lunes, 10 de julio de 2017

MANUEL CASTAÑEDA, EL CABRONAZO IN MEMORIAM


MANUEL CASTAÑEDA, "EL CABRONAZO".



Motonave "Aracelio Iglesias", escenario de parte de esta historia.

¿Cabrón? Dicen los cubanos cuando se refieren al tipo que se las sabe todas, al timador, vividor, chulo, inteligente. A un legítimo cabrón nadie lo jode, él lo hace con los demás. Hay cabrones y cabrones, no podemos confundirnos, esa palabra cambió mucho cuando desapareció el machismo y se esfumaron los machos. Un buen cabrón de mis tiempos militaba en el partido y se colaba por el hueco de una aguja. Ascendía como la espuma y nunca tenía problemas para introducir su contrabando. En realidad no se podía hablar de tal cosa, sus mercancías salían en cajas debidamente acuñadas por la aduana y con ella salpicaba a todo el mundo. ¿Cabrón? Bueno, también le decían así al que le pegaban los cuernos, pero no tanto, la gente prefería llamarlo “tarrúo”, es que suena más cubano.

¿El Cabronazo? No tengo ideas de dónde le llega el apodo en estado superlativo, porque para serles franco, ni lo uno, ni lo otro. Castañeda era una de las personas más nobles y sociables que conocí en la marina, un verdadero cabrón no es como él. 


Tal vez, la gente se dejó seducir por aquellos cuentos que nos hacía de su época dorada en la Moa Bay Mining Company. Por su boca recorrimos muchas calles de Moa y Nicaro, bebimos en sus bares y nos acostamos con sus prostitutas por el módico precio de un peso o cincuenta centavos. No todas costaban eso, siempre rectificaba antes de continuar, las de un peso, esas eran las más caras. Entonces, nos daba una disertación de marcas de cervezas y rones que se bebían por diez, quince y veinte centavos, ¡y hasta menos!, casi nos gritaba sin darse cuenta que la historia contada ya era conocida. Al final de ese agotador camino, nos hablaba con voz paternal de las terribles curas contra las enfermedades venéreas. Cada uno de nosotros sufría cuando nos introducía un paragüitas por el caño del pene con sus dramáticas narraciones, porque eso sí, tenía ese don de hacerte llorar o reír a su antojo. La gente se encabronaba en esa parte del cuento y se retiraba a su camarote. Es probable que siempre lo hiciera con esa intención y nosotros no lo comprendiéramos. Le gustaba estar solo y entregarse por entero a la lectura.


-¡Compadre!! No haga eso en la mesa cuando estemos comiendo. Con la lengua se aflojaba la prótesis superior y en un extraño malabar trataba de despojar residuos de comida a ella pegada. Al final del cuento quedaban todos sus dientes encima del bigote y los que permanecíamos en la mesa dejábamos de comer. Luego, comprendió el malestar que causaba y dejó de hacerlo, pero tuvo que transcurrir varios días. 


-¡Castañeda, coño! ¡Con la boca llena no se habla! Él se reía y nunca se detuvo, hablaba sin parar dejando al descubierto una masa viscosa que cambiaba de colores de acuerdo al menú del día. Algunas veces salía disparado algún grano de arroz que chocaba violentamente contra el vaso más cercano o, terminaba su recorrido en una de las fuentes servidas. No esperábamos por el postre.


-La próxima vez que me abras el camarote sin vestirte, no vas a tomar café. Dormía desnudo en pelota y poco le importaba que fueras a despertarlo para pedirle una pastilla. Eso sí, servicial y dispuesto como nadie, pero en el tiempo que dedicaba a tomarte la temperatura o preparar la jeringuilla para inyectarte, no se molestaba en cubrirse. Los huevos le llegaban a la rodilla y eran pelones, la tripulación completa los había visto cuando menos una vez. Él se reía, siempre estuvo de buen carácter y nunca lo vi enojado, te atendía desnudo sin ningún tipo de complejo, resignado quizás, nosotros sin comprenderlo. Aquellos huevos, aquellos enormes huevos colgando como toronjas maduras a punto de caer, él se reía cuando se lo recordabas.


-¡Necesito que me compres un par de zapatos blancos de mujer para unos quince! La gente le entregaba la plata y la plantilla del pie. Nunca le dimos más de ciento cincuenta pesetas para la compra y Castañeda aceptaba conforme el encargo, tampoco protestó. Nosotros continuábamos ocupados en las labores de supervisión de las reparaciones, confiábamos en que tendríamos la mercancía solicitada, nunca nos defraudó. Se pasaba más de doce horas vagando por Cádiz y regresaba tan fresco como una lechuga. Lo veíamos regresar cargado de paquetes, unas veces a pié y otras en taxi, siempre sonriente, alegre, dispuesto para el siguiente día. Entonces, sacaba la lista de los encargos y los iba repartiendo organizadamente. Siempre solicitaba la opinión de sus clientes, porque eso fuimos de él. Nuestra conformidad le daba aliento para partir al siguiente día y al instante confeccionaba la nueva lista. 


-¿Qué te parece ese blumer que me encargaste para tu abuela? Extendía una pieza de museo sobre su cama, mientras el tripulante la observaba con algo de desconfianza. ¡Tú me dijiste que la vieja era gorda! En ningún lado vas a encontrar blumers de vieja a setenta y cinco pesetas. ¡Aquí tienes el litro de Galardón que me encargaste! Le decía a otro cuando le entregaba un pomo parecido al de los sueros que cuelgan en los hospitales al lado de un enfermo. ¡Te digo una cosa! Yo, porque tú me lo encargaste, pero el Tulipán Negro tiene mejor salida. 


-¿Cómo te las arreglas para andar el día entero por la calle? Todo el mundo lo sabía, nadie tenía una pizca de comemierda, pero él hacía feliz a la gente y la gente disfrutaba de su felicidad, porque eso sí, Castañeda era el tipo más feliciano del mundo. Los zapatos que traía para los quince costaban unas cincuenta pesetas a todo reventar, el blumer de la abuela unas veinticinco, el litro de Galardón ciento cincuenta igual que el pantalón de Tergal que le compró a Isidoro. Las medias de hombre se conseguían a quince pesetas, el desodorante Tulipán a treinta y cinco, el jabón Lux a doce pesetas y las camisetas de mallitas a treinta. 


-¡Caminando, Papón! Es mejor que estar encerrado en este infierno cargado de miserias. ¿Cuánto vale la taza de café con leche? ¡Nada, Papón! Solo diez pesetas y churros incluidos. ¿Y el taxi? La felicidad hay que pagarla, yo los hago felices y ustedes en cambio me hacen feliz a mí. ¡Ustedes no están para la pacotilla! Lo de ustedes es beber y templar. ¿Entonces? Esa plata invertida es moneda salvada en nombre de la familia. Yo lo escuchaba y le daba la razón, mientras observaba que su pacotilla no cabía en el closet.


-Papón, ¿puedes prepararme un café con leche? A él le gustaba que lo llamaran así, esa era su palabra predilecta, todos éramos Papones para él.


-¡Coño! ¿Te fijaste en la hora? Solo así miré el reloj, eran las cuatro de la mañana. 


-Es que estoy trabajando en unos cálculos y tengo hambre, me faltan dos horas para terminar. No se ponía bravo, no se enojaba, nunca protestó. Tenía una cafeterita que era conocida por toda la tripulación, bueno, se había encargado de colocar letreritos con una flechita que decían; “Café Cantante” y todos indicaban el camino hacia su camarote. Todas las tardes ese camarote se abarrotaba de gente que había contribuido con latas de café instantáneo, él lo preparaba al estilo cubano. En un vaso echaba varias cucharadas de azúcar y le agregaba un poco de líquido que luego batía repetidamente hasta lograr un merengue. Cuando le agregabas el agua caliente y el polvo de café, daba la impresión de estar ante una taza de café expreso. Todas las tardes de todos esos días fatigosos, todas las semanas de viajes interminables abrumados por nuestras hambres. Todos los meses penosos, los años angustiosos, toda una vida de calamidades, eran aliviadas por personajes como estos, arrancados de la nada y con el maravilloso don de aliviar dolores.


Castañeda viajaba con un par de zapatos especiales, tenían clavados como herraduras casi en la punta de la suela y los tacones unas piezas metálicas. Los usaba solo una vez por viaje, tal vez no, quizás no coincidiera el viaje con alguna fecha festiva y debían permanecer encerrados en el closet. En fin, aquellos zapatos los utilizaba para bailar Tap en las actividades oficiales. Todos quedábamos deslumbrados por su arte y maestría cuando se desplazaba a lo largo de todo el salón haciendo alardes de pasillos que solo habíamos visto por películas. Cuando se encabronaba como un buen cabrón, se encaramaba en una mesa y bailaba bajo la lluvia, de aplausos, por supuesto.


-¡Bájate los pantalones y dame la nalga derecha! 


-¿Y eso qué es, Castañeda?


-¡Un batido! Esto dura un mes, el mismo tiempo que ustedes van a estar en bebederas y templaderas. B1, B2, B6, B12 y cuantas letras existen en el abecedario. Van a estar bebiendo y jodiendo por un mes sin descansar. ¡Bájate los pantalones! Hasta en esos detalles era excepcional ese viejo, lo hacía siempre antes de arribar a puerto.


-Papón, los años que me quedan de vida quiero pasarlos comiendo McDonalds. Esa fue la única vez que me preocupó, nunca me había hablado así. Esa vez partiría en un viaje de estímulo otorgado en oportunidad de su retiro, lo haría acompañado de su esposa Esther. El Cabronazo no era tan cabrón como anunciara su apodo, era muy noble y sencillo, extremadamente honrado. Virtudes que lo sepultaban en un humilde solar de Marianao.


-¿Tienes alcohol de 90 para vender? Le pregunté esa noche en Finlandia y él miró hacia todos los mamparos del camarote buscando ese micrófono que todos los cubanos suponemos nos está grabando.


-¿Y con qué inyecto?


-¡Oye! Inyecta con la puta de la madre de los tomates. ¿Quieres salir del solar o no? ¡Timerosal con ellos y dame el alcohol!


-¿Y si son alérgicos?


-¡Qué se mueran, Castañeda! Para navegar hay que ser hijo de Superman. ¡Dame acá el alcohol! No pudimos resolver el problema de vivienda con el dinerito recaudado. 


Pasamos varios años separados, coincidimos accidentalmente en el buque “Bahía de Manzanillo”. Ese sería su último viaje en una nave cubana y quise ayudarlo a guardar un grato recuerdo de ese momento, le presté una cámara fotográfica.


-¡Ven acá! ¿Cuándo le hicieron el sondeo al buque, no encontraron una cámara fotográfica? Le pregunté al primer oficial.


-¡No, hombre! Castañeda se bajó del barco retratando a todos los que se encontraban en el portalón, luego no volvió a regresar. Me respondió el negro sin rencores.


El viejo había cumplido su palabra, quería pasar los últimos tiempos de su vida comiendo McDonalds. Yo he pasado varios años tratando de localizarlo, pero creo que es tarde, cuando desertó tenía más de setenta años. Yo voy a cumplir dieciocho desde que abandoné mi buque y no logro desprenderme de esos fantasmas que se encuentran al socaire de mis recuerdos.


Castañeda se levanta desnudo y le pide al egipcio que pase a su camarote. Aquel, sangraba de una herida a la pierna y prefería morirse desangrado antes de enfrentarse a los monumentales huevos colgantes del viejo. No hay de otras, te salvas y le miras los huevos al viejo o, debes esperar por una lancha que te lleve a tierra, son las cuatro de la madrugada. Lo quise como si fuera un padre, pero había que mirarle los huevos.




Esteban Casañas Lostal.

Montreal.. Canadá.
2009-06-13


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