BUENOS AIRES. UN DIA EN EL
PUERTO (II)
La escollera fue
dejada atrás y el buque se dirigió hacia la dársena. Las boyas señalaban el
canal y una visibilidad excelente tranquilizó al Capitán. El Práctico tomaba su
café lentamente, le gustaba fuerte y sin azúcar. Recordó sus años de oficial.
Añoraba los viajes, conocer nuevos lugares, la aventura, todo bien, hasta que
conoció a Martha, aquella mujer, mezcla de tanos y polacos. Se enamoró
perdidamente de ella y quedó atado a tierra para siempre. Observó con los
binoculares el ajetreo de los hombres en el muelle -respiró aliviado- Todo listo para el
atraque.
Le gustaban estos
buques, aunque los post-panamax eran enormes y su área velica podía convertirse
en un problema. Se sintió seguro, su habilidad se había puesto a prueba
infinidad de veces y una impecable hoja de servicio era su mejor presentación.
Se concentró en la maniobra.
Dirigió la proa en
ángulo con el muelle hacia el lugar asignado para el atraque. Un remolcador se
había hecho firme en la popa pasando dos cabos a través de la gatera, el tercer
oficial cruzó sus brazos señalando al patrón que la maniobra estaba lista. Los
marinos prepararon los demás cabos en proa y popa dejando las gasas descansando
en la tapa de regala, los jibilays correctamente adujados y las bosas listas.
En la proa, el
Primer Oficial se comunicaba con el puente marcando las distancias al muelle.
El contramaestre en el molinete con ambas anclas listas para fondear vigilaba
la labor de los marinos. El segundo remolcador acompañaba por la banda
contraria al atraque
La lancha de los
caberos tomó un largo de proa y en pocos minutos lo llevó hasta la bita, donde
los portuarios esperaban para hacerlo firme. La luz intermitente de la baliza
móvil indicó al Práctico el sitio donde quedaría la proa del buque. Una suave
brisa de babor se anunciada con las banderas izadas que señalaban al piloto
desde donde provenía el viento.
Las altas torres
de contenedores pintaban al buque con una disímil paleta de colores. El
remolcador libre apoyó su proa en el costado de babor.
Luego de hacer
firmes el primer largo y un spring, se sintió el movimiento lento de las
hélices que hicieron temblar al gigante. La lancha llevó un largo de popa al
muelle. El jefe de turno mantenía informado al Práctico a medida que los cabos,
uno tras otro, se hacían firmes en las bitas, cuidaba que fueran colocados
correctamente por el personal de estiba, las gasas pasaban una a través de la
otra, para luego poder largarlas fácilmente. Con la privatización, los caberos
desaparecieron y los estibadores de las terminales cumplían las funciones,
algunos con poca o ninguna experiencia., por lo que eran controlados
continuamente para evitar errores fatales.
A la orden de los
oficiales los jibilays fueron lanzados, en el muelle todos a observar las
pesadas esferas que arrastraban las líneas no los golpearan, les ataron otro
cabo para devolverlos a bordo y así fueron llevando a las bitas de popa y proa
los tres largos, través y el spring que había ordenado el Práctico. Media hora
después el buque quedó atracado y la satisfacción de lograr una maniobra
perfecta iluminó el rostro de todos.
Los grandes
pórticos comenzaron a moverse como gigantes con su enorme brazo levantado,
fuerte y amenazador. El ruido de las alarmas alertaba dejar libre las vías por
las que se movían los pesados equipos. Los hombres entumecidos por el frío de
la madrugada se agitaron, preparándose para embarcar. El pañolero acercó las
varas y las llaves que utilizarían a bordo, así como las lingas y redes que el
jefe de turno pidió al conocer el plan operativo del buque.
Una larga fila de
camiones esperaba. Los jefes de turno recibieron los listados y repartían la
documentación a los apuntadores que controlarían en el buque y en las
plazoletas. A lo lejos, las luces anunciaban una ciudad dormida, apática e
indiferente, divorciada de lo que por derecho propio debía ser una parte
importante de su vida. El Capitán recordó otras que se hermanaron con el puerto
y la vida comercial bullía a su alrededor -¿Qué pasó en Buenos Aires?- se
preguntó sin respuesta.
Juan, sin esperar
la orden inspeccionaba en la plazoleta de exportación la carga del buque.
Comprobó que no había equipos sin posición, uno solo perdido, podía causar
graves inconvenientes y demorar la salida del buque con el peligroso
incumplimiento de otros compromisos ya establecidos. Los tiempos se cumplirían
a rajatabla, era el sentido de existencia de las terminales y de los buques de
Línea.
En la oficina de
operaciones, Demarco el supervisor del turno, bostezaba revisando los listados
de contenedores que serían descargados y embarcados. ¿Todas las verificaciones
solicitadas por los clientes estaban listas?, ¿Cuál era el número de entregas
de importación en el día y que contenedores de exportación recibiría la
plazoleta para los próximos buques? ¿Alguna remisión de vacíos? ¿Había camiones
para ingresar al Deposito Fiscal? ¿Alguna barcaza o buque era esperado?
Recordó que varias
máquinas estaban averiadas y no tenía todo el personal que necesitaba por el
endemoniado convenio que se había firmado. Un ligero malestar en el estómago lo
llevó con urgencia al baño. En la intimidad del sanitario azuzó a los jefes de
turno por la radio, no les daba oportunidad para despistarse, tenía a todos en
un puño, o al menos eso pensaba.
Los años
románticos, cuando largas estadías en puerto hacían posible una vida más
tranquila, cuando los marinos compartían con los hombres de la estiba, salían a
conocer la ciudad o buscaban sexo para tranquilidad de su sistema nervioso, era
una historia que no regresaría.
El incremento en
la velocidad de los buques, mayor porte, el comercio de escala, zonas de
transferencia muy diferentes a la antigua concepción del puerto que muchos
conocimos, tripulaciones reducidas, contenerización, automatización, desarrollo
de las comunicaciones. Una nueva óptica comercial lleva a cortas operativas que
no dan oportunidad a los marinos para largas ausencias de a bordo.
Un sistema
complejo ejerce el control total sobre la navegación y los movimientos de la
carga. Uno de los incentivos de hacerse a la mar ha desaparecido, convirtiendo
a los profesionales en simples conductores náuticos. El poder absoluto de los
Capitanes es recuerdo de épocas gloriosas. Un viaje puede ser la variación de
paisajes a través de la portilla del camarote y nada más.
Los estibadores
esperaban cerca de la Escala Real la orden de embarcar, las autoridades
inspeccionaban la documentación y el Agente Marítimo apuraba al encargado de la
operativa para confirmar la terminación y dar el ETS. Se ultimaron los detalles
y la orden de Libre Platica fue dada.
Los pórticos
estaban en posición y los estibadores comenzaron a destrincar los equipos. El
material de trincado se arrojaba a los pasillos y los hombres se apuraban para
comenzar la descarga. El apuntador del pórtico señaló cual sería el orden de
trabajo al maquinista, descendió la percha y el primer contenedor es llevado al
muelle, donde otro apuntador revisa los precintos, el estado general y
finalmente envía el camión a la estiba de destino. ¡La operativa había
comenzado!
El Supervisor
salió del baño más aliviado, pero el motivo que le produjo su abundante
evacuación no había desaparecido. Tenía que ingeniarse para que el “rollo” en
que se transformó el trabajo no lo abrumara. Cubrir el turno era una especie de
“ruleta rusa de las responsabilidades”, pasar a otro los problemas que pudiera
esquivar, quedar bien parado y ganar el día era su consigna. Pensar en salvar
el trasero era el nuevo “arte operativo” en la terminal.
Recordó su última
conversación con los Superintendentes, de la que recogió una gran sabiduría y
determinó su forma de ser y hacer las cosas de ahí en más. Se las ingeniaría
para seguir esquivando el cuerpo. Aprendió a tener “un fusible” dentro del
grupo de hombres a su mando, si algo salía mal, la responsabilidad la
trasladaba a otro lugar que no lo perjudicara directamente.
Logrado este
“modus cagandis”, conservaba la esperanza que en el primer movimiento de
ascenso pasaría por encima de sus compañeros sin ningún problema. Y entonces,
verían quien era el -más adelante la vida le dio la oportunidad y se superó así
mismo-
La imagen de sus
jefes le vino a la mente. Mariscal era alto, medio rubio, callado, cuando su
opinión era requerida, mordía el bigote y quedaba mirando a un punto por encima
de la cabeza del interlocutor. Este, creía que un pensamiento profundo ocupaba
aquella mente llena de sabiduría prodigiosa y un poco nervioso esperaba que una
idea genial indicara: ¿Que hacer en una situación descontrolada?
Error, el tiempo
pasaba y el “pensador” seguía entretenido mascando los largos pelos del extremo
del mostacho, mientras los camiones enloquecían a todos con el estruendo de las
bocinas y los clientes armaban una horca en la entrada para linchar a los
apuntadores y maquinistas que no podían satisfacer sus reclamos.
Pasaba su
preocupación a Monetti, también alto, como deben ser los jefes, tez clara,
cabello castaño, fumando su pipa, con su voz nasal, ronca o aflautada según las
circunstancias, rascaba la mejilla o acariciaba el mentón lentamente y repetía
como una cotorra tartamuda su frase favorita: ¡Hay que ponerse la camiseta!
¡Hay que ponerse la camiseta! El asunto quedaba concluido y por lo tanto para
él resuelto.
Parecían ponerse
de acuerdo previamente al mirar hacia el mismo punto, perdido más allá de la comprensión
de los simples mortales que los rodeaban. Tras varios minutos que parecían
siglos, el interlocutor no podía continuar sentado esperando, la radio ardía
con los reclamos de los buques, plazoletas, el encargado de los maquinistas se
quejaba por no encontrar quien deseara continuar unas horas más después de
terminado el turno, los camiones no llegaban……Miró de nuevo a sus jefes,
continuaban uno chapándose el bigote y el otro su pipa, mentalmente los mandó a
la puta que los parió y con el rabo entre las piernas salió corriendo a ver cuál
de los incendios apagaba primero. En adelante, quien venga detrás, que se joda.
Los comerciales
padecían un apetito insaciable, a esa altura de los acontecimientos muchos
pensaban que se habían contagiado con algún virus de procedencia desconocida y
de efectos muy particulares.
Diariamente
surgían nuevos trabajos y nuevos clientes eran aceptados, prometiéndoles
cualquier cosa con tal de tenerlos, como si por arte de magia el espacio
aumentara y las máquinas y los hombres se multiplicaran.
Quizás un día,
sorprenderían vistiendo una túnica y con un hombre, un metro de tierra y un
tornillo harían lo mismo que el Señor cuando multiplicó el pan y el pescado,
solucionando de esta forma todas las necesidades operativas sin gastar un peso.
Vana esperanza, la
ilusión nunca se vio satisfecha pese a que los trabajadores pusieron toda su fe
y la mejor de las voluntades acompañó las plegarias.
Cuenta la leyenda
que el “Mago de los Gremios” enojado por la mansedumbre de aquellos hombres del
puerto, castigó a Los Supervisores y a sus equipos.
Del castigo y sus
resultados nada se sabe, todo lo escrito con relación al puerto fue
convenientemente borrado de los archivos y olvidado. Lo único que queda de
aquella época son galpones abandonados, hierros oxidados, algunos bolsillos
abultados y grandes espacios cubiertos de malezas en espera que los embargos
terminen y los interminables juicios algún día permitan que la ciudad recupere
un espacio que sin duda alguna le pertenece.
Guillermo Ferrer
Sánchez
Buenos
Aires-Argentina
2009-08-19
xxxxxxxxxx
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