Motonave "Pepito Tey", escenario de esta historia.
El clima nos permitía permanecer durante ratos en el
portalón, creo haya sido el sitio más concurrido de un barco cubano cuando se
encuentra atracado. Se intercambian bromas, no se hablaba de pacotilla porque
en Alemania Democrática era escasa y de mala calidad como en todo el campo
socialista. Uno que otro contaba algo sobre sus conquistas nocturnas, casi
siempre desarrolladas en la discoteca Flamingo. Rostock ofrecía muy poco al
visitante a pesar de ser uno de los puertos más importante de ese país, era la
pantalla de todo un sistema que pretendió ser universal, pero con siglos de
atraso cuando se la comparaba con la otra cara de la moneda separada por una
gruesa muralla.
Había jineteras como en Cuba, la URSS, Rumanía,
Bulgaria, etc., tuvieron que ser ilustradas también, alardes que luego salieron
a la luz en nuestra isla, hablamos de vaginas diplomadas. Los chulos abundaban
y eran de diferentes nacionalidades, los chilenos que escaparon de Pinochet,
los compañeros o camaradas, se destacaban muy bien en ese negocio. Encontré
chulos vietnamitas y siempre me rompí la cabeza preguntándome cómo rayos lo
habían logrado. Alemania importaba mano de obra de varios países pobres, ellos
realizaban el trabajo que los alemanes no deseaban. Debe ser algo similar a lo que
ocurre en la mayoría de los países desarrollados, pero con una sola diferencia,
en Alemania eran mal pagados.
Abundaban los cubanos que fueron llevados hasta ese
allí como supuestos estudiantes, la mayoría de ellos de origen campesino, eran
felices. Vivían en apartamentos compartidos y al final de no sé cuántos años
podían llevar una moto MZ para la isla, no podía negarse que eran muy
afortunados. Uno de aquellos “estudiantes” que visitaba nuestro buque con
frecuencia casi diaria, y coincidente con el horario de comida, me dijo que
trabajaba en una fábrica de persianas. Comprendí lo “incapaces” que éramos
cuando era necesario enviar un “estudiante” a Europa para que aprendiera a
fabricar persianas, ese cuento solo se lo creyeron ellos, aquellos muchachos eran
simples obreros. Nunca cuestionaron las razones de su presencia en aquel
extraño país, todos vivían mejor que en sus pueblos de origen.
Ellos, los alemanes, nos miraban como el hermanito
minusválido y tenían toda la razón del mundo, lo éramos. Esa invalidez nos
convertía en una especie de nuevos esclavos. En esas circunstancias, las de
estar atracados en un puerto socialista, el tiempo sobra para las bromas y
chismes, no hay nada que hacer en la calle mientras el sol se encuentra alto.
Las operaciones de carga son lentas, marchan a esa velocidad angustiosa que
solo se observaba en todo el reino proletario. Movimientos repetidos por la
indiferencia, lotes de cargas perdidas por la desorganización. Uno que otro
chiflido dirigido a las mujeres que trabajaban en los muelles como tajadores,
algunas de ellas conocidas a través de los años y que conformaban una especie
de comité de bienvenida. Conjunto de hembras de varias edades con preferencia
por los negros, pero que aceptaban cualquier mercancía cuando el ébano era
escaso.
Siempre existía un punto de encuentro, el Seaman
Club, donde no podían entrar sus habitantes salvo un permiso especial o por
medio del soborno. Nada se diferenciaba a las costumbres de sus hermanos, todo
era igual. Aquellas mujeres no eran prostitutas, nunca cobraron, lo hacían por
placer. Hablemos de unas camaradas comprensivas que nos ayudaban a soportar los
rigores de una vida que exige muchos sacrificios, la del marino. Ellas eran
parte de nuestra familia y entraban al buque de vez en vez, no necesitaban una
autorización especial para hacerlo. Muchos las conocíamos y luego construíamos
un retrato hablado de sus cuerpos, algunos imitaban sus gemidos que en alemán
no dejan de ser iguales a nuestro idioma.
Aquel día estacionaron dos autos junto a la escala
real, se bajaron seres con rostros metálicos, fríos, calculadores. Otearon todo
el horizonte con desconfianza y miradas misteriosas, era fácil identificarlos,
ellos formaban parte de ese ejército de animales inteligentes concebidos en una
misma escuela. Se diferenciaban de los nuestros en el vestir, allá usaban jeans
y guayabera con algún bolígrafo poco común en uno de los bolsillos superiores,
casi siempre de área capitalista para distinguirse del paisaje monótono que
ellos mismos construían. Uno que otro tabaco en el mismo bolsillo o en el
opuesto, y para resaltar aquella distinción, un walkie-talkie que siempre era
de producción capitalista también.
Allá andaban en Ladas con los cristales oscuros casi
siempre, estos arribaron en Mercedes Benz fabricados del otro lado de la
muralla. Entre ellos venía un cubano que pretendía cambiar el disfraz,
sustituía la guayabera por el saco y corbata, pero siempre es fácil
distinguirlos de los demás. Ese aire prepotente que acompaña una piel tostada por
el trópico no se puede mutar en un viaje corto, fue el primero en subir por la
escala y preguntó por el Capitán.
Media hora después se me solicitó colocar unos
extintores de CO2 junto a la puerta del camarote del Armador, un cable de
soldadura penetraba por la puerta, otro había sido fijado en una parte del
mamparo que daba a la cubierta de botes para hacer tierra. Varios cubos con
agua se encontraban dispuestos a la entrada y al pasar junto a ella, fui
sorprendido por el arco de luz que produce la soldadura. Bajé nuevamente al
portalón sin preguntar nada, ya estábamos acostumbrados a no hacerlo.
Nuevamente me llaman por el walkie-talkie, era la voz
del Capitán y me pide que lleve una lata con pintura negra y una brocha. Yo
mismo pinté los cristales de ambas portillas y mientras repetía los brochazos,
la claridad se iba rindiendo al poder de las bombillas incandescentes.
Infinidad de rumores comenzaron a circular entre
todos los tripulantes, era normal, aquellas acciones habían roto parte de
nuestra monotonía, nadie preguntaba. Esa noche salimos como de costumbre en
busca de aventuras, casi siempre con el bolsillo vacío, quizás con los centavos
suficientes para pagar el pasaje de la última guagua. La separación entre el
puerto y la ciudad consumía varios kilómetros, distancia que recorrí en varias
oportunidades a pie, verano o invierno. Siempre me prometía evitarlos, pero la
audacia y temeridad de la juventud se impone y retas con ligereza cualquier
tipo de adversidad. Luego, se repetía otro ciclo más de nuestras aburridas
vidas, la primera campanada que avisaba el desayuno con una pequeña sobremesa
para el que no tuviera que salir a trabajar. Después, esos largos rodeos por
las bodegas, suplicando tal vez por una aceleración que nos llevara al final de
ese viaje siempre prolongado que se produce cuando caías en los dominios de la
clase obrera. Un poco más tarde y cuando tus ojos se agotaban de penetrar cada
bodega, recalabas al espacio preferido por todos, el portalón. Esa mañana
habían colocado la pizarrita donde se anunciaba la fecha de salida, esa noche
tendríamos la oportunidad de realizar la última incursión a la ciudad.
Antes del mediodía se pegaron tres autos junto a la
escala real, varios de los personajes que descendieron de ellos nos visitaban
por segunda vez. En esta oportunidad buscaron a su alrededor con mucha más
insistencia, no ocultaban sus armas. Abrieron la puerta trasera del segundo
auto y se vio aparecer la figura delgada y pálida de un hombre que venía
esposado. Encabezados por el mismo cubano del día anterior, subieron con
rapidez la escala y nadie se atrevió a preguntar nada, ni el que estaba de
guardia en el portalón. Aquella fila de hombres misteriosos fue entrando al
buque mientras escoltaban lo que ya nadie dudaba, un prisionero. El hombre
esposado se desplazaba con mucha tranquilidad, creo que observó el rostro de
todos los presentes, luego se perdió por el pasillo mientras su figura era
cubierta por la del siguiente custodio. ¡Candela! Fue todo lo que se le ocurrió
decir a uno de los presentes. Luego, los acostumbrados rumores en voz baja,
solo que ahora se realizaron alejados de la superestructura del buque. A partir
de ese momento se suspendió la salida del personal, se jodió el último día de
aventuras.
El viaje de regreso se realizaba cumpliendo los
parámetros que se consideraban normales, solo que esta vez, se le tuvo que
asignar otro camarote a los prácticos que navegaron con nosotros durante la
travesía hasta Inglaterra. La gente evitaba visitar el puente y se perdieron
aquellas acostumbradas tertulias que ocurrían antes del desayuno y después de
comida. Éramos asediados por las preguntas del oficial de la seguridad cubana
que viajaba escoltando al extraño prisionero, como es de suponer, nadie le
preguntaba nada y las conversaciones se limitaban a informaciones sobre la
velocidad y posición geográfica. Coincidimos varias veces mientras él le
llevaba las comidas, luego, el escolta nos solicitaba libros con una frecuencia
casi diaria, todo parece indicar que aquel hombre trataba de consumir su
encierro sumergido en la lectura. La gente colaboraba, el marino cubano era
buen lector y dentro de sus equipajes cargaba parte de su literatura preferida.
Todo marchó con la tranquilidad de ese hastío
agotador que se produce en un viaje que comenzaba a extenderse demasiado,
acompañados por un sentimiento general que se aproximaba al desespero por
finalizar. Nos encontrábamos bajo el mando de un Capitán que además de
incompetente e inexperto, se destacaba por su trato despótico con toda la tripulación,
bueno, escapaban aquellas serviles ovejas que siempre buscan la protección de
un amo, no importa cuál.
Encontrándonos cien millas al sur de las islas Azores
me despiertan una mañana, serían aproximadamente las once, yo tenía la
costumbre de hacerlo pasados treinta minutos para almorzar y dirigirme al
puente. En su salón y con toda la oficialidad reunida, Jorge Torres Portela nos
informa que procedería al lanzamiento de un S.O.S. por encontrarse el buque al
garete y sin posibilidades de arrancar la máquina principal. De acuerdo con los
informes del Jefe de Máquinas, el mismo soviético que se encontraba el viaje
anterior, el responsable de la explosión ocurrida en la máquina principal.
Según su informe, el combustible destinado a los equipos auxiliares y la
máquina se encontraban contaminados, ya se habían agotado todos los recursos.
El mar se encontraba tranquilo y al abandonar el salón, Portela accionó el
equipo destinado para esos fines en el puente. Esa tarde se aproximó un barco
de inferior tonelaje al nuestro y luego de un extenso intercambio de izadas con
banderas del código internacional, nos comunicó que no podía hacer nada por
nosotros, fue tragado poco a poco por el horizonte.
En horas de la noche aumentó la fuerza del viento, el
buque comenzó a experimentar ligeros bandazos por la marejada levantada.
Durante mi guardia de media noche pude observar una caída constante en la aguja
del barógrafo, el telegrafista subió al puente y le sugerí que tomara un parte
meteorológico. Las olas comenzaron a golpear parte de la cubertada, aquellos
choques violentos del mar eran recibidos directamente por camiones marca IFA y
algunos contenedores que viajaban sobre la cubierta principal. Entregué mi
guardia como de costumbre a las cuatro de la madrugada, no había reflejado
ninguna posición en la carta, dependíamos exclusivamente del sol, planetas y
estrellas para determinarla.
Los bandazos eran más pronunciados cuando entregué la
guardia y desde el puente podía escucharse el ruido producido por la mercancía
en el interior de varios contenedores estibados próximos a la superestructura.
Como era usual en estos casos, calcé mi cuerpo con el chaleco salvavidas y una
frazada a la altura de las costillas. Traté de dormir y resultó imposible, no
hay quien duerma en medio de aquellos descomunales bandazos. Algo de agua
penetró por la portilla de mi camarote, ella se encontraba cerrada, aquel
chorro a presión logró llegar hasta mi cama. Decidí levantarme y apretarla aún
más, pero cuando puse los pies sobre el piso, observé gran cantidad de agua
viajando de una banda a la otra al ritmo de las inclinaciones del buque. Me
preocupé mucho y traté de descubrir el origen de su entrada. Abrí la puerta
exterior y vi que el pasillo se encontraba en iguales condiciones, regresé a la
cama pensando que alguien había olvidado cerrar la puerta que daba a la
cubierta principal.
A las siete de la mañana escuché la campana llamando
al desayuno y asistí, era inusual que lo hiciera, pero esta vez me sentí
obligado a consumir todo el alimento que fuera disponible y ofertaran. Tomé mi
vaso de leche condensada fría y lo llevé al camarote, bebí la mitad y coloqué
el vaso con el resto donde normalmente acomodaba el vaso del cepillo de
dientes, era el único lugar de donde no se caería. Encendí un cigarrillo y lo
consumí en la cama con la mirada perdida en ese constante bamboleo del agua.
Recordé entonces que debía sacar la ropa guardada en las gavetas dispuestas
debajo de la cama, ya estaban mojadas y las tiré como quiera encima del sofá,
traté de dormir.
A las once y media fui hasta la cocina para reclamar
mi almuerzo como de costumbre, debía entrar de guardia al mediodía. Recibí un
vasito de leche condensada y dos sardinitas, eso fue todo. En el tiempo
restante bajé hasta el cuarto de máquinas con una linterna, su imagen, silencio
y oscuridad eran patéticas. Yo sabía dónde se encontraba el tanque de
hidrofort, llené mi botella de agua potable y subí inmediatamente venciendo
todos los bandazos. Artigas entregó la guardia sin posición, alegó resultar imposible
tomar las estrellas en esas condiciones y lo comprendí. Dejó escrito que
hiciera lo imposible por tomar la meridiana al sol, no pude. Los bandazos
fueron en aumento y la violencia de los golpes del mar convertían en
peligrosísimo cualquier intento de permanecer en el exterior. Los alerones del
puente llegaron a encontrarse a escasos cinco metros del mar y temí lo peor.
Gracias a Dios, muy cubano él, pudimos soportar esas dificultades.
Yo permanecía muy cerca del clinómetro, es el
instrumento que mide el grado de inclinación del buque, no separaba la mirada
de aquel péndulo cuando veía aproximarse una de aquellas olas monstruosas. Uno
de esos instantes se abre la puerta del puente y entra el escolta del
prisionero que comenzaba a resultar indiferente para todos. -¿Cómo está la
cosa? Su voz escapó con un tono donde se escuchaba claramente el temor sentido,
era lógico, aquel mundo donde se encontraba era muy diferente al del cuerpo
represivo al que pertenecía. De nada le servirían todos esos alardes de poder,
ostentación y sentimientos de superioridad siempre presentes en su medio
ambiente. Tenía miedo, yo diría que demasiado, muy multiplicado al de nosotros.
Solo que entre ambos existía una diferencia muy grande, nosotros nos
encontrábamos en nuestro mundo y sabíamos que, pasado un tiempo, aquel temor o
instinto de conservación, comenzaría a ceder a la resignación. Después, poco
nos importaría si el barco se iba a la mierda con él y su preso, siempre fue
así. Los primeros momentos se sufre y los más valientes se acuerdan de que
existe algo divino y sobrenatural, todos recuerdan a Dios y a cualquier
virgencita en su ausencia, rezan. Cuando sus esperanzas van agotándose, no
tienen otra opción que resignarse también y esperar. Todo es azul, espumoso,
violento y peligroso. De noche aumenta el temor, todo se vuelve negro y resulta
difícil adivinar cuándo se aproxima la siguiente ola que nos estremecerá.
-¿Sabes rezar? Si no lo sabes, cuando menos encomienda tu alma a Dios. Fue toda
mi respuesta a su pregunta.
Las baterías de la telegrafía se iban agotando, solo
se utilizaban para mantener funcionando el equipo de emergencia, pero debido a
su escasa potencia, la comunicación con La Habana resultaba imposible. Gracias
a Dios y a los esfuerzos del magnífico telegrafista, se logró comunicar nuestra
posición a las islas Azores. Sabíamos que un remolcador de altura venía en
camino y sembramos en esa noticia todas nuestras esperanzas. El personal de
máquinas continuaba trabajando en aquellas difíciles condiciones para tratar de
echar a andar la planta de emergencia, no se me ocurrió preguntar por qué no lo
hicieron antes, ese equipo debía ser inspeccionado con cierta frecuencia, poco
importa. ¡Lo lograron, lo lograron! Gritaron muchos por los pasillos mientras
el ruido de aquel motor rompía todo el silencio existente en el buque, miramos
como niños la gran humareda que escapaba por la chimenea y se me antojaron
aquellas señales realizadas por los indios para comunicarse. Era un humo muy
denso y oscuro, muy anormal para una simple plantica eléctrica.
Gracias a ellos, el telegrafista pudo trabajar con el
transmisor principal y hasta el puente me llegó el aroma de un café que
comenzaba a extrañar más que a cualquier mujer. Tuve que conformarme con su
olor y luego disfrutarlo con frecuencia. Aquel aroma escapaba del camarote del Capitán,
solo una cubierta debajo del puente. Coladas solo disfrutadas por el escolta,
secretario del partido y tal vez alguno de los chivatos que le servían. No
llegó una sola tacita de aquellas coladas al puente y comencé a desear se
rompiera nuevamente la planta de emergencia. Todos los detalles de esta
aventura se encuentran comprendidos en mi trabajo titulado “Al Garete” y no
deseo repetirlo. Dios me escuchó, él era cubano, dos o tres días después de
poner en funcionamiento aquella plantica, se declara un incendio en la chimenea
y hubo que apagarla. El Capitán y su élite no pudo disfrutar de otro cafecito
más y me alegré muchísimo, volvíamos a encontrarnos en igualdad de condiciones,
bueno, solo en apariencias. Yo sabía que ese hijo de puta debía tener una
reserva especial de alimentos en su camarote.
Hubo otro zafarrancho de incendio, ya les digo, el
fuego fue relativamente fuerte y solo se contaba con los extintores para
apagarlos, no olviden que el buque se encontraba sin energía. Se orientó a la
tripulación mantenerse con los chalecos salvavidas por si fuera necesario
abandonar el buque, no podíamos utilizar los botes y tal vez muy pocos
lograrían llegar hasta las balsas salvavidas. El chaleco era nuestro último
recurso hasta que la muerte nos atrapara por hipotermia, la temperatura era
algo baja y las posibilidades de sobrevivir en el mar solo se extenderían más
allá de unos largos minutos.
El escolta se encontraba extremadamente asustado y
destilaba miedo por cada poro de su piel. Grata experiencia le deparó el
destino, no solo la altura de aquellas terribles olas y sus escalofriantes
bandazos. Ahora y muy a su pesar, debía sumar un incendio. -¿Qué, tiene miedo?
Esto es así, esta es nuestra vida, este es un mundo para hombres. El tipo no
contestó, estaba más pálido de lo normal y su mirada me llegó con una alta
dosis de odio y desprecio. Si escapamos, debo estar preparado para recibir
cualquier sorpresa como venganza, pensé. Tuve deseos de preguntarle por el
prisionero, saber si le habían orientado ponerse el chaleco salvavidas. No lo
hice, poco me importaba la suerte de aquel desgraciado, pero al observar la
ausencia de voluntad para tenerlo en cuenta, supuse que moriría como el indio
Hatuey o como los náufragos del Titanic. En aquellas difíciles circunstancias
nada me asombraba y todo me resultaba indiferente, el egoísmo invade los
sentimientos del ser humano y el pensamiento se esclaviza a un solo propósito,
salvar el pellejo a toda costa.
Gracias a Dios, muy cubano él, nos salvamos de lo que
apuntaba como un naufragio seguro. La galerna pasó, no sin antes arrastrarnos
más de trescientas millas en su recorrido. Mandaron al buque “Playa Larga” para
que nos remolcara hasta Lisboa, toda esa maniobra se encuentra detallada en el
trabajo al que me referí con anterioridad. Casi convencidos de nuestra
salvación, volvimos a olvidarnos de aquel desgraciado que ya sumaba más de un
mes sepultado en la oscuridad de su camarote. No tanto, disfrutaba la
iluminación de un bombillo incandescente. Solo que no podía observar al
exterior para comprobar alguna vez que se desplazaba sobre el mar y no en un
camarote “tapiado” al más cruel estilo comunista. Al mediodía siguiente de
estar atracados en Lisboa, un hombre alto me recordó nuevamente su existencia.
Era el embajador de Cuba en Portugal, lo conocía desde la guerra en Viet Nam,
se trataba de Raúl Valdés Vivó. Entró al buque acompañado por el capitán de la
seguridad cubana que viajaba como custodio de aquel prisionero tan importante,
tenía que serlo. Unas horas más tarde, dos agentes radicados en ese país
llegaron con alimentos para ambos.
El trayecto desde la salida de Rostock hasta La
Habana nos consumió cerca de dos meses, logramos arribar con dificultad y a
poca máquina. Con el Práctico embarcó otro personaje, tuvo que haber sido
“tenebroso”, así lo identificábamos siempre, un segurozo de alto rango. Minutos
después de lanzar el ancla en la rada habanera, llegó una lancha de la
capitanía con varios escoltas armados. No teníamos dudas que llegaron por su
presa y sin nadie solicitarlo nos fuimos acomodando en el portalón. La
curiosidad nos mataba a todos, ya habíamos olvidado el rostro de aquel hombre
marcado por la fatalidad. Estaba más blanco y pálido que una rana platanera.
Delante de él
bajaron dos de los custodios, esa noche había algo de marejada dentro del
puerto y la lancha mantenía un movimiento majadero, ascendía y bajaba a un
ritmo que exigía calcular el momento exacto para abordarla. Bajó el primer
custodio sin muchas dificultades, le tocó el turno al verdugo que había traído
al preso desde Rostock y calculó mal. Fue directo a las aguas apestosas y
contaminadas de la bahía ante la risa del detenido, luego se hizo general y
todos lo acompañamos en sus sentimientos. No lo comprendí muy bien, sabía o
imaginaba que a partir de ese instante comenzaría el tramo más doloroso de su
carrera, todo lo que había pasado en el buque no dejaba de ser un paseo.
Tal parece que aquel fue su desquite ante el ridículo
realizado por su victimario, después, como si hubiera navegado toda la vida o,
lo hubiera aprendido en una de las decenas de libros consumido durante su
viaje, aquel hombre abordó la lancha como si se tratara de una alfombra mágica,
no recuerdo si la gente lo aplaudió, creo que sí. Se perdieron entre las luces
de los buques fondeados en la bahía, los movimientos de la propela se
encargaron de batir las pestilentes aguas y hasta nosotros llegó un vaho
nauseabundo que se mantuvo allí durante muchos años. Leo casi todo lo que se refiere
a Cuba en Internet, nunca he encontrado una palabra que se refiera a ese hombre
misterioso, flaco y blanco como una rana que estuvo a punto de perecer con
nosotros.
Esteban Casañas Lostal.
Montreal..Canadá.
2012-05-15
xxxxxxxxxxx
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