VITROLAS.
Un viaje por varios puertos montado en su recuerdo
Algo grande tuvo que haber pasado para que ejerciera esa fuerza de atracción sobre mí, puede que haya ocurrido en una época tan remota como mi infancia. Las escuchaba en cada esquina de aquellos barrios que nunca fueron míos, unas veces recorridos en fatigantes viajes sobre patines Unión 5, tal vez a bordo de bicicletas prestadas por mis primos. A veces se molestaban conmigo por esas paradas involuntarias a la sombra de la esquina de un bar cualquiera. El sudor se secaba mientras diferentes melodías penetraban por los poros de mi cuerpo, casi siempre eran canciones trágicas que salpicaban algo de sangre, tarros que muy pronto ocuparon un espacio en mi mente ingenua.
María compartía algún Cuba Libre en el bar que hacía esquina en las calles Clavel y Subirana. Siempre estaba allí toda pintorreteada y oliendo a perfume barato. Sus vestidos eran siempre muy entallados y denunciaban cada curva de su cuerpo abundante en grasa. Eran síntomas de buena salud y apetecible para esos tiempos donde la obesidad era moda. Se mostraba orgullosa y meneaba el culo con la elegancia y maestría de nuestros barrios. Las mujeres decentes la detestaban y evitaban que sus maridos permanecieran mucho tiempo parados en la puerta. Hasta mi abuelo la devoraba con la vista, y mi tío Macho, y mis tíos postizos. Solo nosotros nos acercábamos a ella, no era mala gente.
Cuando estaba en buenas nos dejaba caer algo, aunque fuera un nickel para comprar un Orange o una Materva. Los mejores momentos de María fueron cuando se encontraba borracha, hubo días en los cuales nos dejaba caer una peseta. Eso sí, había que soportar nos pegara su bemba pintorreteada en la cara y nos la dejara marcada con sus huellas dactilares. Era puta, pero no era una puta cualquiera, siempre fue muy cariñosa con nosotros los fiñes del barrio. Poco nos importaba las advertencias de mi abuela, que si eran mujeres de la vida, que si eran malas. ¿De qué vida? Me preguntaba en muchas ocasiones. María era buena gente.
Cuando se acababa aquel disco de Orlando Contreras donde le cantaba a un amigo suyo, unas veces continuábamos por Clavel y le echábamos un poco de aceite a los patines en los talleres de las guaguas Lino Menéndez, ya los mecánicos nos conocían. Otros días, tirábamos Subirana abajo hasta llegar al parque de la Normal, esa era nuestra vida, la mejor que he conocido, luego fuimos creciendo y junto a nosotros crecían también los problemas.
La bodeguita de Nano quedaba exactamente en la esquina de Cervantes y Guasimal. Párraga no era entonces el barrio tan empobrecido que vi antes de mi partida. En mis vacaciones iba a trabajar a ese timbiriche y me ganaba unos kilos. Vendía de todo para ser tan pequeño el local, pero si algo me encantaba, era que también tenía una vitrola. La gente pasaba por allí y a veces me pedían un vaso de cerveza que costaba trece centavos. No había necesidad de estar tomando medidas, porque los vasos podían contener la mitad de una botella de cerveza solamente. Tendría yo unos 11 años en esa época donde comenzaba a despegar como todo un hombrecito. Nano se ausentaba con mucha frecuencia y me dejaba al frente de su negocio, esos fueron los tiempos en los cuales yo sacaba uno que otro nickel y ponía algún disco en la vitrola para matar el aburrimiento. Había uno muy de moda que repetía hasta la saciedad, era interpretado por Luis Bravo y yo lo seleccionaba siempre marcando el F 14.
El tiempo continuó su marcha y el silencio invadió todas nuestras esquinas. Nadie supo nunca el destino de aquellas hermosas vitrolas que tanto me cautivaran. A María me la encontré años más tarde vestida de miliciana, su piel estaba reseca y quemada por el sol, ya no olía tampoco a los perfumes baratos y su bemba era de dimensiones más pequeñas. Aquellas hermosas pantorrillas eran ocultadas por un pantalón de bombacha algo desahogado, solo se notaba la existencia de las caderas por el cinto que la estrangulaba. Había desaparecido su aliento etílico y su lenguaje era ahora politizado. Siempre me reconoció y me llamó compañero, yo la saludaba con el mismo cariño de la infancia. Nada comenzaba a ser igual, muchas puertas se fueron cerrando, infinidad de rostros populares de nuestros barrios se esfumaron. Dejaron de oírse aquellas canciones ensangrentadas y solo algunos se empecinaban en tararearlas, eran reminiscencias del pasado y desviaciones ideológicas, el lenguaje cambiaba y lo que un día fuera natural hoy estaba prohibido. Las vitrolas desaparecieron sin que nos diéramos cuenta, siempre me quedé con aquella duda, ¿dónde carajo las metieron?
¿Se acuerdan de Luisón? Ya les he hablado bastante de él y no hace falta que repita su historia. Es el socio al que una vez lanzaron desde el cuarto piso del edificio donde yo vivía y solo sufrió rasguños. ¡Caballeros! El socio que era cardiaco a las negras. Ya sé que se acordarán de él. ¡Qué les cuento! Uno de esos días de infernal calor en Tampico nos metimos en un bar a tomarnos una cerveza y voilá, el bar tenía una vitrola. Después de la cuarta cerveza no pude contener mis impulsos y me dirigí hasta el aparato. Leía con avidez el menú y encontraba a poca gente conocida, casi todas las canciones eran rancheras y me dio por buscar "La Cama de piedra". Tuvo que ser un capricho de la mente porque ni los mismos mexicanos se acordaban de ella, eso lo comprobé en una conversación establecida por esos lazos maravillosos que se establecen por medio del alcohol. Mi vista se dirigió involuntariamente hasta el F 14, y vaya sorpresa, allí tenía nada más y nada menos que a Javier Solís con la canción "Sombras". Al instante la puse y recibí miradas de aprobación por parte de varios parroquianos que compartían igual suerte en aquel tugurio.
Nunca me había sentido tan cerca de Cuba en el extranjero, el olor a orine invadía cada rincón de aquel establecimiento y esa rara sensación de azufre molestaba nuestras narices. Nada de eso nos preocupaba, ya estábamos acostumbrados. Poco rato después de estar sumergidos en esas conversaciones etílicas donde un extraño pretende que lloremos por su dolor o, que nos hagamos cómplices del crimen planificado solo en medio de la valentía que provoca una borrachera. En medio de un intermedio fortuito, me dirigí a la vitrola y marqué nuevamente el F 14, otra vez la sombra y penumbra de aquella canción penetró en nuestra mesa.
Una hermosa mujer entró al bar sin darnos cuenta, tendría unos veinticinco años a lo máximo. Bebió del vaso o las botellas en diferentes mesas antes de aterrizar en la nuestra. Luisón le ofreció de la mía y luego le pedí que continuara hasta el fondo. No sé si nos oía, pero no me cupo la menor duda de que no hablaba. Rápidamente se estableció una comunicación muy fluida con la ayuda de la mímica y extraños sonidos guturales. Muy pronto comprendió que éramos extraños y acomodó una silla junto a nosotros, yo fui hasta la barra por tres cervezas más y al pasar por la vitrola marqué nuevamente el F 14.
-Manón, cambia de disco, la gente se va a berrear.
-Luisito, que se berreen si les da la gana, la plata es mía y es la única canción que conozco. La mudita solo trataba de comprendernos, le di una moneda para que ella eligiera otro disco. La gente le tocaba las nalgas cuando pasaban a su lado, era indudable que ella era muy popular en esa zona portuaria.
-No está mal, se le puede meter un trancazo. Me dijo Luisito y cambié la mirada en dirección a la vitrola, recorrí con la vista cada centímetro de su culo.
-¡Ta güena! Pero me paso con el doble nueve. Le respondí segundos después.
-Yo creo que está puesta pa tu carabela.
-Puede ser Luisón, pero el que no está puesto soy yo, me paso.
-¡Asere! No se pierde nada con probar. ¡Vamos a ver! Te has fumado alguna vez a una muda, y olvida que no hable, mata el cuerpazo que tiene.
-No manón, no me he fumado a ninguna muda todavía.
-¡Coño! ¿Vas a perder esa maravillosa oportunidad? Consorte, en la vida hay que probar de todo. Yo tengo en mis planes jamarme una enana, una monja, una torta, una narra.
-¡Ya sé! Y no me hables de las negras, pero mira, si tanto te interesan esas experiencias extravagantes, ¿por qué no te jamas a la muda?
-Porque no está puesta pa mi carabela consorte. Ella llegó nuevamente a la mesa y pocos segundos después se oía en la vitrola una de aquellas canciones sangrientas que consumiera durante mi infancia, solo que ésta era una ranchera y aparentaba ser mucho más violenta. La mudita se sentó y comenzó ese interminable cambio de señales mímicos acompañados de sonidos incomprensibles al sentido humano. Con cuatro cervezas más estaba seguro de que algo positivo le encontraría a esa mujer, pero el viaje hasta la isla era extremadamente corto, razón suficiente para evitar una inusual aventura. Poco rato después me levanté y pulsé las teclas F 14, uno de los parroquianos se acercó a nuestra mesa.
-Cuate, ni una sombrita más. Lo expresó muy bajito, el grueso bigote cubría gran parte de su boca y era imposible adivinar que sus intenciones fueran amables. Terminada la cerveza nos levantamos y partimos para otro bar con menos olor a orine y con vitrola también. La mudita no se separaba de nosotros, terminamos la noche oyendo "Esta tarde vi llover" de Armando Manzanero. Dos días después abandonaba esas parrandas de Tampico, destornillador en mano desarmaba mamparos para esconder mi contrabando. La mudita agitaba un pañuelo en el muelle cuando largamos el último cabo.
Orestes era un socio con el que coincidí una noche frente al hotel Casa Granda de Santiago de Cuba. Nunca habíamos compartido porque cada cual nos movíamos en ambientes diferentes. Él ocupaba la plaza de engrasador en el barco, un mulato claro que pecaba acercarse al popular "jabao" cubano. No levantaba más de cuatro cuartas del suelo, pero así con ese tamañito la gente lo respetaba. Andaba desesperado esa noche, eso lo pude notar a una cuadra de distancia y permanecí tranquilo sabiendo que llegaría hasta mí. No recuerdo quien era el otro socio que andaba con él esa noche, lo cierto es que la cuenta no cuadraba, les sobraba una mujer y yo sería su pareja.
La muchacha era una pelirroja bastante alta y bien formada, muchas pecas adornaban como guirnaldas todo su rostro. No usaba ajustadores y se notaban senos firmes, dentadura perfecta y elegante sonrisa. La presentación fue informal y cuando apenas nos soltamos las manos, estábamos abordando un taxi pirata. La parada fue en el club Tricontinental, se encontraba casi vacío en una época donde los naturales aún podían hacer uso de esos lugares. Hicimos el resumen en el Chapela, yo mismo les serví de guía en aquella calurosa noche. Así sudados y con los cuerpos saturados de sal tuvimos que hacer el amor, peor aún fue repetirlo, no había otra opción. Pensé que esa sería nuestra única noche, pero luego se repitieron con insistencia. Ella salía de la posada para el hospital donde trabajaba de enfermera, nunca he conocido resistencia como esa, tuvo que ser fuego uterino, eso pienso.
Una de esas noches se encabronó mucho conmigo, no era para menos, cuando se excitaba gritaba como si la estuvieran asesinando. Luego, me llamaba mucho la atención los vellos de su pelvis extremadamente rojiza, era la primera vez que chocaba con un fenómeno como ese y no podía contener la risa. La pelirroja no era muy fiel que digamos, partí de franco para La Habana por una semana y al regresar ella estaba empatada con Adrián, y el muy comemierda diciendo en el comedor de Oficiales que se iba a casar con ella. Luego salió de franco él y la pelirroja se empató con Francisquito. Por suerte el barco partió a la tercera semana para Cienfuegos.
Uno de esos días Orestes me invita a dar una vuelta y acepté acompañarlo, era un tipo con el que se podía compartir, solo que desconocía otra fase suya cuando bebía. En una de las aceras del parque donde se encuentra el Instituto de Cienfuegos abrieron una piloto. Los estibadores me la habían recomendado como algo buena por ser un lugar al que solo asistían trabajadores del puerto. El sitio se encontraba algo vacío a esa hora y nos fue fácil comprar las primeras pergas de cerveza. Para completar nuestra felicidad observé algo increíble, aquella piloto poseía una vitrola.
¿Se imaginan ustedes eso? Una vitrola sobreviviente, una sola vitrola en aquella ciudad y posiblemente una de las poquísimas en toda la isla. No pude contener los deseos de estar junto a ella. Fui leyendo detenidamente todo el menú, la música era distinta, el lenguaje de sus letras totalmente diferente, ya no corría la sangre, no se hablaba de tarros. Bueno sí, buscando y buscando encontré algunos números de Tejedor y Luis. Había tarros entonces, solo que ahora trataban de ocultarlo un poco en esa lucha constante por la sociedad perfecta. Los compañeros y compañeras no pegaban tarros, no se traicionaban, esos pecados eran impropios del hombre nuevo que deseaba ser como el asmático muerto en Bolivia. Era barato escuchar un disco, solo cinco centavos y con una peseta podías marcar cuatro. Puse a Tejedor y algún bolero de Lino Borges, no hay mejor música para un borracho que esos trágicos boleros. Te enervan, deprimen, te encojonan y sacas pa fuera todos los problemas que cargas contigo, y cuando ya no puedes más, la agarras con el que se encuentra a tu lado y todo termina en bronca.
A Orestes le gustó la idea de la vitrola, él era más o menos de mi generación y de un barrio caliente de La Habana, de aquellos, donde existía uno de esos aparatos en cada esquina. Después de las cuatro de la tarde aquel local se fue llenando de estibadores, todos nos conocían, así que podíamos asegurar encontrarnos a buen resguardo. Orestes era mucho más apasionado que yo por la vitrola, solo que tenía un estilo muy particular de usarla. El enano le echaba una peseta y marcaba un disco solamente, regresaba a nuestra mesita y cuando se acababa el número se molestaba en ir nuevamente hasta la máquina para volver a marcar. Todo suena muy sencillo contado de esta manera, pero lo cierto es que ya me tenía algo nervioso. Los estibadores también deseaban poner sus discos y cada vez que alguno se llegaba hasta la máquina, podía escuchar con algo de dificultad a Orestes cuando les decía;
-¡Compadre! ¿No ves que está el bombillito encendido? Eso quiere decir que todavía tengo derecho a marcar otros números porque le puse una peseta. Al principio se lo tomaron como una gracia, era novedad una actitud como aquella. Pero lo cierto es que esos hombres deseaban disfrutar de algo que era un verdadero privilegio.
Creo haberle contado unos diez viajes desde la mesa hasta la vitrola, pero en la medida que se bajaba aquellas pergas de cerveza, pude notar que el enano se ponía más violento. Pudo ser por efectos del alcohol o por los boleros de tarros, quién sabe. El último de sus viajes colmó la paciencia de aquellos nobles hombres, Orestes se paró dándole la espalda a la máquina. Tenía las piernas abiertas a todo dar y con los brazos igualmente extendidos a ambos lados, trataba de abarcarla como si fuera de su propiedad.
-¡Atiendan acá! ¿Cómo cojones voy a explicarles que mientras tenga el bombillito encendido nadie puede marcar? Varios de aquellos estibadores se levantaron en actitud agresiva y partieron en dirección de Orestes y la cabrona vitrola. Tuve que mandarme a correr para evitar algo peor.
-¡Oye, Segundo! Llévate a ese enano de mierda y que no vuelva a poner los pies en esta piloto. Me dijo uno de los negrones que vestía pantalón de yute.
-¡Caballeros! No le vayan a hacer nada, el socio está en curda.
-¡Asere, llévatelo! Si lo vemos nuevamente por aquí lo vamos a despingar pa que respete a lo jombre.
-Tranquilos, tranquilos! Agarré al enano y lo saqué del local casi a la fuerza.
-¡Second, tu no tienes tema con nojotros! Regresa cuando quieras. No me convenía pelear con aquella gente que me ayudaba en los cierres de bodegas e izaje de puntales. Orestes siguió en las mismas, las curdas le daban muy malas y buscaba broncas en cualquier lugar. Lo último que hizo en una de esas borracheras fue, salir del motelito de Guayabal y meterse en el pequeño cementerio del pueblito. Colocó una corona de flores en cada puerta de las casas cercanas, la gente no pudo bajar más a tierra mientras el buque estuvo cargando.
No vi otra vitrola en ninguno de los puertos visitados de la isla, fueron condenadas al olvido, solo me mata la curiosidad por conocer el destino de ellas, ¿dónde coño las metieron?, porque es de suponerse fueran miles.
Con Miguel fue distinto, ya me estaba convirtiendo en un corrupto más y robaba para ponerme a tono con la sociedad. La primera vez que había pasado por ese puerto hube de pagar la novatada y la mascada fue pequeña. Me dejé llevar por aquello de que el "tiburón se moja, pero salpica". Me mojé muy poco y salpiqué a toda la tripulación. En ese viaje salpiqué de nuevo a mi gente, pero me mojé como debe ser.
-Dile a tu jefe que lo espero en mi camarote. Le dije a uno de los hombres de una brigada que se disponía a embarcar materiales. Me observó con algo de picardía, es muy seguro que supiera las razones de aquella cita.
-Tú no eres el que estaba al frente del negocio el año pasado. Le pregunté a un muchachón de unos veinticinco años y elevada estatura.
-Así mismo es, Primero. Era mi padre, pero se acogió al retiro este año y quedé al frente del negocio.
-No me gusta darle vueltas al asunto, así que voy al grano. ¿Cuánto es lo que piden normalmente los barcos que pasan por aquí?
-Unos dos mil dólares.
-Me imagino que igual cantidad para el Capitán.
-Sí, la misma cantidad para ambos.
-Bueno, quiero que me traigas esa esa plata y yo me encargo de lo demás.
-¿En cual moneda la desea?
-Para el Capitán en dólares americanos, y para mí mil en dólares y el resto en la moneda del país.
-No hay problemas.
-Le sugiero que no me haga la entrega en presencia de nadie.
-No se preocupe, ya conozco la mecánica.
-Otra cosa, tráigame dos cajas de whisky y cuatro cajas de Coca Cola.
-No hay problemas, ¿algo más?
-Es todo.
Al día siguiente partí con el muchachón para el centro de la ciudad en su auto, un flamante VW con menos de doscientos kilómetros recorridos. Me llevó hasta un bar de su propiedad donde bebimos hasta aburrirnos. En horas de la noche me llevé a Miguel hasta un bar restaurante donde pedimos un bistec que fuera la mitad de la nalga de una vaca. Era una ansiedad incontrolable por la carne, comerse un bistec de ese tamaño era hacer contrarrevolución, era violar algo prohibido para nosotros. Hoy no siento nada por aquellos caprichos.
Miguel no preguntaba nada y eso me gustaba, él sabía que siempre le caería algo. Después de cenar recorrimos un poco la ciudad a pie hasta encontrarnos en la puerta de un bar español. Pedimos dos cervezas San Miguel y nos sentamos en la barra. Pocos minutos más tarde, una conocida melodía me llegaba por la espalda y giré sobre el asiento. Era el colmo de la felicidad para resumir una noche, una hermosa vitrola no se hizo esperar por mí. Recorrí todo el menú y observé buena cantidad de cantantes conocidos, la mayoría de ellos españoles. Por ese instinto sobrenatural me detuve en el F 14, era una canción de Nino Bravo titulada "América", no dudé en ponerla al instante.
Las conversaciones siempre giraban sobre el mismo tema, precios en la bolsa negra y situación del país. Generalmente yo hablaba y Miguel escuchaba, nunca aportaba nada nuevo a esos monólogos, era bien pendejo, y vivía con ese temor a ser delatado por él mismo, quizás tenía pánico hablar dormido. Su mujer era diferente, bueno, las mujeres siempre han sido mucho más valiente que los hombres en la isla. No quise repetir la experiencia de México y Cienfuegos, alterné con discos de Fórmula V, Paco de Lucía, Los Bravos, Raphael, etc. Pero luego de la quinta cerveza algo falló y comencé a poner con bastante frecuencia el número "América".
-¡Joder cubano! Ya mareas con lo mismo. Dijo uno de los parroquianos.
-Barman, ¡ponle una ronda a la gente! Ordenó Miguel suponiendo que había plata para eso. Las aguas tomaron su cauce nuevamente y algunos levantaron la copa en dirección nuestra. Poco rato después de pagar le pedí al cantinero nos llamara un taxi de una compañía específica, yo tenía bonos para que luego fuera cobrado en la agencia que atendía nuestro buque, fueron aquellos tiempos de la vaca gorda.
María falleció como todo carnal, el sarcófago era similar al usado en toda la isla, hasta muertos éramos un pueblo uniformado. Bueno, no tanto tampoco, los de arriba tenían cajas especiales y sobraban las flores. Yo asistí a su funeral, fueron muy pocos los que asistimos, vecinos de la cuadra y una que otra nieta. La vistieron con su uniforme de miliciana y cuando me acerqué a la ventanilla del féretro, observé ese esfuerzo de la lengua por escapar de la cavidad bucal. Sus hijos se habían lanzado al mar muchos años antes de su muerte y no tenían permitido entrar a la isla. María murió sin ver el final de "aquel proyecto bonito que sí tuvo financiamiento". Desapareció odiada por su gente, olvidada hasta hoy que hago mención de ella. La gente la aceptó mejor cuando era puta.
Orestes falleció hace poco en Miami, las veces que hablé con él daba muestras de inadaptación y se lamentaba no haber saltado el charco cuando joven. Eso mismo me ha comentado muchos otros de nuestra generación. Solo una vez coincidí con él en aquella ciudad y compartimos tranquilos en un bar, me puso nervioso cuando se dirigió a la vitrola, pero me calmó y reímos sobre aquel acontecimiento de Cienfuegos. La gente de Guayabal lo debe estar buscando aún por su distribución de las coronas del cementerio. Nadie sabe si fue sepultado o lo distribuyeron en pedazos por las universidades, no tenía un solo pariente que pudiera interesarse por sus despojos.
Miguel sigue allí donde no hay vitrolas, muy adaptado a sus tiempos. Es un corrupto como todos nosotros, los que fuimos y los que son en estos momentos, cada uno con su estilo muy particular. Marcha, protesta, hace guardias, asiste a todas las movilizaciones, trabajos voluntarios, y lo peor, levanta la mano cuando hay que condenar a alguien, no importa si es su socio o compañero. Luego, sigue robando y firmando facturas falsas, como lo hice yo, ¡Patria o Muerte, coño!
Yo, espero por el próximo invierno, el número catorce. Hay vitrolas en la mayoría de los bares, pero ninguna me llaman la atención, no se encuentran aquellas canciones encharcadas de sangre, ni las que hablan de tarros. Las putas no se encuentran por la calle, tampoco son tan generosas como María, lástima que cambiara tanto. Y allá, nadie sabe que fuera peor, si tener vitrolas o escuelas.
Esteban Casañas Lostal.
Montreal.. Canadá
2004-10-11
xxxxxxxxxx
No hay comentarios:
Publicar un comentario