Por Guillermo Ferrer Sánchez.
Hace algún tiempo mi buque arribó a Puerto Madryn y
allí, en un día del mes de Julio de 1994, tomé la sabia y reprimida decisión de
mandarlo todo al carajo. Era una fría y lluviosa –pero para mí alegre–,
madrugada de un inolvidable invierno argentino. Tomé mi maletín como estandarte
y abandoné en silencio la querida nave donde dejaba gratos recuerdos y las
ilusiones de una parte importante de mi vida. Me hubiera gustado – ¿para qué
negarlo?– despedirme de mis antiguos compañeros y ser testigo principal del
verborreico puteo caribeño que aumenta su agudeza cuando se adereza con una
pizca de buen condimento político. Digamos la verdad, mi instinto de
conservación y el profundo conocimiento de las almas marineras me sugirieron
que dejara ipso facto la atracadera de mierda para mejor ocasión. ¿Qué le vamos
a hacer? Hay que tener paciencia y les aseguro, queridos amigos, que nosotros
hemos aprendido con sangre esa lección.
La oportuna llegada de un taxi que vagaba displicente
por las calles apenas iluminadas, me apartó de un plumazo de tan profundas
reflexiones. Miré la luz salvadora que guiñaba alegre y cómplice, como sabiendo
de mi difícil situación. En el portalón del buque soplaba un frío de muerte y
el vigilante de guardia no se encontraba en su puesto. ¡Pobre hombre! Sabrá
Dios el mal rato que le habrán hecho pasar cuando descubrieron quién debió
haber estado en ese lugar cuando pasé en busca de mejores aires. Nuestros
marinos, al igual que cualquier cubano, siempre está a la espera de ser atacado
por ese enemigo terrible y siempre al acecho en los más recónditos recovecos de
nuestras calenturientas y exaltadas mentes, que nos hace ver un enemigo en
cualquier viandante o un submarino en la más tranquila de las focas. Por eso,
la guardia en el portalón, se convirtió en un castigo que todos estábamos obligados
a padecer, a pesar de ser una carga insoportable sumada a la ya complicada vida
laboral de abordo.
Cansado de tanto ajetreo y pendejadas, como un general que analiza el campo de batalla y observa adónde y cómo puede hacer polvo al enemigo antes que lo hagan polvo a él, miré con la sabiduría de quien está por mandar todo a la mierda, el mural, ese adminículo permanente de propaganda, lleno de consignas, fechas históricas, dibujitos y mucha, muchísima literatura que trataba de explicar con la tozudez de un vasco obcecado, lo bien que nos iba a nosotros pese a estar con el culo roto y muertos de hambre y lo mal que la pasaban nuestros archienemigos imperialistas Con el ánimo que da la decisión y luego de tantos años de estar enganchado en la bobería oficialista desembarqué, dejando en prueba de mi honradez la carretilla donde apoyé mis maltratadas e hinchadas pelotas, en las cercanías de la Escala Real. Llegué al taxi y luego de poner a recaudo mis exiguas pertenencias, dejé la puerta abierta, giré y miré por última vez hacia atrás, donde la huella de mis pasos había quedado marcada en el sendero húmedo y me permití darme el gusto de hacer un último y elegante corte de manga antes de mandarlos a todos a la puta que los parió, sin dejar de estar alerta y observando con atención el que algún objeto contundente no estuviera trazando una parábola perfecta hacia algún punto importante de mi humanidad que, en ese momento, se encontraba en franca retirada Al fin había partido. No sé cómo describir la felicidad que me embargaba, el gran alivio que sentí en ese momento.
Tenía trescientos dólares estadounidenses en el
bolsillo y un cagazo como no había experimentado antes. Mi única compañía era
el empuje que da la adrenalina cuando se está por entrar al combate, y poco
importa si gana o pierde, el placer de haber tomado la decisión de luchar por
una nueva vida marcaría mi camino. Mientras el taxi me llevaba a la ciudad hice
un balance involuntario de mi vida. Haber tenido el privilegio de padecer la
comemierdada izquierdista desde la edad de nueve años, y haberla resistido y
sobrevivido, era algo como para enorgullecer a cualquiera. Y lo que es peor,
haberme embarcado en lo que luego devino en una peligrosa plaga para todo el
país, hecho que podría complacer las fantasías más inconfesables de cualquier
faquir en ayuno perpetuo.
Con mi salto del buque al muelle comenzó mi segunda
vida. Y me permito llamarla así porque, tiempo mas tarde, casi quedo como
cliente permanente en el cementerio de la Chacarita, en esta querida tierra que
me acogió. Pero esto forma parte de otra historia y quizás de otras anécdotas.
Guillermo Ferrer Sánchez.
Buenos Aires.. Argentina.
2009-03-14
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