domingo, 6 de febrero de 2022

BUENOS AIRES, UN DIA EN EL PUERTO. (III)


BUENOS AIRES, UN DIA EN EL PUERTO. (III)




Por Guillermo Ferrer Sánchez

 

El hombre pasó su mano por encima del escritorio como si buscase algo de polvo para eliminarlo. Tenía que recibir de nuevo en su equipo a una persona que nunca fue de su agrado. Aunque lo conocía, no soportaba su forma de ser, le incomodaba la expresión del rostro cuando le daba una orden, haciéndole sentir que decía una estupidez. Dejaba traslucir su descontento con todo descaro en lugar de asentir complaciente y no emitir el más leve sonido. Solo tenía que hacer lo que le mandaban y nada mas ¿Es tan difícil? De todas formas, lo tendría bajo su mando y le apretaría las tuercas. El otro a su lado era su igual y entre ambos dirigían un sector de aquella instalación. Los demás, sabían que como técnicos eran mediocres, pero gozaban del apoyo del jefe del área y eso era lo importante.

Marcelo se acomodó en la silla y esperó a que los dos hombres terminaran de arreglar el escritorio y hacerle comprender que eran sus superiores. Sabía que no les agradaba, pero el trabajo le hacía falta y tenía que hacer un llamado a su paciencia. Pensó en las dos urracas y rio entre dientes. Soportó la letanía de los dos inútiles recordándole como trabajaba la empresa   -él había comenzado antes que ellos- los miró a los ojos cuando dijeron: “Tienes que ponerte la camiseta, es el estilo de la Compañía”. Marcelo dijo para sí: ¿Qué será ponerse la camiseta para estos estúpidos? Recordó el camino que lo había llevado a esa oficina. Mientras las urracas seguían con su parloteo a su mente vino un recuerdo cercano.

 

La huelga y el boicot se habían instalado varias semanas atrás. Se buscó mano de obra ajena al gremio en conflicto y a duras penas continuaron las operaciones del puerto. Gente de las villas cercanas obstruyeron los portones y sitiaron los accesos. Personal de la policía y prefectura lograron un orden relativo y frágil entre las partes en conflicto.

Las negociaciones -si es que podían llamarse así-estaban paralizadas y en peligro de abortar. Los puestos de trabajo de más de quinientas personas y una inversión millonaria estaban a punto de desaparecer.

A los niveles medios llegaban señales distorsionadas por información insuficiente o por falta de capacidad de los que dirigían. Por la noche, mientras los estibadores operaban los buques, las piedras y las balas golpeaban las paredes y techos de los altos galpones del puerto. Desde la ciudad se podían escuchar las explosiones y los disparos, en los noticieros locales más allá de detalles mínimos nada importante parecía suceder.

La tensión aumentaba con el pasar de los días. Algunas noches, muchos quedaban dentro del cercado y armados esperaban intranquilos que la amenaza de tomar la instalación a la fuerza no se cumpliera. Unos más que otros estaban decididos a defenderse, no permitirían que la turba al amparo de la oscuridad los agrediera sin respuesta.

Marcelo despertó inquieto apretando el mango de la pistola. Escuchó con atención el ruido de la noche y verificó que la radio estaba encendida. Observó a los hombres que descansaban vestidos y el silencio le trajo un poco de calma. Los defendería a cualquier precio, el conflicto para algunos se había convertido en algo personal. Revisó el cargador, martilló la pistola y palpó en la oscuridad los cargadores de repuesto, los tenía a su alcance, cerró los ojos e intento descansar. Una sensación de seguridad y poder lo recorrió y lo mantuvo alerta. En un galpón abandonado la había probado y estaba seguro de su funcionamiento si tenía que usarla.

Varios de sus hombres habían sido golpeados y amenazadas sus vidas. Días atrás, durante la noche incendiaron un colectivo en que movilizaban al personal y dispararon a la puerta de la vivienda de un directivo del puerto: mal anda las cosas -pensó- Movió la cabeza y recordó los gritos de los estudiantes insultándolo, llamándolo “gusano” como referencia a un conflicto lejano y ajeno, sin reparar en que eran groseramente manipulados. Maravillosa virtud de la juventud en su entrega total y cándida, que podía llevarlos a cualquier locura gloriosa -recordó momentos de la suya y suspiró nostálgico-, de todas formas, si se le cruzaban no dudaría en lo que tenía que hacer.

A una compañera de la oficina le dispararon un cohete que le estalló cerca del cuello, la chica se puso histérica y lloró asustada por la agresión. La policía miró hacia otro lado, no intervino y continuó tomado mate tranquilamente con los huelguistas sin reparar en nada. Era una mala señal.

Una madrugada permitió la entrada a unos dirigentes sindicales con la promesa de que terminarían un buque que debía salir con urgencia. Los estibadores se reunieron y tuvo que ir a ver cuál era su decisión. Lo pensó, dejo el arma en el coche y fue a hablar con los hombres reunidos al resguardo de las sombras de la madrugada. Cuando lo vieron, se volvieron agresivos, el abrió la camisa y les dijo que estaba desarmado y que no lo acompañaba nadie, solo quería saber si trabajarían o no. Lo midieron durante un rato, su suerte dependía de que alguno no estuviera borracho o drogado, finalmente le dijeron que no trabajarían y lo dejaron ir. No repetiría nunca más la experiencia ni tentaría su suerte.

Si fuera por él habría atacado al núcleo duro del sindicato, obligando a las autoridades a intervenir, pero no era su decisión y veía intranquilo como la otra parte al no encontrar respuesta se envalentonaba y aumentaba la presión cada día más: pensaran que somos flojos o algo peor -dijo enojado-

El día anterior intentaron extraer unas mercaderías del depósito y los camioneros que estaban en el interior del cercado y que tenían cortado el movimiento interno, trataron de bloquearlos. Él con los hombres de su turno les cortaron el paso con las máquinas y armados con palos y herramientas los esperaron a pie firme. Los huelguistas pararon en seco, no comprendían como aquellos hombres los enfrentaban, preguntaron si estaban locos, ellos eran muchos más, sin respuesta el grupo del puerto mantuvo la línea y esperó. Un oficial de prefectura escopeta en mano seguido de sus hombres se interpuso gritando que los metería a todos presos. Interpeló a Marcelo, este lo miró tranquilo y respondió que ellos también tenían sangre en las venas y que la paciencia tenía un límite. El oficial lo observó en silencio, maldijo por lo bajo y ordenó que no se repitiera más el incidente. A partir de ahí fue tratado con recelo.

Se levantó, no podía dormir, a lo lejos se escuchaban las explosiones de los petardos y los gritos. Montó al auto y con las luces apagadas recorrió la instalación, siempre con la pistola a su lado. Estacionó en una de las garitas, compartió unos mates y esperó la mañana que anunciaba un nuevo día de conflicto.

El turno que los relevaba pudo entrar con custodia policial. Ya habían movido personal en lanchas y hasta en helicóptero, pero nada era suficiente para llegar a un acuerdo que los regresara a la normalidad. Se preparó para ir a su casa y aguardó el taxi que le prometieron.

El rubio, llegó un día y se hizo cargo de proteger las oficinas y otros temas de seguridad, era un tipo atlético y se veía preparado por si algo “físico” se producía. Mientras Marcelo esperaba, el rubio sacaba a dos trabajadores, lo invitó y como el taxi demoraba decidió acompañarlos.

Se abrieron los portones y los cuatro hombres tomaron el camino a la ciudad, los huelguistas gritaron al verlos salir y un auto gris los siguió a corta distancia. Marcelo y el rubio se miraron, los otros dos comenzaron a temblar en el asiento trasero. Las golpizas y las amenazas eran frecuentes y podía tocarle a cualquiera en cualquier momento. No se conocían, Marcelo preparó su pistola y el rubio comprendió con la mirada que da la experiencia, no hablaron, no era necesario.

El coche recorrió varias calles sin poder eludir a los chicos del sindicato. Cerca de la casa de Marcelo, donde aguardaba intranquila su esposa, pararon por el semáforo y los del sindicato a plena luz del día se acercaron armados a las ventanillas. El rubio y Marcelo esperaron, los otros dos se agitaron en silencio. Cambiaron las luces y la persecución continuó. En una calle cercana, desierta y aprovechando el estacionamiento de los autos, Marcelo descendió y por la acera se dirigió en el sentido que venía el otro auto mientras el rubio con su arma lista para intervenir se alejaba lentamente sin perder de vista lo que sucedía. Las pistolas se agazaparon impacientes. Los perseguidores miraron al hombre que caminaba por la acera, dudaron y por un motivo que nunca sabremos prefirieron continuar la presión sobre el coche.

La crónica roja de la Chicago Argentina estuvo a punto de llenar sus páginas con la sangre de los soldados de un conflicto que finalmente llevó a la destrucción de un proyecto y a la hambruna de incontables familias del puerto. Todavía hoy después de tantos años, cuando se leen las noticias de la época, es imposible comprender: ¿Que sucedió? ¿Cuáles fueron las responsabilidades? ¿Quiénes se beneficiaron? ¿Por qué los representantes de los partidos políticos no se involucraron? ¿Por qué no fue motivo de investigación periodística pese a la importancia del tema? Fue una noticia parcial de una ciudad que se encuentra a solo trescientos kilómetros de Buenos Aires. ¿Por qué? ¿Alguien lo puede explicar?

 

Bueno -dijeron al unísono las urracas- Esperamos que comprendas cual es el estilo y recuerda que la consigna es: ¡Hay que ponerse la camiseta! -repitieron innecesariamente- y dieron por terminada la reunión. Marcelo se levantó lentamente, se despidió y en el estacionamiento esperó el transporte que lo llevaría a su nuevo destino, pensó: ¿Qué decían de ponerse la camiseta? Su rostro se endureció y las arrugas que contorneaban sus ojos se acentuaron. Malhumorado, se aclaró la garganta y lanzó un fuerte escupitajo, provocando una ligera nubecilla en el polvo como única respuesta.

 

 

 

Guillermo Ferrer Sánchez

Buenos Aires-Argentina

2009-08-19

 

 

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