BUENOS AIRES, UN
DIA EN EL PUERTO. (III)
El hombre pasó su
mano por encima del escritorio como si buscase algo de polvo para eliminarlo. Tenía
que recibir de nuevo en su equipo a una persona que nunca fue de su agrado. Aunque
lo conocía, no soportaba su forma de ser, le incomodaba la expresión del rostro
cuando le daba una orden, haciéndole sentir que decía una estupidez. Dejaba
traslucir su descontento con todo descaro en lugar de asentir complaciente y no
emitir el más leve sonido. Solo tenía que hacer lo que le mandaban y nada mas
¿Es tan difícil? De todas formas, lo tendría bajo su mando y le apretaría las
tuercas. El otro a su lado era su igual y entre ambos dirigían un sector de
aquella instalación. Los demás, sabían que como técnicos eran mediocres, pero
gozaban del apoyo del jefe del área y eso era lo importante.
Marcelo se acomodó
en la silla y esperó a que los dos hombres terminaran de arreglar el escritorio
y hacerle comprender que eran sus superiores. Sabía que no les agradaba, pero
el trabajo le hacía falta y tenía que hacer un llamado a su paciencia. Pensó en
las dos urracas y rio entre dientes. Soportó la letanía de los dos inútiles
recordándole como trabajaba la empresa -él
había comenzado antes que ellos- los miró a los ojos cuando dijeron: “Tienes
que ponerte la camiseta, es el estilo de la Compañía”. Marcelo dijo para sí:
¿Qué será ponerse la camiseta para estos estúpidos? Recordó el camino que lo
había llevado a esa oficina. Mientras las urracas seguían con su parloteo a su
mente vino un recuerdo cercano.
La huelga y el
boicot se habían instalado varias semanas atrás. Se buscó mano de obra ajena al
gremio en conflicto y a duras penas continuaron las operaciones del puerto.
Gente de las villas cercanas obstruyeron los portones y sitiaron los accesos.
Personal de la policía y prefectura lograron un orden relativo y frágil entre
las partes en conflicto.
Las negociaciones -si
es que podían llamarse así-estaban paralizadas y en peligro de abortar. Los
puestos de trabajo de más de quinientas personas y una inversión millonaria
estaban a punto de desaparecer.
A los niveles
medios llegaban señales distorsionadas por información insuficiente o por falta
de capacidad de los que dirigían. Por la noche, mientras los estibadores
operaban los buques, las piedras y las balas golpeaban las paredes y techos de
los altos galpones del puerto. Desde la ciudad se podían escuchar las
explosiones y los disparos, en los noticieros locales más allá de detalles
mínimos nada importante parecía suceder.
La tensión
aumentaba con el pasar de los días. Algunas noches, muchos quedaban dentro del
cercado y armados esperaban intranquilos que la amenaza de tomar la instalación
a la fuerza no se cumpliera. Unos más que otros estaban decididos a defenderse,
no permitirían que la turba al amparo de la oscuridad los agrediera sin
respuesta.
Marcelo despertó
inquieto apretando el mango de la pistola. Escuchó con atención el ruido de la
noche y verificó que la radio estaba encendida. Observó a los hombres que
descansaban vestidos y el silencio le trajo un poco de calma. Los defendería a
cualquier precio, el conflicto para algunos se había convertido en algo
personal. Revisó el cargador, martilló la pistola y palpó en la oscuridad los
cargadores de repuesto, los tenía a su alcance, cerró los ojos e intento
descansar. Una sensación de seguridad y poder lo recorrió y lo mantuvo alerta.
En un galpón abandonado la había probado y estaba seguro de su funcionamiento
si tenía que usarla.
Varios de sus
hombres habían sido golpeados y amenazadas sus vidas. Días atrás, durante la
noche incendiaron un colectivo en que movilizaban al personal y dispararon a la
puerta de la vivienda de un directivo del puerto: mal anda las cosas -pensó-
Movió la cabeza y recordó los gritos de los estudiantes insultándolo,
llamándolo “gusano” como referencia a un conflicto lejano y ajeno, sin reparar
en que eran groseramente manipulados. Maravillosa virtud de la juventud en su
entrega total y cándida, que podía llevarlos a cualquier locura gloriosa -recordó
momentos de la suya y suspiró nostálgico-, de todas formas, si se le cruzaban
no dudaría en lo que tenía que hacer.
A una compañera de
la oficina le dispararon un cohete que le estalló cerca del cuello, la chica se
puso histérica y lloró asustada por la agresión. La policía miró hacia otro
lado, no intervino y continuó tomado mate tranquilamente con los huelguistas
sin reparar en nada. Era una mala señal.
Una madrugada
permitió la entrada a unos dirigentes sindicales con la promesa de que
terminarían un buque que debía salir con urgencia. Los estibadores se reunieron
y tuvo que ir a ver cuál era su decisión. Lo pensó, dejo el arma en el coche y
fue a hablar con los hombres reunidos al resguardo de las sombras de la
madrugada. Cuando lo vieron, se volvieron agresivos, el abrió la camisa y les
dijo que estaba desarmado y que no lo acompañaba nadie, solo quería saber si
trabajarían o no. Lo midieron durante un rato, su suerte dependía de que alguno
no estuviera borracho o drogado, finalmente le dijeron que no trabajarían y lo
dejaron ir. No repetiría nunca más la experiencia ni tentaría su suerte.
Si fuera por él
habría atacado al núcleo duro del sindicato, obligando a las autoridades a
intervenir, pero no era su decisión y veía intranquilo como la otra parte al no
encontrar respuesta se envalentonaba y aumentaba la presión cada día más:
pensaran que somos flojos o algo peor -dijo enojado-
El día anterior
intentaron extraer unas mercaderías del depósito y los camioneros que estaban
en el interior del cercado y que tenían cortado el movimiento interno, trataron
de bloquearlos. Él con los hombres de su turno les cortaron el paso con las máquinas
y armados con palos y herramientas los esperaron a pie firme. Los huelguistas
pararon en seco, no comprendían como aquellos hombres los enfrentaban,
preguntaron si estaban locos, ellos eran muchos más, sin respuesta el grupo del
puerto mantuvo la línea y esperó. Un oficial de prefectura escopeta en mano
seguido de sus hombres se interpuso gritando que los metería a todos presos.
Interpeló a Marcelo, este lo miró tranquilo y respondió que ellos también
tenían sangre en las venas y que la paciencia tenía un límite. El oficial lo
observó en silencio, maldijo por lo bajo y ordenó que no se repitiera más el
incidente. A partir de ahí fue tratado con recelo.
Se levantó, no
podía dormir, a lo lejos se escuchaban las explosiones de los petardos y los
gritos. Montó al auto y con las luces apagadas recorrió la instalación, siempre
con la pistola a su lado. Estacionó en una de las garitas, compartió unos mates
y esperó la mañana que anunciaba un nuevo día de conflicto.
El turno que los
relevaba pudo entrar con custodia policial. Ya habían movido personal en
lanchas y hasta en helicóptero, pero nada era suficiente para llegar a un
acuerdo que los regresara a la normalidad. Se preparó para ir a su casa y
aguardó el taxi que le prometieron.
El rubio, llegó un
día y se hizo cargo de proteger las oficinas y otros temas de seguridad, era un
tipo atlético y se veía preparado por si algo “físico” se producía. Mientras
Marcelo esperaba, el rubio sacaba a dos trabajadores, lo invitó y como el taxi
demoraba decidió acompañarlos.
Se abrieron los
portones y los cuatro hombres tomaron el camino a la ciudad, los huelguistas
gritaron al verlos salir y un auto gris los siguió a corta distancia. Marcelo y
el rubio se miraron, los otros dos comenzaron a temblar en el asiento trasero.
Las golpizas y las amenazas eran frecuentes y podía tocarle a cualquiera en
cualquier momento. No se conocían, Marcelo preparó su pistola y el rubio
comprendió con la mirada que da la experiencia, no hablaron, no era necesario.
El coche recorrió
varias calles sin poder eludir a los chicos del sindicato. Cerca de la casa de
Marcelo, donde aguardaba intranquila su esposa, pararon por el semáforo y los
del sindicato a plena luz del día se acercaron armados a las ventanillas. El
rubio y Marcelo esperaron, los otros dos se agitaron en silencio. Cambiaron las
luces y la persecución continuó. En una calle cercana, desierta y aprovechando
el estacionamiento de los autos, Marcelo descendió y por la acera se dirigió en
el sentido que venía el otro auto mientras el rubio con su arma lista para
intervenir se alejaba lentamente sin perder de vista lo que sucedía. Las
pistolas se agazaparon impacientes. Los perseguidores miraron al hombre que
caminaba por la acera, dudaron y por un motivo que nunca sabremos prefirieron
continuar la presión sobre el coche.
La crónica roja de
la Chicago Argentina estuvo a punto de llenar sus páginas con la sangre de los
soldados de un conflicto que finalmente llevó a la destrucción de un proyecto y
a la hambruna de incontables familias del puerto. Todavía hoy después de tantos
años, cuando se leen las noticias de la época, es imposible comprender: ¿Que
sucedió? ¿Cuáles fueron las responsabilidades? ¿Quiénes se beneficiaron? ¿Por
qué los representantes de los partidos políticos no se involucraron? ¿Por qué
no fue motivo de investigación periodística pese a la importancia del tema? Fue
una noticia parcial de una ciudad que se encuentra a solo trescientos
kilómetros de Buenos Aires. ¿Por qué? ¿Alguien lo puede explicar?
Bueno -dijeron al
unísono las urracas- Esperamos que comprendas cual es el estilo y recuerda que
la consigna es: ¡Hay que ponerse la camiseta! -repitieron innecesariamente- y
dieron por terminada la reunión. Marcelo se levantó lentamente, se despidió y
en el estacionamiento esperó el transporte que lo llevaría a su nuevo destino,
pensó: ¿Qué decían de ponerse la camiseta? Su rostro se endureció y las arrugas
que contorneaban sus ojos se acentuaron. Malhumorado, se aclaró la garganta y
lanzó un fuerte escupitajo, provocando una ligera nubecilla en el polvo como
única respuesta.
Buenos Aires-Argentina
2009-08-19
xxxxxxxxxx
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