miércoles, 19 de julio de 2017

MANUEL TAPIA DORTICOS IN MEMORIAM.


MANUEL TAPIA DORTICÓS IN MEMORIAM



Motonave "Renato Guitart", escenario de esta historia.

El truco del hacha contra incendio alzada con una postura desafiante y amenazadora no había fallado aquella vez. Justo retrocedió a tiempo y se retractó de cualquier mal propósito, ese fue el último día de su guapería a bordo. Tampoco era un acto de magia, los tiempos que corrían eran diferentes a los de ahora, la gente no apelaba tanto a una reunión para resolver sus diferencias. Los puños llevaban la voz y el débil o timorato debía someterse a la voluntad de los que se imponían por la fuerza. Para mandar siempre se ha requerido un par de bolas que cuelgan ocultas debajo de los pantalones, hay que saber usarlas y apelar a ellas en casos de urgencia, muchos no lo comprendieron. 

-¡A mí no me grites, comemierda! ¡Es más, te vas pal’carajo! El Segundo Oficial tiró con violencia el teléfono y salió al alerón del puente por la banda de estribor. Tomó el hacha contra incendio que se encontraba fija al mamparo del puente y entró nuevamente. El timonel de guardia se mantenía en silencio, trataba de disimular que observaba los rumbos del girocompás y el compás magistral. Con el hacha alzada como si se dispusiera a derribar un árbol, se paró frente a la puerta de entrada interior y esperó solo unos minutos. Se abrió de par en par y ambos quedaron paralizados por unos segundos, el Jefe de Máquinas frenó sorprendido y sus intenciones cambiaron radicalmente cuando se encontró ante una situación tal vez novedosa para él. No había fallado el truco, aquella mole de carne y huesos se encontraba neutralizada ante él. ¿Y si tengo que usarla? Esa pregunta acudió a su mente por segunda vez, ahora estaba obligado a continuar su acto.


-¡Te dije y te repito que a mí no me vas a gritar más, pedazo de comemierda! El Jefe de Máquinas había consumido todo el espacio dedicado a la paciencia de aquel joven declarado en rebeldía y buscaba en su mente algunas palabras que depusieran su violenta actitud. Sabía que debía actuar con prudencia y rapidez, aquellos segundos detenido en el umbral de la puerta le resultaron eternos y gruesas gotas de sudor comenzaron a descender como arroyuelos desde su frente.


La confección del parte diario que debía enviarse a la empresa se había convertido en una especie de castigo para el Segundo Oficial y ese día, aquel grito telefónico logró quebrar su acostumbrada y pastosa ecuanimidad. No pasaba un día sin que se produjeran discusiones cuando llamaba al Jefe de Máquinas para solicitarle los datos sobre la existencia de líquidos a bordo y el consumo de la jornada anterior. Era una norma establecida desde hacía muchos años y de pleno conocimiento por toda la oficialidad, pero esa tarea se complicaba con Tapia. 


Su tono de voz era algo desagradable, muy quebrada y con un volumen que molestaba. Tal vez padecía de hipoacusia y no lo sabía, quizás deseaba imponerse por su fortaleza física y ocultar de esa manera otras deficiencias. Medía unos seis pies de altura y pesaba por encima de las doscientas libras, ese era el monstruo que se encontraba parado en la puerta sin atreverse a dar el siguiente paso. Las gotas de sudor fueron más copiosas y comenzaban a caerle sobre el pecho. Algunos lunares se habían convertido en verrugas y eran exageradamente aumentadas por las gotas de sudor que se detenían sobre ellas. Su escaso cabello siempre daba la impresión de encontrarse mojado, no era numeroso, pero lo mantenía alisado a golpe del uso diario de vaselina sólida. No podía decirse que fuera pasa enroscada y rebelde como la de cualquier negro, la suya era más noble y pretendía presentarse como pelo. Bien negra y siempre brillante, pero ahora, cediendo al paso de los años, dejaba fisuras por donde se podía observar el cráneo y algunos de sus pensamientos. Gustaba decir que era “moro” en el seno de algunas tertulias, se esforzaba en escapar de aquella oscura condena que pesaba sobre los negros. No era ni lo uno, ni lo otro, solo término medio, un poco más avanzado. Cuando se alteraba un poco, situación muy difícil de determinar por la poca variedad del timbre de su voz, salpicaba a su interlocutor con un poco de saliva y era aconsejable mantenerlo a distancia.



Tapia no era un hombre de amigos, siempre salía solo y su camarote no era muy frecuentado. Se podía coincidir con él en el comedor, el cuarto de máquinas cuando se encontraba dirigiendo alguna faena y accidentalmente en el puente durante las maniobras de atraque o salida. Era un individuo antipático por naturaleza y el rechazo hacia su persona aumentaba cuando hablaba, caía mal de gratis. Pertenecía a ese grupo de humanos que nunca fueron bendecidos con un poco de gracia y deseaban de alguna manera ser queridos, pero todo lo hacían mal. Ninguna justificación era comprendida por el Segundo Oficial, su mundo no perdonaba debilidades o carencias espirituales.


-¡Oye, cálmate! Solo deseo hablar contigo. Fue casi una súplica mal interpretada con aquella desagradable voz.


-¡Conmigo no tienes que hablar ni cojones! ¡Vas para tu camarote, haces el parte diario y te mando al timonel a buscarlo! No quiero ni que me llames por teléfono, ¿lo comprendiste, Tapia?


-Mi hermano, no te pongas así. ¡Mira! Ya me voy y en estos días, cuando estés más calmado, solo así nos sentamos y conversamos un poco. El Segundo Oficial bajó el hacha y vio como su adversario cerraba la puerta. No convencido de aquel pedido de paz, se dirigió con ella al cuarto de derrota.


-¡Así se habla! Le dijo el timonel cuando pasó a su lado y no se hizo eco, ni le agradeció su opinión.



Unos toques en la puerta detuvieron su lectura, tenía la costumbre de sentarse en el sofá y encaramar ambas piernas sobre la mesita. Le molestaba ser interrumpido cuando leía y tener que desbaratar aquella cómoda postura. Dobló la esquina de la hoja para marcarla y colocó el libro sobre el sofá. Si los tiempos no fueran cambiando tanto, esa puerta estuviera semiabierta, circularía el aire que entraba por la portilla y no se quedaba atrapado dentro de aquella jaula en caso de colisión o varadura, pensó. Los tiempos comenzaban a ser diferentes a sus primeros viajes, podían robarte cuando estuvieras dormido o mordido por una de esas asquerosas ratas que se adueñaban del barco, pensó nuevamente. Con vagancia se puso las chancletas y se dirigió hasta la puerta, la abrió.


-Coño, mi hermano, quiero hablar contigo. El tono de su voz era distinta a la escuchada diariamente en el barco.


-¿Otra vez, Tapia? ¡No jodas!


-¡Tranquilo, tranquilo! Llevo tres días que no duermo por la jodedera del teléfono y quiero conversar contigo. 


-Entro de guardia a las doce y debo descansar, tiene que ser breve.


-¿Me dejas pasar?


-¡Claro, siéntate!


-¡Coño, blanco! Yo no le hago daño a nadie y no me explico el por qué de ese rechazo de la gente.


-¿Sabes por qué? Debes aprender a expresarte cuando te dirijas a otras personas.


-Te lo juro, ese es mi metal de voz.


-Pero ahora no estás gritando o ladrando como haces siempre.


-Es la presión, blanco. No te imaginas la cantidad de papeles y mierdas que están exigiendo ahora, las inspecciones, las evaluaciones. Es como si quisieran desprenderse de nosotros, cada día la ponen más dura.


-Y eso, ¿qué tiene que ver con nosotros?


-Yo sé que nada, pero me estoy ahogando con todas estas mierdas, y de verdad, no tengo a mucha gente donde acudir para pedir ayuda.


-¿Cuál es el problema, Tapia? Lo miró fijo a los ojos y encontró en ellos destellos de humildad sincera.


-Voy a confiar en ti, no puedo hacerlo con la gente de mi departamento, me desprestigiaría ante ellos y perdería mando.


-¿Es tan grave?


-Más de lo que imaginas, ¿puedo confiar en ti? Esto que te voy a confesar no debe salir del camarote. Aquellas palabras lograron conmoverlo y la tensión desaparecía para darle un tinte más humano al encuentro inesperado.


-Te prometo que todo quedará entre nosotros, yo no ando en puterías.


-Lo sé y es por eso que acudo a tu ayuda. ¡Mira! El problema es que no domino todas esas tablas para calcular la cantidad de líquidos a bordo. No hizo falta que le diera más detalles, era la segunda vez que se encontraba en una situación similar y pudo comprenderlo rápidamente. El Jefe de Máquinas del buque Jiguaní le había confesado una vez que no sabía trabajar con aquellas tablas, durante el tiempo que navegaron juntos, el segundo oficial realizaba aquellos cálculos junto a él y todo se mantuvo bajo estricta discreción. Orlando del Río había escalado hasta ese puesto empíricamente, muchos años de experiencia y su condición de excelente mecánico lo ayudaron, pero su nivel educacional era muy pobre, Tapia podía encontrarse en el mismo aprieto.


-¡Coño, Tapia! Tienes al Segundo Maquinista que puede ayudarte.


-El viejo está peor que yo en asuntos de números. No mentía, era otro de aquellos hombres empujados hacia arriba por las necesidades.


-¿Y el Tercer Maquinista? Tetera es graduado de la academia y está muy bien preparado.


-Pero eso es dichabarme ante la tropa, ¡entiéndeme!


-Bueno, trae las tablas para estudiarlas y mañana hablamos.


-Entonces, ¿puedo contar contigo?


-Sí, pero nada de gratis. Tú estás jodido de la presión y no puedes beber. Eso te va a costar una botella de ron semanal.


-No hay problemas, dentro de un rato te traigo las tablas. Tapia le extendió la mano y el segundo aceptó esa invitación sincera a la paz.


El Primer Oficial Wilfredo Pineda se quedaría descansando en La Habana por unos días, el Segundo Oficial ocuparía su puesto durante la navegación hasta Manatí. Cebollas cubriría como Segundo Oficial y el negro Vinent ascendería por ese tiempo de agregado a Tercer Oficial. La salida de La Habana se produjo sin contratiempos, el tiempo era muy bueno y la mar se encontraba en calma. Los gritos cruzados entre los tripulantes y las parejas que se encontraban en La Punta, siguieron al prolongado pitazo de despedida. Las criollas ofensas cruzaban la entrada de la bahía y algunos muchachones se paraban sobre el muro del malecón mostrándonos la portañuela abierta. Sobre cubierta iban bien trincadas decenas de vigas que se utilizarían en la construcción de aquel puerto y apenas pasada la boya de entrada a la bahía, se escuchó la acostumbrada orden a través de los walky-talkies de proa y popa. ¡Pongan el buque a son de mar! Serían las diez de la noche cuando se cayó a un rumbo paralelo a la costa. El capitán Ferreiro continuaría unos minutos más junto al agregado mientras el resto de la tripulación se retiraba a sus camarotes. Pocos minutos después la máquina principal se paró y el segundo oficial no le dio importancia, debía dormir para entrar de guardia a las cuatro de la mañana.


-¿Qué pasó? Le preguntó a Cebollas mientras observaba sus anotaciones en el diario de bitácora. Las luces de La Habana del Este se encontraban a cinco millas náuticas medidas por el radar.


-No sé, dicen que se fundió la máquina principal y que por la mañana nos remolcarán para el dique. Respondió sin detener lo que estaba haciendo.


-¡Coño! Yo no sé nada de mecánica. ¿Se puede fundir un motor con solo unos minutos de trabajo?


-La verdad es que no puedo responderte esa pregunta, yo también ando botado en ese asunto. Ahí te dejo la tiñosa y me voy a dormir, estoy partío. El amanecer sorprendió al segundo oficial bajo la constante observación sobre el abatimiento del buque, gracias a Dios no había viento y la corriente en esa zona empujaba en dirección a Matanzas. En una de sus posiciones pudo comprobar que se acercaban a la entrada de Cojímar.


El tiempo pasaba entre grandes bacanales informativos, se sobre cumplía todo de acuerdo a los periódicos, pero ya habíamos vencido el mes de permanencia en el dique de Casablanca sin esperanzas de poder escapar de aquella pesadilla. Una mañana tomaron al buque militarmente y la tripulación no pudo regresar a sus casas. Se comenzó a cerrar la máquina principal con la urgencia de una tarea de choque o una meta revolucionaria. Sin dejar opción a la voluntad de los tripulantes, se dejó bien claro que el buque partiría a cumplir una misión internacionalista. ¿Se habían concluido las reparaciones? Quien sabe.


Los problemas se hicieron presentes a pocos días de camino, las paradas eran continuas y aquella situación comenzaba a molestar al mando militar. El agua y los víveres disminuían, no se podían admitir demoras con más de mil doscientas bocas por alimentar. Nació un largo proceso de intercambios de mensajes entre La Habana y el buque, donde aparecía con peligrosa frecuencia el nombre de Tapia. Aquellos telegramas llevaban como firma la del jefe de la misión de apellido Guevara, pero el segundo oficial sabía que su origen se encontraba en el tenebroso personaje que pertenecía a la contrainteligencia militar, la letra no se correspondía con la del jefe. Aquellos mensajes eran entregados por el capitán al segundo oficial por su condición de “clavista” a bordo, esa era la mecánica aplicada. Nadie sabía quién desempeñaba esa labor a bordo y el capitán no podía comunicárselo a las autoridades militares.


El tono de los mensajes fue incrementando su agresividad y hubo algunos donde no solo se solicitaba el relevo de Tapia, se proponía enviarlo preso para La Habana. En la medida que los iba cifrando, su asco y desprecio por el régimen se incrementaría. ¿Podía poner a Tapia al corriente de los acontecimientos? Muchas veces lo pensó y el miedo a una delación o imprudencia lo contuvo. No existían esos lazos de amistad como los mantenidos con Cebolla, quien se encontraba al tanto de todo lo que ocurría en ese intercambio de mensajes. Tapia era muy explosivo y podía meter la pata, no se podía alertar. La revelación de cualquiera de aquellos secretos podía considerarse un acto de traición.


Pudimos llegar a Luanda y luego continuar hasta Lobito para desprendernos de tan pesada y mortífera carga. El viaje hasta Las Palmas de Gran Canarias fue realizado sin novedad y todo parecía pertenecer a una aventura pasada, pero no fue así. Tapia fue relevado en el astillero de Cádiz por Arencibia (alias el bistec), aunque no se cruzaron más mensajes cifrados tocando el tema. El bistec se encontraba por Europa como supervisor de las reparaciones que realizaban nuestros buques en diferentes astilleros, hoy podía encontrarse en España y mañana en Ámsterdam. Era un tipo muy bien preparado, eso comentaban quienes lo conocían y navegaron con él. Su presencia a bordo no resolvió los problemas existentes y nuestro regreso a Cuba se produjo con las mismas dificultades experimentadas durante el viaje hacia Angola. Una vez en La Habana, Tapia continuó de Jefe de Máquinas, es muy probable que las opiniones del bistec lo hayan salvado. 


Varios años después me enteré de la muerte de Manuel Tapia Dorticós, aquel mulato gritón al que esperé en el puente con un hacha en la mano. Hoy deseaba dedicarle estas líneas para que no sea sepultado injustamente por el olvido, ayer no le dije nada de lo que se fraguaba en su contra por todos los inconvenientes que existieron. Hoy sería un pecado dejarlo abandonado como un simple fantasma.



Esteban Casañas Lostal.
Montreal, Canadá.
2009-04-26


xxxxxxxxxxxx


No hay comentarios:

Publicar un comentario