “ladrones e hijoputas”! Lo correcto para mi nivel de barrio o municipal era decir a toda voz; “ladrones y hijos de putas”. Pero bueno, tampoco estoy aquí para darles clases de español, solo contarles lo que ocurrió en aquella puta guagua. Casi todos se despertaron y transformaron aquella amarga situación en una obra de teatro bufo, todo resultó ser un bonche para la totalidad de los hijoputas que viajaban a bordo de aquella Leyland. El chofer paró la guagua en medio de aquella angosta carretera Central y encendió las luces del pasillo.

 

-¿Caballeros, que pasó aquí?. Preguntó el que venía descansando, mientras el otro continuaba en el asiento junto al timón y seguía todos los movimientos por el espejo retrovisor.

 

-¡Nada, compadre! Que he traído un pan con bistec y un hijo de la gran puta de los que van para Nuevitas me lo ha robado y estoy partido del hambre. Le contesté.

 

-¡Coño, compañeros! Parece mentira que a estas alturas de nuestra historia sucedan cosas así. Manifestó el chofer con seriedad y todos los canallas se echaron a reír, pocos minutos después el viaje continuó. Puig me brindó la mitad de su pan y los pasajeros se volvieron a dormir. ¿Lo peor? Resulta que aquellos hijos de la gran puta no eran Palestinos, eran de la capital y ya estaban contagiados, el país iba en picada hacia la mierda. Al día siguiente zarpamos rumbo a St. John de New Brunswick y no quiero recordar el frío que había, los exagerados cambios de marea, aquellos putos calabrotes de henequén congelados, las pendejas botas de frío inventadas en Cuba con piel de conejo y la preocupación sentida por la suerte de la cojita con aquella pregunta casi eterna, ¿La habrán bajado del árbol donde la colgaron aquellos putos palestinos?... Puig falleció no hace mucho tiempo en La Florida, ya quedamos pocos de los que dimos aquel viaje y no sé si me pondré el traje de palo en Montreal. Creo que corría el año 1968, tampoco me crean mucho, ya ando disparando a todos lados como mi hermano Eduardo Ríos y años más o menos me valen vergas. ¡Estoy Vivo!

 

 

 

Esteban Casañas Lostal.

Montreal..Canadá

25-12-2001.

 

 

 

xxxxxxxxxx

No hay comentarios:

Publicar un comentario