VIET NAM, UN PASEO POR LA GUERRA.
Después de terminada la descarga en Shanghai, recibimos la orden de dirigirnos hacia el puerto de Cam Pha perteneciente a Vietnam del norte. Era entonces una pequeña aldea situada al noreste de Haiphong, nada nos decía su nombre, sin embargo, para nadie era un secreto la guerra que allí se libraba. Corría el año 1970 y me encontraba de timonel a bordo del buque “Jiguaní”, aún no había cumplido los veintiún años. Nuestra estadía en China había resultado algo divertida, pero no exenta de muchas contradicciones y preguntas sin respuestas. Mao Tse Tung se encontraba en el poder y aquel viaje sería mi primer contacto con un país socialista, eso nos hicieron creer antes de llegar. Lo cierto fue que observé con mucho pesimismo el futuro que nos esperaba si continuábamos el estilo político de aquel país, al menos, yo no lo deseaba para Cuba y todo lo observado se contradecía con las imágenes consumidas en la isla a través de la prensa que nos llegaba y uno que otro documental. Sentí verdadera pena por el pueblo chino, quienes a nuestro paso por las abandonadas calles de su ciudad, nos miraban como extraterrestres. Vestían todos del mismo color, se pelaban con el mismo molde o modelo y cada uno colgaba en su pecho un enorme medallón con el rostro de Mao. Unas veces teniendo como fondo un tren, avión, barco, guagua, vaca u otro símbolo significativo donde él fuera considerado autor intelectual de su desarrollo. Desarrollo que solo encontraba en aquellos órganos de prensa, porque lo brindado ante nuestros ojos era un panorama verdaderamente desolador. Destrucción y tristeza te acompañaban a cada paso rendido por aquella enorme ciudad de Shanghai.
Hoy acudo a los mapas para tener una idea vaga de nuestro recorrido en la recalada hasta Cam Pha, tuvo que ser muy próximo a la isla de Hainan, donde arribamos una oscura madrugada. Penumbra interrumpida por los potentes reflectores de buques de guerra norteamericanos mientras me encontraba de guardia. Se hizo de día en cuestión de segundos, mientras nos llegaban destellos intermitentes desde sus lámparas Aldis. El telegrafista Garbey iba deletreando cada señal recibida desde los buques norteamericanos y el Capitán Carlos García las iba anotando en un pedazo de papel a mano. ¿What ship? Diga su numeral y puerto de destino, carga a bordo, etc. Todo enviado con el uso del código Morse en inglés. No puede negarse que Carlos García era un individuo muy bien preparado técnicamente, una cosa era que gozara de la impopularidad de su tripulación por los métodos que aplicaba a bordo como Capitán y secretario del partido simultáneamente. Aquella dualidad de cargos mantenida durante varios años, no podía privarlo de sus amplios conocimientos técnicos logrados en la Academia Naval del Mariel. Este juicio lo hago hoy, mucho después de haberme graduado como oficial y desempeñarme como profesor de la mencionada academia. Hablo de una época donde el profesionalismo de nuestros oficiales brillaba y cualquier tripulación se sentía segura y estimulada al ser comandados por hombres como ellos. Luego, todo se fue a la mierda y hombres brillantes como García, le dieron mucha más importancia al sentido político de sus vidas.
Logramos pasar sin dificultad la barrera tendida por los “yanquis” y amaneciendo, fuimos sorprendidos por un paisaje maravilloso y único. Para llegar a Cam Pha se necesita sortear una larga enciclopedia de mogotes que se empinan desde el mar y sirven como obstáculo natural a cualquier desconocedor de esas aguas. El Práctico, muy bajito y simpático, vestido con suma modestia, la que imponía un estado de guerra, ocultaba con demasiada sencillez todos sus conocimientos y experiencias en esa zona. Su inglés, con exacerbado acento asiático, resultaba muchas veces incomprensibles a mis oídos y obligaba al oficial de guardia a repetirlo constantemente. Los accidentes geográficos y la escasez de señalizaciones, nos obligaba a cumplir férreamente todas las órdenes de aquel “narrita”. Mucho más tarde, arribamos a una inmensa bahía donde fondeamos en espera de atraque. No recuerdo cuántos días nos mantuvieron esperando, espera que se multiplicara con la ausencia total de señales de televisión y emisoras musicales de radio. De vez en cuando pasaba cerca de nosotros un sampán, embarcaciones rústicas con velamen milenario y totalmente vegetal. En ellas viajaban familias enteras y por mímica nos pedían algo, les ofrecíamos lo poco que teníamos a nuestro alcance, latas de jugo Taoro. No podíamos explicarles que aunque nos vieran en un buque moderno para su época, algo de miseria viajaba con nosotros. Durante los días de fondeo, las guardias las gastaba con el binocular en la mano recorriendo cada rincón de sus playas. De noche, aisladas luces nos denunciaban la existencia de quizás un lugar habitado por seres humanos.
Recibimos con alegría la noticia del atraque, poco importaba la duración de las operaciones de carga, al menos existía la esperanza de escapar de aquella incertidumbre. Siempre pudimos observar en el cielo varios escuadrones de aviones volando por encima de nuestras cabezas, los veíamos alejarse y no podíamos ocultar cierto nerviosismo. “No estaban para nosotros”, comentábamos en cubierta una vez que desaparecían tierra adentro.
En el muelle existían dos grúas desde la época en que ellos fueron colonia de los franceses, algo de eso les entendí. Muy viejas las dos, una de ellas totalmente destruida por una bomba, era un amasijo de hierros torcidos que no conservaba señal de su antigua figura, como una anciana desdentada y arrugada difícil de reconocer en una fotografía.
El buque fue invadido de inspectores, funcionarios, secretarios, guardias con sus perros, aduaneros, soldados, policías. Nada de eso nos asombró, era un procedimiento similar al utilizado en Cuba y el mismo experimentado en nuestra visita a China. Al parecer, era un mal endémico padecido en los países de alineación “socialista”, pero solo era una burda suposición, era el segundo que visitaba infestado por esa ideología. Tomó horas aquellas inspecciones que llegaron hasta el más escondido rincón de nuestra nave, tampoco fue una sorpresa. ¡Eso, sí! No podíamos bajar a tierra hasta no recibir orientaciones de funcionarios de las fuerzas armadas. Bajaríamos, nos aclararon, por pertenecer a un selecto grupo de extranjeros “privilegiados”, caso contrario deberíamos permanecer a bordo hasta la finalidad de las operaciones y partida del buque. Aquella noticia fue muy bien recibida por la parte juvenil de la tripulación, los jóvenes como yo en aquel tiempo, no la pensábamos dos veces y salíamos a tierra al precio que fuera necesario. Tres horas después, nos reunían en el salón de tripulantes para escuchar las palabras de una comisión vestida de militar y traducida por un joven vietnamita. Frente a nosotros y fijas a una de las pizarras usadas para dar clases de superación obrera y campesina. Colgaron unos mapas actualizados de la aldea, donde único observábamos cartelitos escritos en vietnamita, flechas que indicaban a cuevas, refugios personales al lado de las acera y otros símbolos que después nos explicaron eran las señales de alarma aérea.
Motonave "Jiguaní", escenario de esta historia.
Entendimos algo y decidimos salir de aquel encierro que ya se extendía por más de dos semanas. Ninguna calle se encontraba asfaltada y el caserío se hallaba protegido por una frondosa y tupida arboleda tropical. Atardecía y oscurecía a una velocidad terrible, situación que nos obligó detenernos en una bella casita destinada al “club de marinos”. Estaba vacía en aquellos instantes, ¡lógico!, nosotros éramos el único buque atracado en su puerto. Las escasas cuadras que separaban al Seaman Club de nuestro buque, mostraban con cierto descaro decenas de refugios personales y otros en formas de cuevas taladradas en los costados de las elevaciones naturales que existían en la trayectoria. Cada uno de ellos tenía un cartelito escrito en vietnamita con una flecha indicadora de su acceso, tal y como lo mostraran en la conferencia escuchada en el barco.
Aún cuando las bombas les caían a diario por centenas o miles, todo muy bien imaginado de acuerdo a los noticieros consumidos con anterioridad, nos encontramos con una de las autoridades más generosas del mundo en toda mi historia de marino. ¡Claro! Estoy convencido se deba a esos gestos de solidaridad mostrados por Cuba, durante todo el período de guerra existente. Como sabíamos que iríamos a un país sumido por la guerra, se nos adelantó la plata en China para comprar lo que estimuláramos conveniente. Nada del otro mundo si se tiene en cuenta que nuestro salario en el exterior era de cinco dólares a la semana, China no se encontraba nada bien en esos tiempos, pero indudablemente estaría mucho mejor que Vietnam. En resumen, llegamos sin un centavo. Nos entregaron bonos o chavitos para ser consumidos en el club de marinos, no existía mucha oferta tampoco, pero era mejor que nada. Recuerdo que la cerveza ofertada no tenía gas, pudiéramos referirnos entonces a una especie de orine embotellado, era imposible consumir si no se encontraba frío. La otra oferta disponible era una especie de vino vietnamita, dicen que producido a partir de la naranja, yo no lo creo. Era una crema extremadamente dulce que empalagaba al tercer trago, no había de otras y tampoco podíamos criticar aquella acción tan generosa que tuvieron con nosotros.
El tiempo lo gastábamos jugando ping pong o billar, tratábamos de olvidar la situación y escenario que nos rodeaba. Al menos, los vietnamitas no nos acosaban como los chinos en su enfermizo culto a la personalidad. Ellos adoraban al tío Ho, pero nunca se manifestarían con un estado de demencia como la observada hacia Mao y luego en Corea con Kim Jong Il, eran mucho más serenos y adaptados a sus tristes realidades, no necesitaban la creación de un Dios todopoderoso.
Al día siguiente no me encontraba de guardia y decidí realizar un recorrido por la aldea acompañado de varios tripulantes. Lo que vieron mis ojos conmovió cada célula de mi alma, nunca llegué a imaginar los resultados finales de una guerra. No es lo mismo observar esas imágenes en un documental a encontrarte formando parte del escenario, muy triste y desgarrador. Manzanas enteras de aquel pequeño pueblito habían sido borradas de su geografía y solo quedaban enormes cavidades en la tierra como las que pudiera causar el choque de un meteorito. No podía pensar que en esos pozos existieran alguna vez un grupo de viviendas habitadas, vecinos, niños, escuelas, tiendas, barberías, un taller para reparar bicicletas. Durante todo el trayecto fuimos perseguidos por decenas de niños, todos sabían que éramos cubanos, era obvio, no existía otra nave atracada en el único muelle disponible. Eran chamas muy simpáticos y jodedores como los que encontraba en cualquier barrio de La Habana, la infancia no tiene fronteras. Muy traviesos y sonrientes, no comprendían o borraban con sus sonrisas sanas y puras todos los efectos de sus tragedias. Luego me enteré que la mayoría de ellos eran huérfanos, sus padres habían muerto en la guerra. Los mayorcitos, aún sin superar los ocho años, llevaban como pesadas mochilas a niñitos de uno o dos años sin protestar o dar muestras de cansancio. Reían y se esforzaban en llamar nuestra atención. Nosotros atrapábamos las de ellos con solo mostrar que no teníamos los ojos rasgados y éramos un poco más empinados de estatura. Los negros fueron una novedad, no se cansaban de tocarles las pasas. Reían y trataban de preguntarnos algo, no nos comprendíamos. ¡Pasa, pasa, pasa! Les repetía mientras mi mano rebotaba sobre la cabeza de alguno de los prietos. Ellos repetían como papagayos cada una de mis palabras, ¡Pasa, pasa, pasa! Luego, al ver esa facilidad para repetir esos sonidos, les decía: ¡Chicho, maricón! ¡Chico, maricón! Un coro de cerca de cincuenta de ellos lo repetía a la perfección ante las protestas de Rafael Marziota, uno de nuestros timoneles al que llamábamos Chicho.
Mi madre había tenido seis hijos varones y estaba loca por tener una hembra. Hice varias gestiones dirigidas a la adopción de una de aquellas tantas niñas huérfanas y no lo aceptaron los representantes del gobierno. Vivíamos algo apretados en Luyanó y siempre calculé que se podía hacer un huequito para uno más. No viviría con lujos, estaba convencido, solo que esa niña podía continuar su vida alejada de las detonaciones de las bombas. No puedo dejar pasar por alto la cifra de niños que encontré marcados con las huellas de aquella guerra, cicatrices de todo tipo eran mostradas en cualquier parte del cuerpo. Niños mutilados y hasta marcados por el terrible Napaln, inocentes que no dejaban de sonreír sin conocer el peso de aquellas terribles huellas en el futuro de sus vidas.
Todas las mujeres vestían de negro y sus cabezas se encontraban cubiertas por aquel sombrero cónico confeccionado con pajillas de arroz. Sus cabelleras eran lacias y de azabaches, muy bellas y atractivas, hermosura que se imponía por encima del color lúgubre de sus ropas, un funeral eterno. Los contrastes entre aquellas negras cabelleras con la palidez de su piel, era capaz de despertar el apetito animal de cualquier joven marino. Muy pocos hombres podían encontrarse en aquella aldea y daba la impresión de haber arribado a una tierra de mujeres y niños. Luego nos explicaron que los hombres marchaban a combatir al sur por seis meses y luego regresaban, los que podían, por un período similar o más corto de descanso.
Al día siguiente me encontraba de guardia de carga y cuál no sería mi sorpresa. Aquella grúa cargaba al vagón repleto de carbón de piedra (hulla) y en la boca de la escotilla lo viraba. Aquellas piedras caían en el centro de la bodega y era regada con palas hasta los costados de ella. Esa terriblemente dura labor era desarrollada por mujeres estibadoras, peor aún, observé entre ellas a varias en estado de gestación con el vientre inflamado por encima de los cuatro meses. Mis sentimientos de solidaridad humana se multiplicaron y olvidé para siempre ese instinto salvaje que identificaba al hombre de mar, las miré como una pariente más.
Parte de la tripulación del buque "Jiguaní" en ese viaje.
Unos meses posteriores a mi visita, los “yanquis” anunciaron que minarían las aguas del puerto de Haiphong. Al “caballo” que gobernaba nuestra isla se le ocurrió la brillante idea de dejar atrapados a dos buques cubanos dentro de aquella escalada guerrerista, me refiero a las motonaves “Jigüe” e “Imías”. Aquellas tripulaciones fueron sacrificadas caprichosamente por más de un año, afortunadamente no les pasó nada. Solo sufrieron los traumas naturales de seres condenados a un año de tensiones y nerviosismo ante la incertidumbre de su suerte. Los más fatales, experimentaron la destrucción de sus familias que se sufren a causa de las infidelidades. Apenas se habla de ellos, tanta abnegación no aparece en ningún libro de historia, eran unos insignificantes marinos.
Partí de aquel país convertido en el individuo más antinorteamericano parido en esta tierra y disfruté como nadie la firma de paz realizada en Francia en 1972. Me tomó algo de tiempo comprender que las desgracias de aquel pueblo no pertenecían solamente a los “yanquis”, Vietnam fue el laboratorio donde realizaron sus experimentos dos grandes potencias, soviéticos inclusive, pero solo se habla de una de ellas. Para empeorarlo todo, una vez lograda la victoria del pueblo vietnamita, China (los amigos) invaden a ese territorio agotado por las guerras. Los vietnamitas volvieron a triunfar, pero nadie menciona aquel acontecimiento.
No regresé nuevamente a Vietnam, una decena de años después, escuchaba las narraciones de los marinos cubanos que visitaron aquella admirada tierra. Muchos se referían al contrabando de productos escasos en sus mercados a cambio de “elefantes de cerámica”. Otros hablaban de las bondades mostradas por la situación post guerra en el mercado de la prostitución que ellos explotaban. Fueron situaciones similares a las vividas en Cuba sin haber explotado una sola bomba y provocaba desprecio escuchar a aquellos cabrones vanagloriándose por lo que habían hecho. Ellos desconocían de la dignidad y valor de aquel pueblo al que nunca escuché (como nosotros), reclamar una entrevista con senadores, políticos o presidentes. Se reían de sus putas y causaban lástima, el pueblo vietnamita nunca se rindió, no lloró y menos aún, nunca se propuso provocar lástima ante los demás (como nosotros)
Hoy, muchos años después de aquella guerra, he encontrado en esta ciudad a decenas de vietnamitas. Cuando les digo que estuve en su país durante la guerra, todos dejan escapar algún gesto de asombro o admiración, generalmente se trata de jóvenes. Cuando les pregunto de cuál parte de Vietnam ellos vienen, todos me responden que son del sur. ¡Claro! Son gente que tenía clavados sus billetes. Espero encontrarme alguna vez con un viejo que viviera en el norte, les diría lo mismo, no se imaginan cuánto los admiré.
Esteban Casañas Lostal.
Montreal..Canadá.
2012-06-05
xxxxxxxxxx
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