MI ABUELO EL INMIGRANTE.
Por Guillermo Ferrer Sánchez
Alaro es un pequeño pueblo de algún lugar de Mallorca. Cuentan
que el apellido de mi abuelo significaba herrero y un Ferrer pirata y otro
santo varón adornaron la historia familiar. Tal vez, mi amor por la mar y mi
intranquilidad manifiesta a no permanecer mucho tiempo en un mismo lugar las
herede del pillo que hizo del Mediterráneo y sus costas escenario habitual de
sus fechorías.
Nadie sabe de los primeros años del abuelo. En su juventud, el
desierto reclamaba incesante nuevos reclutas para alimentar una guerra que
había consumido la vida de muchos de sus paisanos, completamente ajenos a una
aventura africana muy lejos de sus preocupaciones pastoriles.
Abuelo y un hermano decidieron que cambiar de aire era lo más
conveniente. Un día, perdido en el tiempo y olvidado por todos, embarcaron en
Barcelona y acariciados por los Alisios y acunados por el balanceo de las olas,
la proa del buque rompió las aguas del Atlántico llevándolos a un nuevo destino
para sus vidas.
El hermano desembarco en Puerto Rico y la familia se separó para
siempre, jamás volvieron a encontrarse. Abuelo, por caminos insospechados se enamoró
de una bella matancera de Los Arabos. La tomó de la mano y continúo su andar
con aquella hermosa joven que había ganado su corazón. En su viaje, llegó a un
pueblito de la provincia de Las Villas. En Ranchuelo se detuvo el andar de
aquel emigrante, allí construyó su hogar e hizo de Cuba su madre adoptiva.
Aurora y el joven mallorquín acunaron cinco hijos, que a su vez
tuvieron sus familias y la sangre española se mezcló generosa con la de
incontables generaciones de criollos. Los descendientes de aquella pasión se
encuentran dispersos por los confines de todo el mundo, como si el viejo pirata
nos ordenara continuar siempre hacía un nuevo puerto buscando nuevas e
insospechadas aventuras.
Lo conocí con el cabello completamente blanco, cercano a los
ochenta años y con una vitalidad que desgraciadamente la generaciones
posteriores han ido perdiendo. Hombre de pocas palabras, vestido todo de
blanco, pantalón y guayabera impecables y la cabeza cubierta por un fino
sombrero.
Trabajaba en su zapatería con un hijo, un nieto y un chico del
barrio de un corazón inmenso, en casa lo consideraban uno más. Recuerdo al
viejo cortando las suelas, con el zapato fuertemente apoyado en su pecho y la
obediente chaveta siguiendo ágilmente las ordenes de su habilidosa voluntad.
Llega a través del tiempo el olor a cuero y de las pieles
almacenadas. El ruido de las máquinas y la figura de abuelo inclinado en su
banco de trabajo. El olor de la tinta, el siseo de las poleas y el cerrar de
las puertas muy entrada la tarde.
Abuelo vivía con mis padres, la casa quedaba justo frente al
taller. Yo espiaba a través de las cortinas el ajetreo laborioso de los hombres
enfrascados en su trabajo y escuchaba las órdenes del viejo con aquella su voz
dulce y cansada. Esperaba que regresara a casa y me regalara una caricia y
alguna de aquellas palabras en su lengua natal que nunca llegue a entender y
que transmitían la calidez de sonidos extrañamente familiares.
Fue perdiendo vigor al enfermarse y su banco quedó vacío. Lo veo
con tristeza en su vieja cama y una tos malvada que se negaba a abandonarlo. El
pasar de mi madre con las tizanas y los paños calientes para aliviar su agonía.
Nunca se quejó, no maldijo, se marchó como deben hacerlo los hombres, entero,
sin miedo y sin lágrimas.
Un cura del pueblo lo preparó para su viaje. Nosotros, todos, lo
acompañamos en su partida. Estuvimos allí hasta el último momento, cuando dejo
escapar su vida y permaneció tranquilo, con la misma expresión dulce y serena
de siempre.
Su recuerdo me acompaña, a veces me parece verlo sentado a la
mesa, tomando la sopa pulcramente, con aquellos movimientos lentos de sus manos
rudas, se me aparece como un patriarca rodeado y adorado por los suyos. Luego
en la tarde, caminaba por el portal de la casa, los brazos cruzados en su
espalda y las manos saludándose suavemente apoyadas en su cintura. Silencioso,
algunas veces una palabra en su lengua materna se escapaba y llegaba a nosotros
extraña y enigmática. Continuaba callado y pensativo, como si alguien que él
solo escuchara lo llamara incesantemente.
Al marcharse de mi vida, regaló recuerdos de gran ternura, una
sonrisa serena y el contacto de manos ásperas que cariñosamente agitaban mi
pelo. Sus historias de España, luego contadas por mi padre, despertaron mis
fantasías y hacían imaginar aquella tierra como algo mágico y lejano.
Años más tarde, cuando caminaba las calles de Madrid o Barcelona
o Burgos, cerraba los ojos y mi niñez regresaba. El abuelo, tomaba mi mano y me
mostraba paisajes por el tan queridos y a los que por avatares de su vida jamás
regreso.
Ahora, luego de más de quince años fuera de Cuba, comprendo su
caminar taciturno por aquel portal de la casa de mi infancia y como él, también
mis manos se cruzan en la espalda, sueño despierto, regresan imágenes, escucho
voces de amigos y parientes que jamás volveré a encontrar.
Guillermo Ferrer Sánchez
Buenos Aires-Argentina
xxxxxxxxxxx
No hay comentarios:
Publicar un comentario