UN BARCO NO ES UNA
DEMOCRACIA.
ARTURO PÉREZ-REVERTE
PATENTE DE CORSO
Estoy leyendo por
incontable vez en mi vida Tifón, que estimo la novela más conradiana de
cuantas escribió Joseph Conrad, mientras espero con ansiedad ese momento
cumbre, la culminación del relato que llega cuando, poco antes del final y
refiriéndose al personaje del capitán Mac Whirr, el autor escribe: El
huracán que hace enloquecer las olas, que hace naufragar los barcos y arranca
los árboles, que derriba murallas y precipita a los pájaros contra el suelo,
ese huracán había encontrado en el camino a este hombre taciturno, y su mayor
esfuerzo no consiguió arrancarle más que unas pocas palabras. Estoy leyendo
eso y no puedo evitar que se vaya mi cabeza al mar y al novelista que me
enseñó a amarlo todavía un poco más. Y pienso en los Mac Whirr que conocí
en mi vida, que fueron unos cuantos. Y entre ellos, por supuesto, lo recuerdo a
él. Lo mencioné de refilón en La carta esférica, pero nunca hablé de él
aquí, me parece. Así que voy a hacerlo hoy.
No era taciturno en
absoluto, sino todo lo contrario: expansivo, jovial, arrollador. Una especie de
vikingo grande, pecoso, con el pelo casi rojizo, fuerte y vital. No diré su
nombre, pues era un individuo complejo y extraordinario, lo mismo cuando estaba
al mando de un buque que cuando pisaba tierra. Labró la infelicidad de una
esposa y una hija y acabó su vida de modo prematuro tras arrastrar un
escándalo social que lo persiguió hasta el final. El cáncer le impidió
terminar como una vez le oí decir que deseaba hacerlo: «Navegando por un mar
gris, bajo un cielo gris, fumando una pipa gris».
Era uno de los mejores
amigos de mi padre. Habían navegado juntos en petroleros a Oriente Medio y al
Golfo Pérsico. Mi padre era todo lo contrario: serio, silencioso, prudente.
Hacían una extraña pareja cuando estaban juntos, el marino arrollador en tierra
y el técnico educado, elegante y frío que jugaba al ajedrez. Sé que el carácter
expansivo y bronco de ese amigo desagradaba a mi padre; pero aquel hombre había
salvado de ahogarse a una de sus hijas, mi hermana Marili, un día que la
arrastró el mar, y el agradecimiento y la lealtad que por eso le profesaba no
tenían límites. Estaba en casa leyendo y de pronto se abría la puerta con
estrépito: «Ah del barco, Cala, acabo de desembarcar, hazme una ensalada con
mucho verde, que llevo un mes comiendo congelados». Y a mi padre: «Luego,
Pepín, nos vamos a tomar café a Benidorm». Y mi padre cerraba el libro,
resignado, y después de que mi madre hiciera la ensalada, cogía el coche y
hacía ciento cincuenta kilómetros para tomar café donde hiciera falta. Eran los
años 60, y en esa época le oí decir al capitán una frase que retuve toda mi
vida, porque es una de las mayores verdades que escuché jamás. Algo que hoy
suena mal en tierra, pero que todo marino comprende y comparte: «Un barco no es
una democracia».
Esa frase resumía bien
muchas cosas y lo resumía a él. Era de la vieja escuela; de los que, como mi
tío Antonio y otros capitanes amigos de mi padre, hicieron el aprendizaje
náutico trepando a los palos de barcos de vela. Y era, sobre todo, un magnífico
marino. En tierra firme podía llegar a ser insoportable, pero en el puente de
un barco sabía enfrentarse, como pocos, a los diablos cuando bailan sobre las
olas. Ejercía el mando de sus buques con ese concepto hoy arcaico del poder
absoluto a bordo, comprensible cuando no existían los teléfonos móviles y un
capitán era responsable de las vidas, el barco y la carga. E hizo cosas
espléndidas: en una ocasión salvó su petrolero sin ayuda de nadie, ahorrando
remolcadores a la empresa, tras un abordaje entre la niebla del canal de La
Mancha. En otra, logró entrar en un puerto ruso con una impecable maniobra
entre un espantoso temporal de nieve, con el hielo reventando las válvulas y la
tripulación de un crucero soviético aplaudiendo en la borda al amarrar junto a
ellos.
Siempre imaginé al
capitán Bligh de El motín de la Bounty con su voz y su aspecto. Era un marino
de los pies a la cabeza, para lo bueno y lo malo: tozudo, autoritario y eficaz.
Un capitán de aquella vieja escuela que los nuevos tiempos condenaban sin
remedio. «A bordo –afirmaba–, un capitán es el amo después de Dios; y a veces,
cuando Dios queda demasiado lejos, simplemente el amo». Pero su frase más
famosa no se la dijo a mi padre, sino al tribunal de capitanes de marina que lo
juzgó por arrojar del puente a cubierta, por una escala, a un tripulante que le
había discutido una orden en pleno temporal, rompiéndole al pobre hombre una
pierna: «Pues que no se queje, porque ha tenido suerte. Hace un siglo lo habría
colgado del palo mayor». Lo absolvieron. Eran sus iguales y eran otros tiempos,
como digo. Otros capitanes y otros mares.
Esteban Casañas Lostal.
Montreal..Canada-
2020-07-20
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