miércoles, 12 de julio de 2017

MEDINA, COMO UN PEZ


MEDINA, COMO UN PEZ



Puerto de Najodka 

El remolcador se estremeció con movimientos casi telúricos cuando su máquina aplicó todas las revoluciones en marcha invertida, comenzó a separarse del casco mientras algunas andanadas de un humo negro muy denso invadieron el portalón. Los curiosos corrieron hacia popa para escapar de él, pero el viento era mucho más rápido y los atrapó. Virutas de hollín se mantuvieron flotando algunos segundos, lo hacían separados del pesado humo que recorría el pasillo en dirección a la popa. Luego, caían sobre cubierta mezclados con los copos de nieve que volaban desorganizadamente, como si el viento las golpeara desde diferentes direcciones. Finalmente, formaban una fina y exótica nata muy blanca, un manto de terciopelo inmaculado manchado de lunares negros. Los copos que caían en el mar desaparecían rápidamente con la turbulencia de las aguas provocadas por la marcha del remolcador, todos los seguían con la mirada. Las nevadas eran espectáculos extraordinarios que disfrutaban muy pocas veces en sus vidas y cada copo silencioso iba componiendo las notas de una bella sinfonía para sordos, como sus vidas. 

-¡Tiemplen por nosotros! Alguien gritó desde el portalón y retumbó en la espalda del último marino en entrar y cerrar la puerta del pequeño saloncito dispuesto para los pasajeros de aquel remolcador. ¿Templar? Una meta, una idea, un destino, un fin, el significado de una vida, el sentido de una vaga existencia, la razón de ser y vivir. 


Encima de una pequeña mesita fija al piso por rústicos tornillos y de una sola pata, dos ceniceros repletos de colillas malolientes. Un calefactor portátil que apenas lograba mantener tibio el local, un cuadro a relieve de Lenin colgaba junto a un mural repleto de hojitas con notas y dos o tres fotografías en blanco y negro. Deben ser resúmenes de los chequeos de emulación, orientaciones, directivas, amenazas veladas, pensó Medina cuando sus ojos chocaron con ellas. Los marineros del remolcador se quitaron sus chubasqueros y los colgaron en unos ganchos dispuestos junto a la puerta, después, desaparecieron por una puertecita que conducía al puente de mando.


-¡Coño, qué peste tienen estos bolos! Protestó uno del grupo y cada uno asintió con movimientos de ojos y cabeza. ¡Positivo! ¡Afirmativo! ¡Recibido! ¡Comprendido! ¡En serio! Todos estaban de acuerdo que los rusos olían mal, despedían un olor amargo y penetrante, rancio e hiriente a cualquier olfato.


-No es fácil, sabrá Dios los días que no juegan agua. Dijo otro de los inoportunos pasajeros, mientras acercaba sus manos al calefactor sin quitarse los guantes.


-Si nosotros viviéramos aquí tampoco nos bañaríamos, no tiene sentido, no se suda como en el patio. Intervino Medina y se desenrolló la bufanda del cuello.


-¡Huelen a cojón de oso! Deberían lavarse debajo del sobaco cuando menos. Expresó el primero en protestar.


-Y las jevas, ¿cómo olerán? Esta vez fue un engrasador en soltar la bola al ruedo.


-¿Las jevas? ¿Quién pudiera empatarse con una de ellas? Le perdono hasta la pestecita, no es fácil echarse el Pacífico de regreso a golpes de manuelas.


-Bueno, no vamos a calentarnos la cabeza con la peste de estos socios, hay que tomar las cosas con espíritu deportivo. 
¿Alguien ha estado en este puerto? Todos se miraron buscando la respuesta.

-Sobran las putas y los delincuentes, hay que tener mucho cuidado. Ya he estado aquí varias veces, son violentos cuando están borrachos. Manifestó el más viejo de ellos y todos le prestaron mucha atención. –No anden por calles oscuras, no acepten ofrecimientos de putas fáciles y baratas, traten de andar en grupo. Esta gente es bastante fuerte y con el frío los golpes duelen mucho. Se detuvo y nadie quiso insistir en averiguar mucho más allá de aquellas informaciones brindadas.


-Para putas estamos nosotros, ¡vamos a dejarnos de boberías!, no hay plata para tantos lujos. ¿Cuánto vale una cerveza? Porque lo que soy yo, solo tengo cinco rublos conmigo. Además, no hay tiempo para un palo, no se olviden que la lancha de regreso es para las cinco de la tarde. ¡Olvídenlo! Dos o tres de esas cervezas de mala calidad que ellos producen y directo a la lancha, no se entretengan comiendo mierda detrás de un culo apestoso. Intervino uno de los camareros del barco y su voz se escuchó como un lamento.


-¡No seamos pesimistas, coño! A cualquiera se le puede pegar una jeva, aparte, no olviden que a estas rusas le gustan los negros, ellos están de moda y deben aprovechar. El mismo Medina, no es tan negro, va y se empata con algo. No mentía aquel tripulante, era mulato claro y de ojos color miel avellanados que lo distinguían de la media nacional. Muy atractivo para muchas mujeres en el patio, mucho más para aquellas rusas que buscaban novedad en sus aburridas vidas. Parco, lacónico, comedido, silencioso, discreto, casi mudo, así era aquel Medina mencionado por uno de sus compañeros. Muy noble y educado en el trato con los demás, caballeroso con los del sexo opuesto.


-¿Qué carajo se puede hacer con cinco rublos? ¿Cuánto vale una cerveza? Dijo Medina y todos se sintieron identificados con sus palabras.


-¡Coño, Medina! Va y te ganas la lotería. ¿Imaginas empatarte con una blanca de ojos azules o verdes? ¡Asere! Limpias el cañón antes de lanzarte a ese Pacífico sin fin. Expresó el camarero con el sano propósito de darle aliento al único marinero de cubierta con posibilidad de encajar en aquel puerto. Por la portilla que miraba a popa del remolcador se observaban varias gaviotas siguiendo la estela de la nave, tal vez esperando les arrojaran algún desperdicio. Tras ellas, la figura del barco se convertía en enana y se disipaba por una débil cortina de niebla. La blancura de las aves se confundía con los pedazos de hielo espantados por el grupo de olas Kelvin producidas por la nave en su avance hacia el puerto. De vez en cuando chocaba algún pedazo de hielo pesado contra el casco del remolcador, nadie se alarmaba.


-No recuerdo exactamente cuánto vale una cerveza, pero no es cara, no puede serlo, es una mierda como la que venden en las pilotos de La Habana. Nadie quiso decir o preguntar algo más, todos quedaron convencidos con aquella explicación.


La noche se había adelantado para ellos, el crepúsculo en aquellas elevadas latitudes siempre era prematuro en invierno y no les daba tiempo a adaptarse. El remolcador cabeceaba con violencia cuando violó los límites del rompeolas, el agua embarcada por la proa recorría toda su eslora por ambos pasillos y lograba bañar con frecuencia las portillas del saloncito. La visibilidad se reducía al alcance de la tenue luz de un bombillo protegido por una coraza de vidrio y malla de metal fijada junto al mamparo de entrada, más allá de la borda se perdía en la profundidad del mar. Todos estaban contentos, felices y con la lengua suelta, gozaban de esa libertad que ofrece la ebriedad. Hablaban y repetían hasta el cansancio todos los trucos utilizados para tocarle las nalgas a la empleada del Seaman Club, razón o justificación a la paja que produciría un niño abandonado entre fragmentos de papel sanitario o recortes de una revista. Reían y se burlaban de ellos mismos, su mala suerte y el escaso botín con el que llegaron a puerto. Uno de ellos se paró y miró por la portilla de popa, no los seguía ninguna gaviota, nadie desea molestarse en despedirlos. Olas con crestas que hacen saltar la nave y acercan el asiento a la altura del culo de aquel que se encuentra parado y acepta la invitación a sentarse para compartir la tranquilidad de un oscuro silencio. Sueños mareados con el sabor amargo de la levadura y ese vaivén que puede convertir la sonrisa en llanto, la valentía en miedo, los segundos de una vida en espanto. Alguien abrió la puerta para vomitar y una ola recorrió toda la nave, algunos se mojaron y protestaron.


La escala real se encontraba subida hasta el nivel de la cubierta principal, el portalón se encontraba vacío y obligó al patrón del remolcador a repetir las pitadas y maniobras para evitar un abordaje. -¡Al fin salió el cabrón de guardia! Exclamó uno de los pasajeros.

-¡Asere! Tienen que arriar la escala de gato, no se puede utilizar la real. Gritó uno de los tripulantes que venía en el remolcador. 


El del portalón entró nuevamente a la superestructura y el remolcador dio un violento y rápido bandazo. Cinco minutos más tarde se abrió nuevamente el portalón y aparecieron tres hombres protegidos con amarillos chubasqueros. Dos de ellos descendieron hasta la cubierta principal y comenzaron a bajar la escala del Práctico hasta que sus peldaños tocaron al mar, se detuvieron y no se pudo observar sus cabezas desde el remolcador. Tres minutos más tarde, aparece la figura de uno de ellos con los brazos cruzados sobre su cabeza, esa cruz era la señal de “firme” que siempre se le daba a los remolcadores. La máquina de la nave rusa rugió nuevamente y su proa fue enfilada hacia aquella escala, su defensa de proa tocó el casco del barco y dio un fuerte bandazo. Con la proa fija al casco y con las mismas intenciones de una rémora, el patrón fue cayendo a babor para abarloarse al buque y poder soportar la marejada desde proa. Los marinos comenzaron a salir del saloncito, uno a uno, despacio, con la lentitud que impone prudencia, con el desafío del alcohol y la valentía adicional que inyecta al cuerpo. Eran calculadores, inteligentes, mañosos, marinos de pura cepa, borrachos profesionales. Medían con exactitud cronométrica cada cabezada y los pies que subía el remolcador, se prendían con maestría de la escala cuando el remolcador ganaba su máxima altura, se burlaban de ellos mismos cuando quedaban colgando entre el buque y la nave sin haber afincado los pies sobre los pasos de la escala. Silbidos y trompetillas seguían cada maniobra individual por abordar su buque, después, cada uno de ellos permanecía atado a la borda y atento sobre las acciones de sus compañeros. El último en abandonar el remolcador fue Medina, todos lo vieron cuando salió del pequeño saloncito, confiaron en sus habilidades y experiencia, pero permanecieron allí, sobre cubierta, para burlarse de él como lo hicieron con los otros.

Las cabezadas fueron las normales y la escala del Práctico se mantuvo siempre a la altura de la amura del remolcador. Medina se desplazó por el pasillito de estribor y se mantuvo observando o midiendo los vaivenes del remolcador. Solo cuando estuvo seguro de que embarcaría con éxito, se prendió de aquella escala y observó cómo el remolcador se perdía unos tres metros bajo sus pies. Confiado en el éxito de su salto, Medina comenzó a ascender por la escala. Sintió a su espalda el ruido de la máquina principal dando toda avante y el crujir de sus defensas de estribor contra el casco. Miró hacia atrás y se asustó con la proximidad de la nave a la escala, pero no le hizo mucho caso, continuó subiendo y se propuso prestarle más atención a sus acciones en demanda de la cubierta principal.


Un violento maquinazo hizo regresar a Medina a la realidad y volvió su rostro hacia todo lo que ocurría a su espalda. El remolcador se aproximaba peligrosamente a la posición de la escala del Práctico, fue en ese instante que comenzó a temer por su vida. Las probabilidades de éxitos para que una nave responda adecuadamente en estas condiciones climatológicas a las órdenes de maniobras que se le orientan son casi nulas, eso lo había escuchado muchas veces en los cuentos de los viejos marinos. El remolcador chocó violentamente contra el casco del buque y la proa se fue desplazando en su dirección dejando como huella un largo arañazo, como el que dejan las mujeres heridas por una infidelidad. Medina trató de apurarse, pero solo pudo ascender dos pasos más. El remolcador casi llegó hasta él, subió demasiado en aquella cabezada y uno de los grilletes que sostenía su pesada defensa de caucho, se trabó con la escala del Práctico. Cuando cayó en el seno de la ola, los débiles cabos de la escala no pudieron soportar la enorme presión ejercida por el remolcador y cedió, se partió como la liga de cualquier tirapiedras. Medina fue lanzado al mar por el latigazo de aquellos cabos de nylon, cayó a cuatro metros del buque, muy próximo a la aleta de estribor del remolcador. Hubo silencio, la máquina del remolcador se detuvo.


-¡Hoooooommmmbre al agua! ¡Cojones, Medina cayó al agua! ¡Un aro salvavidas! ¡Un aro! ¡Un aro! ¡Un aro! Se fue repitiendo la voz, nadie escuchó su caída, nadie lo vio, todo estaba muy oscuro. Medina trató de nadar hasta el aro salvavidas arrojado, pero el viento y la marejada lo apartaban, eran mucho más poderosas que su voluntad. El remolcador encendió un potente reflector y comenzó a barrer el mar en su búsqueda, el haz de luz pasaba por encima de su cabeza cuando él caía en el seno de la ola. Alzaba insistentemente los brazos y los movía desesperadamente para tratar de facilitar su ubicación, pero muy pronto, comprendió que sus movimientos se hacían más lentos.


-¡Medina, no te rindas, coño! Le llegó una voz conocida desde las luces del barco, no pudo reconocerla en ese instante. Un frío descomunal iba paralizando poco a poco sus músculos, dejó de sentir la existencia de sus extremidades inferiores y los movimientos de sus brazos se detuvieron involuntariamente.


-¡Medina, nada un poco, trata de moverte! Aquel pedido le llegó muy lejano, como un cuento, así lo sintió y dejó de preocuparse por lo que ocurría a su alrededor. Un dulce sueño fue invadiendo su cuerpo y las pestañas le resultaban muy pesadas. No se incomodó por ello y cerró los ojos. Soñaba en el viaje de regreso y las pocas cosas que había comprado para su familia, disfrutaba la alegría de sus sobrinos cuando les regalaba un par de zapatos nuevos. Los gritos se repetían y le llegaban como susurros expresados a su oído, tal vez era la voz de su madre regañándolo por alguna de sus travesuras, sonrió, solo que mentalmente. 


-¡Medinaaaaaaaa! Dijo alguien muy bajito y no le preocupó, tantas veces me han llamado, que espere un poco, pensó. ¿Y si pudiera volar? Nunca lo he hecho, quisiera mirar la tierra desde arriba. Medina alzó su vuelo y flotó sobre La Habana, sus socios seguían allí, sentados en la esquina de su cuadra jugando dominó.


Varias veces cayó el grampín a escasos centímetros de su cuerpo, él no se enteró, no le importaba, deseaba continuar soñando y viajando sobre La Habana. Una de esas veces el gancho se aferró a su abrigo y lo arrastraron cuidadosamente hasta el costado del remolcador. Uno de los marineros rusos pudo pescarlo con un bichero, entre dos hombres lo sacaron del agua y lo lanzaron sobre cubierta. Medina estaba totalmente rígido, algo de felicidad se reflejaba en su rostro de mulato azulado. No aleteó, no se aferró a la vida. Cayó sobre cubierta como un pez, lo fue hasta esa oscura tarde.





Esteban Casañas Lostal.

Montreal..Canadá.
2009-09-26



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