AGREGADO DE CUBIERTA
Transcurría el año
1977 cuando la M/N Jiguani me recibió como agregado de cubierta. Allí dio
inicio la etapa náutica de mi vida, que duraría hasta mi llegada a Puerto
Madryn en el año 1994. Mi primer destino fue el puerto de Tokio.
Días después de mi
llegada fui llamado por el Capitán del buque, que me preguntó si pertenecía a
la promoción de los electronavegantes. Puesto que le contesté afirmativamente,
me invitó a su camarote, donde esperaba un pequeño grupo que sin perder tiempo
entró en detalle.
Un antiguo
compañero de la especialidad llamado Orledo, estaba en otro buque atracado en
puerto y su Capitán quería quitárselo de encima pasándolo al nuestro para su
vuelta a Cuba. Contó que estaba muy nervioso, que había amenazado a otro
tripulante, que se había encerrado en su camarote... en fin, que lo ayudara.
Conociendo a
Orledo no me extrañó lo que pasaba y me ofrecí para lo que fuese útil. La cosa
era ir al camarote donde el oso estaba acuartelado con una navaja en mano que
por sus dimensiones habría hecho feliz a cualquier gitano taconeador de
charangos y convencerlo de que continuara el viaje con nosotros.
Así lo hice.
Parece que ya por entonces tenía dote de trabajador político o de negociador.
Al reconocer que era yo quien tocaba a su puerta abrió. Estaba tan flaco y
ojeroso que daba lástima, pero conservaba el mismo carácter de mierda de
siempre. Nos abrazamos, lo contuve en su ira y luego de llevarlo a bordo del
Jiguani me contó su versión de la historia.
Uno de los radares
se había averiado y como llegaban a la zona de tráfico en aguas territoriales
japonesas, era imprescindible ponerlo en servicio. Pese al mal tiempo mi amigo
tuvo la mala idea de cambiar la pantalla sin que el mar le mostrara su lado más
amable. Con el jaleo de la marejada tambaleó y el repuesto voló de sus manos
convirtiendo en añicos la esperanza del Capitán, dejando al buque tuerto en
condiciones de navegación precarias.
Los tripulantes,
que no conocían a Orledo lo suficiente, tuvieron la peregrina idea de comenzar
a joderlo y le hicieron creer que el Secretario del Partido, el Capitán y
algunos oficiales se habían confabulado para arruinarle la carrera. Mi amigo,
introvertido como pocos, desconfiado y de carácter sanguíneo, tomó viaje y de
los vericuetos de su cerebro recalentado por las condiciones de vida de los
marinos, surgió la idea de ajustar cuentas por mano propia.
Preparó un plan
para ir ajusticiando al grupo que imaginó como responsable de su destrucción.
Una noche, aguardo silencioso que el Secretario del Partido terminara su
reunión habitual con el Capitán, siempre matizada con los chismes de abordo y
por alguna que otra copita de ron. Cuando bajó el objetivo de su desvelo por el
camino habitual, lo interceptó y lo invitó a que lo acompañara a una cubierta
que quedaba fuera de las miradas curiosas de los demás tripulantes. El
Secretario del Partido, pensó que le iba a pedir ayuda, consejo y que su
verborrea demagógica lo ayudaría como era usual. Pero al llegar al lugar
elegido por Orledo éste volteó sobre sí mismo y le lanzó entre los pies un
cuchillo tamaño baño, increpándolo para que lo tomara en sus manos y las
huellas demostraran que le había dando la oportunidad de defenderse.
El Secretario,
hombre de mente rápida y lúcida, captó la idea de inmediato, aun antes que las
palabras llegasen a sus oídos y midió la distancia. La luz de la luna que
reflejaba en el filo de la navaja apuntando a su estomago lo motivó a tomar
velocidad Match 3 partiendo de cero y comenzó a mover los pies en dirección
opuesta sin girar el torso y con los ojos hipnotizados por el destello que lo
perseguía rompió a correr sin preocuparse del honor que abandonaba en la
desierta cubierta de aquel buque.
Si han visto
correr a un negro en las olimpíadas, podrán hacerse una pálida idea de lo que
allí sucedió. El hombre del partido batió todas las marcas, incluidas las que
estaban por venir, devorando la distancia hacia la meta que para él era la
enfermería, lugar al que llegó con los pulmones estallando, cerró la puerta
estanca con traba y candado y empezó a dar gritos pidiendo ayuda para salir con
cabeza del problema. Cuando al fin pudieron, a mi amigo le administraron un
sedante y el resto es historia conocida.
Siempre nos
habíamos llevado bien. Compañeros en la agricultura, nuestras literas estaban
cerca en el pabellón que albergó a la promoción y cuando practicamos boxeo, nos
dimos muchas trompadas usando como guantes toallas envolviéndonos los puños,
con el fondo ruidoso de los gritos de los demás cadetes para que nuestro empuje
no menguara.
El boxing informal
se hizo popular y muchos comenzaron a entrar en el círculo, hasta que el
oficial a cargo del batallón, observó con preocupación lo que estaba ocurriendo
en las cercanías de los armeros donde se guardaban nuestros fusiles. De ahí que
el oficial decidió detener aquellas prácticas, terminar con las peleas y nos
regreso a prácticas de deportes menos comprometidos.
Orledo embarcó con
nosotros y a partir de ese momento fuimos inseparables. Armamos un gimnasio y
la mayor parte de la tarde transcurría ejercitándonos. Recordando épocas de la
Academia endurecíamos las manos caso de tener la obligación de “acariciar” la
cara de algún tripulante. En el calor de tal tipo de entrenamiento y con los
malos consejos de tanto tiempo libre a bordo, se nos ocurrió entrenar con arma
blanca y estuvimos varios días con las fintas y los quiebres hasta que nos
propusimos dar un poco de realismo. Libramos los aceros de las cuchillas y
cuidando no trincharnos continuamos con el ejercicio como práctica cotidiana,
hasta que un ojo confidente nos vio y corrió a dar la noticia al Capitán
Sardiñas –Carlos-, que subió a la cubierta y al vernos se puso verde.
Nos invitó a pasar
a su camarote y luego de una larga conversación regada con whisky, se declaró
nuestro amigo y pidió que dejáramos de lado la esgrima hasta regresar a La
Habana para tranquilidad del resto de los tripulantes que no entendían nuestra
dedicación por el deporte. Le dimos el gusto y el viaje resultó magnífico y
sereno, sin ninguna marejada ni ola que perturbara la navegación ni nuestra
vida a bordo. No está de más decir que, durante todo el trayecto, a nadie se le
ocurrió andar jodiendo con nosotros.
“¡Ahora, a formar
filas! ¡Con esperar, allá en lo hondo del alma, no se fundan pueblos! Delante
de mí vuelvo a ver los pabellones, dando órdenes; y me parece que el mar que de
allá viene, cargado de esperanza y de dolor, rompe la valla de la tierra ajena
en que vivimos, y revienta contra esas puertas sus olas alborotadas”. José
Martí
Guillermo Ferrer
Sanchez.
Buenos
Aires..Argentina.
2009-04-01
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