lunes, 31 de enero de 2022

BUENOS AIRES, UN DIA EN EL PUERTO. (I)



BUENOS AIRES, UN DIA EN EL PUERTO.  (I)



Por Guillermo Ferrer Sánchez

Juan dormitaba en la camioneta, a su lado los listados y los planos de las plazoletas descansaban confundidos. La radio dejaba escuchar las voces de los controladores y maquinistas enfrascados en su trabajo. Estacionó bajo un poste del alumbrado, la intensa luz se reflejaba en la blanca pintura y podía ser visto a distancia. Por si acaso, la baliza también señalaba su presencia. La precaución era necesaria, el relevo de los camioneros casi no existía y después de tantas horas de trabajo continuado, algún conductor agotado o medio dormido podía perder el control y ambos despertarían en la camilla de algún hospital cercano en el mejor de los casos.

 

La faena comenzó temprano en la mañana de ese Domingo, hoy trabajarían doce horas permitiendo descansar a uno de los tres grupos que rotaban su horario semanalmente. La mala noticia era que el personal “fuera de convenio” no cobraba un centavo por la carga de trabajo extra.

 

Por el número de Líneas Marítimas que había tomado la Terminal como punto de transferencia, la cantidad de movimientos de contenedores (teus) iba más allá de las posibilidades del equipamiento, de los recursos humanos y de la superficie que disponían, pero todo esto era un pequeño detalle sin importancia comparado con el volumen que llegarían a mover y los dividendos que se producirían.

Que habría un poquitín de caos, es verdad. Que el personal trabajaría con la lengua afuera, es verdad, pero: ¿A quién hace daño esto? Además, si a alguien le importara ¿Qué podrían hacer, sino meterse la lengua en el orto?

 

Se habilitó el Depósito Fiscal que operaria en los consolidados para el próximo buque, ingreso de exportación, entrega de importación y remisiones internas que cada día incrementaban su número a cifras más que importantes.

Las estibas de contenedores vacíos crecían desenfrenadamente- limitando el área operativa- esperando que sus operadores los pusieran en movimiento. A diferencia de Brasil y Uruguay los equipos no podían permanecer indefinidamente en la zona Primaria y cumplido un corto plazo tendrían que ser utilizados o reembarcados. Tema discutido hasta el cansancio por el inconveniente económico que producía la medida a los exportadores, todos lo entendían, pero La Aduana no consideraba necesario cambiar la Legislación, defendiendo intereses que solo ellos comprendían.

 

La confusión creada por los camiones de tantas operativas diferentes, dificultaba el control, el seguimiento de las máquinas y favorecía el posicionamiento de los contenedores donde pudieran hacerlo. Muchas veces eran descargados en lugares de emergencia sin tomar el recaudo necesario. Su posición al no quedar registrada ocasionaba serios problemas con los consignatarios de los equipos e incrementaba los trabajos que se dejaban pendientes y acumulaban para “otro momento”.

 

Como solución a la falta de capacidad para organizar la operativa general de la terminal, los jefes intermedios trasladaban los problemas de un turno a otro hasta que eclosionaban y al que le tocaba la crisis debía resolver el problema.

 

Los “Gate” no daban abasto y los oficiales de prefectura intentaban organizar las filas de ingreso que al aumentar su número imposibilitaban un control efectivo. El abarrote continuaba dentro de la instalación que a su vez impedía a los camiones involucrados en la descarga y carga del buque hacer un trabajo eficiente.

 

Frente a las oficinas de facturación, los camiones cargados aguardaban que los chóferes terminaran de recibir la documentación de salida de la Zona Primaria y poder dirigirse a plaza. Fuera del cercado, personal de Prefectura revisaban la documentación de la carga y la habilitación de los camiones, algunos quedaban retenidos esperando al agente de transporte para salir del mal paso.

 

Rubén era el encargado de la Plazoleta de Importación, entre él y Juan se repartían los hombres y los equipos, pero lo de este día era demasiado y cada uno trataba de salvar “su” labor a cualquier precio. Después de más de diez horas de caos, se sentó unos minutos para reposar los pies. Marito le cebó un mate y el amargo líquido calentó un poco su cansado cuerpo.

 

Enormes gotas de sudor, hijas de su carrera por toda la terminal lo cubrían, sus nervios alterados por la presión constante del trabajo minaron su salud. Hace poco tuvo una crisis y descansó por prescripción del médico de la ART más de una semana.

Los jefes reían a sus espaldas y se mofaban, contando chistes acerca de su estado, como si fuese un soldado que no podía soportar el rigor de una batalla en lugar de un hombre que trabajaba para recibir un salario, pero no para que su salud se viera afectada por un abuso oportunista.

 

Miro con preocupación los camiones que cerraban el paso a la descarga del buque, presto atención a la voz alterada de su supervisor preguntando: -¿Qué sucede, por qué los camiones no regresan? ¿Qué pasa? - y un fuerte improperio se escuchó por la radio. El personal de vigilancia trato de organizarlos, era imposible.

Maldijo en silencio la habilidad de los portiqueros. La fantasía heroica de a mano limpia empujar el cercado para tener más espacio para camiones y contenedores era la única solución posible que daba su mente agotada por aquella locura en que vivían.

Una idea peregrina lo hizo sonreír. Que bien se verían sus jefes con un candil en la mano buscando en las altas y apretadas estibas equipos desaparecidos por falta de apuntadores para controlarlos. Programar el descanso de sus hombres sin posibilidad de cubrir el puesto de trabajo por falta de personal. Que esperarán una máquina que nunca llega, mientras los clientes gritan y se agitan a su alrededor por no recibir el servicio por el cual pagaron una fortuna. Sería lindo- pensó- Estaba más que cansado, frustrado de hacer un trabajo contratado por otros a los que no importaba si era factible hacerlo o no.

 

Desde hacía mucho el rigor sobrepasaba la mejor voluntad de aquellos hombres del puerto. Secó su frente y recordó que cuando trataba de hablar con sus jefes, encontraba oídos sordos y rostros adornados con una sonrisa cansada y desdeñosa. Bueno-dijo para si- Ellos nada pueden hacer ¿Que podré hacer yo?

 

Sus ojos agotados recorrieron el listado de las verificaciones que debía posicionar, con tanto trajín no pudo hacerlo, lo trasladaría inconcluso al otro turno como si fuese una bomba de tiempo ¿Qué decirles a los clientes cuando reclamen en la mañana? ¿Cómo explicar que tuvo más trabajo del que podía hacer? ¿A quién pedir ayuda o un poco, aunque solo sea un poco de mesura?

 

¿Por qué no se decidían? ¿Qué había ocurrido? ¿Cuándo fue el quiebre en que creyeron que preocuparse solo de sí mismo era lo correcto? ¿Cuándo dejo de importarles los problemas de sus compañeros? ¿Cuándo cayeron en la trampa de sentirse parte de una organización que los utilizaba?

Si se agremiaban, tocarles el culo se haría mucho más difícil. Ahora, solo podían agachar la cabeza y aceptar las ordenes más absurdas mansamente. Mientras “más manso”, “menos problemático” para sus jefes, los ascensos de cargo y el incremento de “beneficios particulares” vendrían fácilmente a aquellos que guardasen la lengua e hicieran de una sonrisa aduladora y estúpida su mejor arma.

 

Llevaba muchos años en el puerto, la época en que cobraban horas extras, nocturnidad, trabajo pesado e insalubre eran un recuerdo lejano. Las privatizaciones y las componendas de los noventa eliminaron las conquistas que otros hombres habían ganado y que ellos no tuvieron el sentido común y el coraje de defender.

 

Miró hacia el muelle, a lo lejos se anunciaban las luces de un nuevo buque que atracaba, complicando más aun- si era posible- la tela de araña que los envolvía. Apretó los dientes y una injuria se ahogó en sus labios apretados. Una lágrima de ira e impotencia descendió serpenteando por su curtida piel, dibujando una huella húmeda y desagradable cual monumento a una indignidad mansamente aceptada

 

Guillermo Ferrer Sánchez

Buenos Aires-Argentina

2009-08-19

 

 

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