miércoles, 12 de enero de 2022

MI ABUELO EL INMIGRANTE.


MI ABUELO EL INMIGRANTE.




Por Guillermo Ferrer Sánchez

 

Alaro es un pequeño pueblo de algún lugar de Mallorca. Cuentan que el apellido de mi abuelo significaba herrero y un Ferrer pirata y otro santo varón adornaron la historia familiar. Tal vez, mi amor por la mar y mi intranquilidad manifiesta a no permanecer mucho tiempo en un mismo lugar las herede del pillo que hizo del Mediterráneo y sus costas escenario habitual de sus fechorías.

Nadie sabe de los primeros años del abuelo. En su juventud, el desierto reclamaba incesante nuevos reclutas para alimentar una guerra que había consumido la vida de muchos de sus paisanos, completamente ajenos a una aventura africana muy lejos de sus preocupaciones pastoriles.

 

Abuelo y un hermano decidieron que cambiar de aire era lo más conveniente. Un día, perdido en el tiempo y olvidado por todos, embarcaron en Barcelona y acariciados por los Alisios y acunados por el balanceo de las olas, la proa del buque rompió las aguas del Atlántico llevándolos a un nuevo destino para sus vidas.

 

El hermano desembarco en Puerto Rico y la familia se separó para siempre, jamás volvieron a encontrarse. Abuelo, por caminos insospechados se enamoró de una bella matancera de Los Arabos. La tomó de la mano y continúo su andar con aquella hermosa joven que había ganado su corazón. En su viaje, llegó a un pueblito de la provincia de Las Villas. En Ranchuelo se detuvo el andar de aquel emigrante, allí construyó su hogar e hizo de Cuba su madre adoptiva.

 

Aurora y el joven mallorquín acunaron cinco hijos, que a su vez tuvieron sus familias y la sangre española se mezcló generosa con la de incontables generaciones de criollos. Los descendientes de aquella pasión se encuentran dispersos por los confines de todo el mundo, como si el viejo pirata nos ordenara continuar siempre hacía un nuevo puerto buscando nuevas e insospechadas aventuras.

Lo conocí con el cabello completamente blanco, cercano a los ochenta años y con una vitalidad que desgraciadamente la generaciones posteriores han ido perdiendo. Hombre de pocas palabras, vestido todo de blanco, pantalón y guayabera impecables y la cabeza cubierta por un fino sombrero.

 

Trabajaba en su zapatería con un hijo, un nieto y un chico del barrio de un corazón inmenso, en casa lo consideraban uno más. Recuerdo al viejo cortando las suelas, con el zapato fuertemente apoyado en su pecho y la obediente chaveta siguiendo ágilmente las ordenes de su habilidosa voluntad.

 

Llega a través del tiempo el olor a cuero y de las pieles almacenadas. El ruido de las máquinas y la figura de abuelo inclinado en su banco de trabajo. El olor de la tinta, el siseo de las poleas y el cerrar de las puertas muy entrada la tarde.

 

Abuelo vivía con mis padres, la casa quedaba justo frente al taller. Yo espiaba a través de las cortinas el ajetreo laborioso de los hombres enfrascados en su trabajo y escuchaba las órdenes del viejo con aquella su voz dulce y cansada. Esperaba que regresara a casa y me regalara una caricia y alguna de aquellas palabras en su lengua natal que nunca llegue a entender y que transmitían la calidez de sonidos extrañamente familiares.

 

Fue perdiendo vigor al enfermarse y su banco quedó vacío. Lo veo con tristeza en su vieja cama y una tos malvada que se negaba a abandonarlo. El pasar de mi madre con las tizanas y los paños calientes para aliviar su agonía. Nunca se quejó, no maldijo, se marchó como deben hacerlo los hombres, entero, sin miedo y sin lágrimas.


Un cura del pueblo lo preparó para su viaje. Nosotros, todos, lo acompañamos en su partida. Estuvimos allí hasta el último momento, cuando dejo escapar su vida y permaneció tranquilo, con la misma expresión dulce y serena de siempre.

 

Su recuerdo me acompaña, a veces me parece verlo sentado a la mesa, tomando la sopa pulcramente, con aquellos movimientos lentos de sus manos rudas, se me aparece como un patriarca rodeado y adorado por los suyos. Luego en la tarde, caminaba por el portal de la casa, los brazos cruzados en su espalda y las manos saludándose suavemente apoyadas en su cintura. Silencioso, algunas veces una palabra en su lengua materna se escapaba y llegaba a nosotros extraña y enigmática. Continuaba callado y pensativo, como si alguien que él solo escuchara lo llamara incesantemente.

 

Al marcharse de mi vida, regaló recuerdos de gran ternura, una sonrisa serena y el contacto de manos ásperas que cariñosamente agitaban mi pelo. Sus historias de España, luego contadas por mi padre, despertaron mis fantasías y hacían imaginar aquella tierra como algo mágico y lejano.

 

Años más tarde, cuando caminaba las calles de Madrid o Barcelona o Burgos, cerraba los ojos y mi niñez regresaba. El abuelo, tomaba mi mano y me mostraba paisajes por el tan queridos y a los que por avatares de su vida jamás regreso.

 

Ahora, luego de más de quince años fuera de Cuba, comprendo su caminar taciturno por aquel portal de la casa de mi infancia y como él, también mis manos se cruzan en la espalda, sueño despierto, regresan imágenes, escucho voces de amigos y parientes que jamás volveré a encontrar.

 

 

 

Guillermo Ferrer Sánchez

Buenos Aires-Argentina

 

 

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