viernes, 26 de febrero de 2021

LOS AMANECERES AQUÍ SON APACIBLES.


LOS AMANECERES AQUÍ SON APACIBLES.


Motonave "Habana"

Anoche regresé cincuenta y tres años sobre mis pasos, lo hice desde la dulzura de mi colchón, la pieza que más amo de mi apartamento. Viajé acompañado de ese silencio agotador que me persigue en este mudo edificio, soledades que nos van matando poco a poco, como queriendo enterrar nuestras memorias y lo que un día fuimos, fusilando tantos secretos que arrastran a su paso sus abatidos inquilinos, resignados y buenos.

Nunca había olvidado el título de aquella película soviética inspirada en una novela de Boris Vasiliev, no me importó tanto la historia como una sola de sus escenas. Me senté nuevamente en el comedor de oficiales de la motonave “Habana”, donde una vez corridas las cortinas de las portillas y apagadas sus luces, quedamos a merced de un proyector ruso que hacía tanto ruido como un tractor. Murillo, el eléctrico a bordo, era quien lo operaba en ese viaje. Solo en ese tiempo nos compartía algo que no era parte de su cosecha, los días restantes y cuando el tiempo lo permitía, el viejo se encargaba de entretenernos con algunos de sus cuentos, casi siempre fantásticos, que aseguraba fueran extractos de su vida real. No lo contradecíamos para continuar disfrutando de sus piadosas mentiras, la felicidad que nos imponía rebotaba en nuestros rostros y llegaba al suyo como una invitación a continuar. Ese viaje llevaba como segundo electricista a un espigado flaco al que todos llamaban El Sordo con mucha razón, defecto que se perdonaba en aquellos tiempos de espantos donde no era importante escuchar y la depresión no era una enfermedad de hombres, puras mariconerías, decían los fervientes revolucionarios de entonces. El viaje siguiente el caso de El Sordo fue más grave, se quedó sin habla también y la gente se lo perdonaba. Recorría las maquinillas, molinete y cabrestante acompañando a Murillo sin abrir la boca, muy triste y taciturno, ido de este mundo. No era para menos, cualquiera de nosotros hubiera reaccionado de esa manera, su mujer lo había abandonado teniendo un hijo. Siempre le temimos a los tarros, éramos capaces de enfrentarnos a terribles galernas, como la sufrida el viaje anterior, pero la presencia de un tarro hacía temblar todos los cimientos de nuestras existencias, sentíamos pánico de solo respirar su presencia. Su caso fue aún más grave, la jeva lo abandonó por otra jeva y los sentimientos de solidaridad humana hacia él fueron más profundos, solo que nunca le dijimos nada. Debe ser del carajo el trauma que se sufre, no tuvimos valor para preguntarle. Allí se encontraba tranquilo y con la mirada fija a una pequeña pantalla que se bamboleaba al ritmo de las olas. Algunas veces, las imágenes de la película escapaban del estrecho margen de aquella tela y se opacaban en el mueble barnizado que existía tras ella, nadie gritaba como en los cines de barrio.

Las bromas improvisadas iban cediendo ante el avance de la película o la invasión del humo que despedían varios tabacos encerrados en tan pequeño espacio. Nadie decía que fumar daba cáncer en esas fechas, y si lo dijeron, había males que lo superaban haciéndonos perder el miedo. No éramos muchos los asistentes esa tarde, realmente la tripulación era algo reducida, numerosa para tiempos presentes. La tripulación estaba compuesta por veinticinco hombres y si descontabas los cuatro de guardia, los que se encontraban descansando y los indiferentes a esta manifestación del arte, podía afirmarse que solo compartíamos aquel humo y el ruidoso proyector, la mitad de la tripulación. Podía suceder que el resto prefiriera disfrutarla con más tranquilidad cuando se proyectaba para las brigadas de guardia, tampoco existían muchas ofertas y la misma película podía repetirse tres o cuatro veces en el mismo viaje, todo dependía del interés de la tripulación.

Solo dos o tres películas se llevaban por viaje, una se podía ver de subida, una estando en algún puerto cuando nos quedábamos sin plata y la otra de bajada. Las distribuían en el Departamento de Atención a Tripulantes cuando aún atendían un poco a los marinos. Años más tarde eran parásitos que no servían para nada y sus funciones se reducían a visitar los barcos a la hora del almuerzo o para celebrar alguna “actividad” donde se ofreciera bebida. Solo una mujer realizaba con amor ese trabajo en toda la isla y la gente sabe que no miento, me refiero a la negra Carmen Rosa en Santiago de Cuba, los marinos la querían como si se tratara de una madre adoptiva. No recuerdo exactamente quien era el encargado de buscar las películas en la empresa o si ellos las traían a bordo, me inclino por esto último, luego estarían bajo la custodia de algunos de los secretarios encargados de arreglar al mundo.

Regreso cincuenta y tres años sobre mi estela y lo hago accidentalmente, reviso las ofertas de NETFLIX y poco me atrae. Paso al menú de AMAZON y me sucede lo mismo hasta que me detengo en el título de aquella película conservada casi virgen en mi memoria, le doy play. La pantalla de mi televisor supera en tamaño a la del improvisado cine de aquel barco, no se balancea, no domina la niebla producida por los tabacos en las bocas de Bolaños, El Bicho o los Populares encendidos por otros tripulantes, tampoco se escucha el molesto ruido de aquel proyector ruso. Encuentro que no se trata de una película, tampoco es en blanco y negro como la original, no la abandono. En la medida que va avanzando logro identificarla, el drama es el mismo, solo que por tratarse de un serial es más lento, me quedo esperando por la escena que nos hizo saltar del asiento en medio de la leve marejada, llegó.

-¡Murillo, para eso, coño! Gritó El Sapo desde el fondo del comedor. El viejo saltó asustado y apagó el proyector.

-¿Qué pasó, que pasó? Dijo nervioso Murillo, quien al parecer se había quedado dormido y pensó que se trataba de una emergencia.

-¡No paso nada! Pero coño, esas escenas pásalas en cámara lenta para cargar las baterías. La risa invadió todo el salón, El Sapo era un tipo ocurrente y muy simpático. Realmente eran dos Sapos, Bernardo, el que habló, vivía en el poblado de Regla. Alto, rubio y narizón, flaco como una vara de pescar y de estructura corporal estrecha, tanto, que ambos brazos amenazaban salir debajo del cuello. El otro Sapo era Menéndez, nada que ver con el anterior. Vivía en Cayo Hueso y tenía una hija con una mulata llamada Belkis, creo que ese era su nombre, muy chéveres ambos. Trigueño, bajito y tan descojonado por la vida como Bernardo. Menéndez se parecía mucho a Pototo, ocurrente, inoportuno y cómico como el artista. Ambos habían llegado de las filas del MININT, creo que navegaron en uno de los yates de Castro. Nada que ver como agentes represores, solo un par de jodedores muy queridos entre los tripulantes, Bernardo era militante del partido, Menéndez no militaba en nada.

-¡No jodan, coño! Menudo susto me has dado con tu jodedera. Terminando de hablar puso el tractor en marcha y no se hizo esperar la protesta general.

-¡Murillo, no jodas y dale pa'tras! Intervino Chirino el camarero de tripulantes con la nariz más grande de Cuba. Alto, flaco, enjuto y destimbalado en todo el sentido de la mala palabra. Chirino era un tipo muy noble y querido por todos, solo que la cagó en el viaje siguiente cuando junto a Papucho chivatearon a Víctor por estar comiéndose a una pasajera y lo expulsaron de la marina. Como era tan medio tonto, imagino haya sido presionado por Papucho, Chirino también vivió en el poblado de Regla. Murillo detuvo al tractor soviético y manualmente fue retrocediendo en rollo.

Motonave "Habana"

-¡Ahí, no! ¡Ahí, no, mas pa'tras! Gritó Juan Cardona, el mulato camarero de los oficiales, buena gente este muchachón que vivía en Santiago de Cuba. Un buen viaje se enamoró de una enfermera en Nicaro y se empapayó. Se casó con La China, una de las mulatas más lindas de aquel pueblo y dejó de navegar. Cada vez que el barco tocaba a Santiago yo me llegaba por su casa, Juan estaba trabajando en la termoeléctrica y continuaba con su hermosa mujer. La última vez que lo vi fue por pura coincidencia en la terminal de trenes de Santiago, la situación del país había empeorado y le había tocado de cerca. Me mostró los pies para decirme que no tenía calcetines y delante del público me quité los que calzaba para dárselos. Los guardó sin penas en uno de sus bolsillos y nos despedimos, quizás para siempre. Murilo, bajo protestas, detuvo nuevamente su tractor y retrocedió un tramo más largo la película. Puso a funcionar nuevamente al tractor soviético y reinó por unos segundos el silencio, solo unos segundos.

-¡No jodas, Murillo, pasa esa escena en cámara lenta! El viejo, algo molesto detuvo la marcha de aquella vieja máquina.

-¡Atiendan acá! Esta máquina de mierda es rusa y no tiene cámara lenta. ¡Así que no jodan más! Giró el botón para hacerla funcionar nuevamente y en fracciones de segundos se perdió la escena que había atrapado la atención de la tripulación.

-¡Coño, Murillo, tampoco así! Asere, dale pa'tras nuevamente a esa escena y si no la puedes pasar en cámara lenta, coño, colabora un poco, detenla para cargar baterías. Esta vez fue El Moro, un engrasador bien negro y buena gente, muy serio él. Tampoco entiendo el origen de aquel apodo, no tenía un solo pelo de moro, era simplemente negro en todo el rigor de esa palabra y como no entraba en jodederas, Murillo no protestó. Nuevamente le dio para atrás al rollo manualmente, lo bueno de todas aquellas inesperadas interrupciones fue que nadie protestaba, todos aprobaron con su silencio aquella anormalidad tan solicitada. Murillo accionó nuevamente el botón y la película comenzó a reproducirse escenas antes de la que atrapaba el interés de todos nosotros.

-¡Para, Murillo, para! Le gritó Eduardo Lobaina y Murillo detuvo la máquina algo molesto.

-¿Y ahora qué? Van a tener que buscarse a otro operador, me tienen hasta los cojones. Protestó enojado esta vez el viejo.

 -¡Coño, Murillo! Si no tiene cámara lenta esa máquina de mierda, al menos detén la película donde las jevitas se encuentran dándose el baño en la sauna. Insistió Lobaina, un mulato bonachón y envuelto en grasa con origen en Nicaro. Vivía desde hacía unos años en Marianao y era buena gente, un cabronzuelo que sabía flotar como un corcho cuando la vida lo exigía. Murillo volvió a retroceder manualmente el rollo, lo hizo en silencio y sin avisar accionó nuevamente al tractor, una leve marejada balanceó al barco y con ese bamboleo se meneó la pantalla.

-¡Ahí, para ahí, coño! Grito Pachiro, bueno, la tripulación no lo conocía con ese apodo familiar. Se trataba de Miguel Ramos Bringuez, el pañolero del barco. Ya lo he mencionado en algún escrito mío, Pachiro llegó a La Habana desfilando con una caravana de supuestos mambises en caballería y una vez que pasó frente a la tribuna de la Plaza Cívica, se bajó del caballo y le dio dos planazos con el machete. Sin otro medio de transporte, aquel guajirito de “remanganagua” se quedó en La Habana, donde después de pasar mil y una noche de sufrimientos, logró al cabo de los años traer a toda su familia del campo. Murillo reaccionó al pedido de Pachiro y detuvo la monstruosa máquina.

-¡Así no, Murillo! ¡Debes encender el bombillo! Le gritó Eudis, otro guajirito que viajaba como ayudante de cocinas mientras el Vicent era el Mayordomo del buque. Murillo encendió el foco del tractor en la escena solicitada por los presentes.

Motonave "Habana" hundida en Mozamedes, Angola.

-¡Ahí, no! ¡Ahí, no, mas pa'tras! Gritó Juan Cardona, el mulato camarero de los oficiales, buena gente este muchachón que vivía en Santiago de Cuba. Un buen viaje se enamoró de una enfermera en Nicaro y se empapayó. Se casó con La China, una de las mulatas más lindas de aquel pueblo y dejó de navegar. Cada vez que el barco tocaba a Santiago yo me llegaba por su casa, Juan estaba trabajando en la termoeléctrica y continuaba con su hermosa mujer. La última vez que lo vi fue por pura coincidencia en la terminal de trenes de Santiago, la situación del país había empeorado y le había tocado de cerca. Me mostró los pies para decirme que no tenía calcetines y delante del público me quité los que calzaba para dárselos. Los guardó sin penas en uno de sus bolsillos y nos despedimos, quizás para siempre. Murilo, bajo protestas, detuvo nuevamente su tractor y retrocedió un tramo más largo la película. Puso a funcionar nuevamente al tractor soviético y reinó por unos segundos el silencio, solo unos segundos.

-¡No jodas, Murillo, pasa esa escena en cámara lenta! El viejo, algo molesto detuvo la marcha de aquella vieja máquina.

-¡Atiendan acá! Esta máquina de mierda es rusa y no tiene cámara lenta. ¡Así que no jodan más! Giró el botón para hacerla funcionar nuevamente y en fracciones de segundos se perdió la escena que había atrapado la atención de la tripulación.

-¡Coño, Murillo, tampoco así! Asere, dale pa'tras nuevamente a esa escena y si no la puedes pasar en cámara lenta, coño, colabora un poco, detenla para cargar baterías. Esta vez fue El Moro, un engrasador bien negro y buena gente, muy serio él. Tampoco entiendo el origen de aquel apodo, no tenía un solo pelo de moro, era simplemente negro en todo el rigor de esa palabra y como no entraba en jodederas, Murillo no protestó. Nuevamente le dio para atrás al rollo manualmente, lo bueno de todas aquellas inesperadas interrupciones fue que nadie protestaba, todos aprobaron con su silencio aquella anormalidad tan solicitada. Murillo accionó nuevamente el botón y la película comenzó a reproducirse escenas antes de la que atrapaba el interés de todos nosotros.

-¡Para, Murillo, para! Le gritó Eduardo Lobaina y Murillo detuvo la máquina algo molesto.

-¿Y ahora qué? Van a tener que buscarse a otro operador, me tienen hasta los cojones. Protestó enojado esta vez el viejo.

 -¡Coño, Murillo! Si no tiene cámara lenta esa máquina de mierda, al menos detén la película donde las jevitas se encuentran dándose el baño en la sauna. Insistió Lobaina, un mulato bonachón y envuelto en grasa con origen en Nicaro. Vivía desde hacía unos años en Marianao y era buena gente, un cabronzuelo que sabía flotar como un corcho cuando la vida lo exigía. Murillo volvió a retroceder manualmente el rollo, lo hizo en silencio y sin avisar accionó nuevamente al tractor, una leve marejada balanceó al barco y con ese bamboleo se meneó la pantalla.

-¡Ahí, para ahí, coño! Grito Pachiro, bueno, la tripulación no lo conocía con ese apodo familiar. Se trataba de Miguel Ramos Bringuez, el pañolero del barco. Ya lo he mencionado en algún escrito mío, Pachiro llegó a La Habana desfilando con una caravana de supuestos mambises en caballería y una vez que pasó frente a la tribuna de la Plaza Cívica, se bajó del caballo y le dio dos planazos con el machete. Sin otro medio de transporte, aquel guajirito de “remanganagua” se quedó en La Habana, donde después de pasar mil y una noche de sufrimientos, logró al cabo de los años traer a toda su familia del campo. Murillo reaccionó al pedido de Pachiro y detuvo la monstruosa máquina.

-¡Así no, Murillo! ¡Debes encender el bombillo! Le gritó Eudis, otro guajirito que viajaba como ayudante de cocinas mientras el Vicent era el Mayordomo del buque. Murillo encendió el foco del tractor en la escena solicitada por los presentes.

Llegué a esa escena en la pantalla de mi televisor y no me provocó la misma excitación de cuando me encontraba en aquel salón. La película del barco era en blanco y negro, ahora me encontraba ante un serial a todo color y de alta definición. Atrás quedaron las imágenes de aquellas hermosas rusas con un tupido y oscuro Monte de Venus, las que supe guardar en mis baterías para usarlas cuando se presentara la oportunidad. Ahora las observaba escasas de vellos, como adaptadas a los tiempos modernos, apartadas del gusto y modas de la época en que fuera escrita la novela, nada que pudiera provocar ese desafío de la mente a la hora de hacerse un exorcismo manual para alejar todos esos demonios vestidos de espermatozoides y que tanto atrofiaban la mente del marino de aquellos tiempos. Las actuales actrices son hermosas, no lo dudo. Las condiciones de vida a bordo de cualquier nave son diferentes también, los camarotes son individuales y los deseos menos reprimidos. Aquellos viajes entre el deseo y la imaginación, reprimidos por las leyes de sus tiempos, son menos rigurosos. Ya no existe aquella flota de nuestros sueños rotos, tampoco dejamos en nuestra estela, solo a pocas millas antes de arribar al Morro de La Habana, aquellas largas millas de revistas pornográficas que arrojábamos al mar por nuestras portillas antes de arribar a puerto.

He regresado cincuenta y tres años sobre mis pasos por el título de una película. “Los amaneceres aquí son apacibles”, lo son en este edificio donde hoy vivo. La pantalla de mi televisor es más grande que la usada en aquel salón de la motonave “Habana”, las imágenes son a color y el sonido estéreo rompe el silencio angustioso del final de nuestras vidas. Murillo encendió el foco del proyector en la imagen detenida que le habían solicitado y unos segundos después, solo unos segundos, vimos como aquellas rusas de cuerpos fenomenales y Montes de Venus tupidos, se iban quemando ante nuestros ojos y se desfiguraban en la pequeña pantalla adquiriendo formas de volcanes en erupción. Se jodieron las próximas tripulaciones, pensamos. Viajo en el tiempo y me reencuentro con fantasmas que una vez existieron y me saludan tristes.

 

Esteban Casañas Lostal.

Montreal..Canadá.

2021-02-26


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