jueves, 5 de julio de 2018

PECES VOLADORES



PECES VOLADORES






Fue un encuentro casual, aparecieron de la nada como puntos plateados sobre un azul acostumbrado a disfrutar desde la lejanía. La inocencia de mi vista trataba de atrapar esas imágenes surgidas a pocos cables de la orilla, nuestra frontera. ¡Claro! Debo aclararles que un cable es una unidad de medida marítima y que tiene unos 185.2 metros de longitud aproximadamente. Ese dato yo no lo conocía entonces, me costó quemar varias pestañas para descubrirlo.

Debía elegir entre la contemplación divina de una ciudad con una imagen hasta ese instante misteriosa, prohibida a millones de los nuestros que aceptaron mansamente la reducción de su frontera a un simple muro de hormigón, una playa cualquiera, una costa agresiva custodiada por mangles y ejércitos de mosquitos. Mas allá de esa distancia, cuya violación puede tener el precio de la vida, debíamos soportar lo poco que pudiera abarcar nuestra mirada. Por entonces era una distancia enorme, casi ilimitada mientras no estudié navegación. Luego me recordaron que la tierra era redonda y que, a tres pies de altura sobre el nivel del mar, esa redondez comienza a ocultarnos tesoros a poco más de una milla de distancia.

Mi deseo, prohibido hasta ese instante, era devorar la proyección de una ciudad prohibida, hermosa para quien la observa por primera vez fuera de su orilla. Ingresé en la familia de los que gozaban ese privilegio y trataba de salvar en mi memoria su belleza traidora. La Habana era un hervidero de promesas, himnos, discursos agotadores. Comenzaba a fermentar vergüenzas, dignidades y decoros, la lengua se transformaba cada día en un arma muy peligrosa, destructora de sueños sembrados en picos inaccesibles, minados de evaluaciones donde cualquiera explotaba. Se vivían tiempos difíciles, tanto, que aquella cautivadora belleza captada por mis ojos, iban perdiendo su verdadero sentido. Desvelada vivía su “Ofensiva Revolucionaria”, pesadilla sembrada por su ultimo caudillo. Debía elegir lo que deseaba mirar.

-¡Asere, dame una cachada! Te decían sin pudor en cualquier parada, sin pensar que podías estar enfermo.

-¡No lo botes, no lo botes! Escuchabas a tu espalda cuando intentabas arrojar un cabo de cigarro, y si lo botabas, alguien lo recogía del suelo y se lo llevaba a la boca con ansias, rabia, delirio. Debo recordarlo porque todos tenemos muy mala memoria y la historia para muchos, comienza a partir del “Periodo Especial”, así, sin acento.

-¡Tienen que arranchar la escala del Práctico! Fue la voz del contramaestre, lo dijo después de soltar uno de sus escupitajos color ámbar, el primero de miles por soltar durante la travesía. Sentí deseos de mentarle la madre cuando me separó de aquella contemplación divina, me contuvo el pensar todas las pruebas superadas para encontrarme en esos instantes encima de una plancha. Era demasiado nuevo para buscarme problemas, casi infantil. Los peces voladores continuaron emergiendo como balas del azul inmenso, escapaban al paso de la nave y los miraba de reojo mientras subía la pesada escala ayudado por otro como yo, un marino de estreno. -¡Amarren los bidones que hay sobre cubierta! Continuó gritando el cabrón y yo lo escuchaba con la mente semi entumecida por una leve embriaguez, la que produce una perga de cerveza. Ese fue el único síntoma de mareo experimentado durante mis veinticuatro años como marino, no ocurriría lo mismo a otros que requirieron asistencia médica para evitarles deshidratación, yo fui dichoso. ¡Amarren las lingadas de madera con estrobos! No paraba de emitir ordenes que me privaran de aquel bello bautismo.



Motonave "Habana", buque donde di mis primeros viajes como marino.

La Habana fue quedando atrás sin que pudiera desprenderme de sus olores, comenzaba a apestar. Papeles majaderos que revoloteaban por sus calles discutiendo espacios con nubes de polvo y el carbono venenoso de sus guaguas. Ventiscas que distribuían en cada oído la mala palabra oportuna, folclórica, caprichosa. Culos armoniosos que desfilaban debajo de cada minifalda, provocativos, tentadores, el piropo criollo para celebrarlo. La capital se perdió entre los vaivenes de aquella nave que luchó y no pudo marearme. Luego quedaría el recuerdo de aquella larga pitada de despedida, los peces voladores continuaron con nosotros aquel dulce viaje por una vida de la cual no podemos desprendernos.

Mi encuentro con ellos fue una constante, nos persiguieron por casi todos los mares del mundo, casi siempre en aguas tropicales y subtropicales. Unos mas grandes que otros, mayores o menores las envergaduras de sus alas, pocas diferencias de colores. Hay muchas especies de estos animalitos tan simpáticos, pero no es la razón de estas líneas darles clases sobre ellos, no es mi especialidad. 

Durante mis primeros viajes tomaba los que caían sobre cubierta en las noches y los barnizaba, trataba de conservarlos enteros y a los dos días debía arrojarlos al mar por la peste insoportable que despedían. Fueron ocurrencias casi infantiles, creo yo, luego comprendí que no por gusto existen los taxidermistas. Nunca se me hubiera ocurrido comerlos, no era necesario en aquellos tiempos divinos donde nuestra alimentación fuera excelente. Los peces voladores caían sobre cubierta cuando los barcos estaban bien cargados y la altura de su “obra muerta” era mínima. Me refiero a la que sobresale por encima de la línea de flotación, la que está por debajo de ella y en contacto con el mar es conocida como “obra viva”. Cuando existía mal tiempo y las olas embarcaban sobre cubierta, la cantidad de ellos sobre el barco aumentaba, durante el día ellos salían volando alejándose de la nave. Contrario a lo que puedan manifestar muchas personas y que he leído en Internet, nunca observé a pez volador alguno moviendo sus alas para impulsarse, eso lo hacen con la cola.

Uno de esos viajes, embarcó en La Habana una gata a la que le faltaba un ojo, ya escribí sobre ella en alguna de mis páginas. Lo hizo embarazada y su parto ocurrió en el océano Pacífico. Tuvo como escondite o madriguera uno de los manguerotes de ventilación situado en la cubierta de botes, luego llevé a los dos gaticos recién nacidos y los acomodé debajo de mi buro. Ella consideró muy buena su nueva residencia y nunca mas la abandonó. Cada mañana, aquella inteligente gata callejera, iba hasta la proa del barco para hacer sus necesidades y yo la seguía con los binoculares. Una vez terminado, ella arañaba la cubierta tratando de tapar sus excrementos y cuando se agotaba en aquella tarea imposible, regresaba nuevamente hasta la superestructura. Yo siempre le dejaba la puerta semiabierta, la aseguraba con una especie de pestillo que poseía. Antes de llegar a la superestructura, yo la veía haciendo una inspección por los pozos que existen entre bodegas y casi siempre regresaba con algún botín. Delante de sus cachorros se comía al pez volador de su dieta diaria, casi siempre comenzando por la cabeza. Otras veces se aparecía con algún ratón que entregaba a sus hijos para que jugaran un rato y una vez aburridos o cansados, la madre se los comía delante de ellos comenzando también por la cabeza. Claro que la metedera de bichos en mi camarote era de mi desagrado y la sacaba al pasillo. Por fortuna aprendió y no tuve que enojarme mucho. El gran problema venia cuando había mal tiempo y el buque embarcaba agua, la gata no salía a cubierta. Hacia sus necesidades en la cubierta de botes y luego me veía obligado a engañarle el estomago con alimentos que siempre rechazaba. Extraje arena de una caja contra incendio y le fabriqué un rústico servicio sanitario que luego fuera utilizado diariamente por la gata. ¡Claro! En la cubierta de botes. El problema era satisfacerle el apetito y las ofertas en el buque no eran de su agrado, es que realmente tampoco lo era para la marinería. Nadie aceptaba con simpatías aquel laterío que nos llegaba del campo socialista y yo la comprendía. Era muy difícil obligarla a comer ajíes rellenos búlgaros, coles rellenos de igual procedencia y otros productos venenosos que nos suministraron durante dos décadas. Una mañana de esas que continuábamos embarcando agua y la gata no podía inspeccionar la cubierta, se me ocurrió hacerlo y salí con un cubo en la mano. Tuve una buena cosecha, creo haber recogido ese día unos diez peces voladores. Le entregué uno y guardé el resto dentro de mi refrigerador. ¿Qué les cuento? Los días de buen tiempo, la gata hacia sus recorridos normales por la cubierta, ya no iba hasta el castillo de proa a realizar sus necesidades, solo salía a pescar. El día que comenzábamos a embarcar nuevamente agua, ella se detenía frente al refrigerador y comenzaba a maullar, no era nada tonta, habanera al fin.


Motonave "Bahía de Cienfuegos", buque donde Rojitas y yo nos disputábamos los peces voladores

Durante las navegaciones a Japón y luego de pasar por las islas Hawaii, éramos acompañados durante mas de una semana por unas enormes gaviotas. Ellas volaban paralelas a la amura del buque, lo hacían planeando, sin mover las alas. Cuando algún pez volador salía volando para escapar de la presencia del barco, había que ver a esas aves. Se lanzaban en picada para perseguir a sus presas, operación en la que el índice de fallo era muy reducido. Yo las seguía con los binoculares y observaba como en pleno vuelo, aquellas gaviotas acomodaban los peces y los comían comenzando por la cabeza. Se posaban a descansar generalmente en el torrotito de proa, donde luego de una corta digestión, cagaban sobre cubierta y no había dios alguno que pudiera quitar aquellas manchas blancas, eran de fosforo vivo, la única solución posible era volver a pintar. Imaginen por un instante a varios de esos pajarracos cagando con frecuencia sobre el castillo de proa. El sentido de orientación de esas aves es extraordinario, viajaban con nosotros hasta un límite de longitud y la latitud donde aquellos simpáticos peces voladores comenzaban a desaparecer. Luego, cuando las aves detectaban a otro barco navegando de vuelta encontrada, nos abandonaban sin despedirse o agradecernos el albergue que le habíamos brindado. Durante esos días de invasión, hablemos de un escuadrón formado por unos seis de esos enormes pajarracos, resultaba casi imposible recoger a pez volador alguno, ellos habían aprendido como nosotros a pescar sobre cubierta.

Alguien descubrió algún día que los peces voladores eran agradables al paladar, tuvo que ser uno que detestara el laterío socialista como yo. Lo cierto es que se convirtió en una práctica muy común ver a marinos recorriendo la cubierta cada mañana en busca de ellos. Rojitas tenia esa maña a bordo del buque “Bahía de Cienfuegos” y por curiosidad le pregunté una vez. -Son del mismo sabor que las sardinas, claro, mas grandecitas. Me dijo una mañana y al día siguiente me envió dos al comedor de oficiales. No mentía el negro, resultaron sabrosas y me dispuse a pescar también. Yo tenía la ventaja de entrar de guardia a las cuatro de la mañana y a esa hora alumbraba toda la cubierta con la lampara Aldis. Contaba los puntos fosforescentes y bajaba con una linterna a buscarlos. Siempre regresaba con mas de lo calculado porque desde el puente resulta imposible ver los pozos que hay entre bodegas. En la mañana me burlaba de él, solo por joderlo cuando lo veía regresar con las manos vacías. Le pedía que llegara hasta el puente y le daba el cubo con los peces pidiéndole que me guardara tres. Una de esas noches salí a cubierta en medio de un mal tiempo, mi esposa estuvo muy asustada en el puente, me vi obligado a torear todo tipo de olas, pero esa madrugada fue la más fructífera de todas. Le entregué a Rojitas un cubo con unos veinticinco peces voladores, algunos de los cuales llegaron a medir unos treinta centímetros de largo, fue uno de mis últimos festines.



Motonave "Bahia de Cienfuegos".

Durante las largas navegaciones, llegan momentos durante los cuales la constancia de ese azul intenso agota, aburre y hastía. El mar se transforma en un amado verdugo que solemos despreciar, solo en cortos periodos de tiempo, el mar lo sabe, nos tiene amarrado. Cualquier accidente que ocurra sobre él, por muy insignificante, puede sustraernos de ese estado de ansiedad provocado por decenas de factores externos que afectan nuestras vidas. El chorro de agua expulsado por una ballena, delfines jugueteando en la proa de la nave, sargazos formando una nata de oro rota a nuestro paso, gaviotas que imaginamos sean aviones y peces voladores lanzados al aire como torpedos. Nuestras miradas los persiguen y buscamos relajarnos, distraernos, escapar un poco de esa cruel monotonía que insiste en acabar con nosotros. El tiempo se extiende y todo se recicla en cada viaje hasta la agonía. Llega un instante donde no deseas regresar al punto de partida, te cansas de la pitada larga y los niños corriendo por el malecón en cada bienvenida, pocas veces nos despedían, no por falta de deseos, creo mas bien por errores del reloj usado para medir nuestras vidas.

-¿Qué extrañas de Cuba? Me preguntaron hace muy poco.

-¿Yo? Respondí preguntando algo sorprendido.

-¡Si, tú! Imagino que debas extrañar algo después de tantos años sin regresar.

-¿Yo? Si te contara, solo extraño los aguacates. 

-¡No puede ser! Tú debes extrañar algo, aquella es tu Patria.

-Debes hablar de tu Patria, no de la mía, la que nunca tuve. 

-Pues yo, la extraño mucho.

-Es tu caso, no el mío, nunca la tuve y no se puede extrañar algo que no se ha poseído. Se enojó con mis respuestas y lo comprendo. -Si tú llegas a una supuesta Patria de la que deseas escapar a los tres meses de estar en ella, significa que no es tuya, algo anda mal. Eso sucedió con la mía, que es muy diferente a la otra. Cuando miro para atrás, todo me resulta una pesadilla, malos recuerdos, pérdida de tiempo, sueños destruidos. ¿Crees verdaderamente que voy a desgastarme extrañando esas mierdas? Si no lo hice viviendo allá, dame una sola razón para hacerlo ahora. ¡Mira! Mucho mas que a los aguacates, extraño a los peces voladores y todo lo que se encuentre vinculado con el mar, sitio donde pude escapar un poco del cautiverio donde vivía.

¡Los peces voladores! Planeando mas allá de los cien metros para escapar de sus depredadores, empujándose con la colita para luego morir devorado por un ave. Como hacemos nosotros mismos, empujándonos con la colita para volar hasta la misma orilla donde una vez nos maltrataron. Mas o menos somos la parodia de un pez volador que desean alimentar con nostalgias, yo siempre he dicho que soy y seré una gaviota. Aquel producto que La Habana fermentó en su seno no ha servido de nada. 







Esteban Casañas Lostal
Montreal..Canadá
2018-07-05




xxxxxxxxxx

No hay comentarios:

Publicar un comentario