jueves, 27 de julio de 2017

ESMIRDO RODRIGUEZ, ULTIMAS SINGLADURAS.


ESMIRDO RODRÍGUEZ, ÚLTIMAS SINGLADURAS.


Motonave "Jiguaní"


Siempre escribí su nombre con ‘l’, tiene que haber ocurrido por ese vicio propio de los cubanos en no pronunciar la “r”. Lo he mencionado en varios de mis trabajos porque ha formado parte de mi historia como marino. Luego reviso todo lo que he escrito sobre mis compañeros de profesión y encuentro que excluyendo un solo caso, todos son temas de homenajes póstumos.

Al día siguiente de mi primer viaje a Miami en el año 1994, le pedí la guía telefónica de esa ciudad a mi tío.


-¿A quién piensas buscar? Preguntó el viejo, algo majadero, pero tolerable aún.


-A un viejo amigo de la marina mercante.


-¿Cuál es su apellido?


-Rodríguez.


-Te cansaras en esa búsqueda, te aburrirás. Hay millones de Rodríguez en esta ciudad.


-Hay millones de ellos, pero ninguno tiene nombre de guajiro como él.


-¿Cómo se llama?


-Esmildo.


-¡Coñó! No creo que te resulte muy difícil, ese nombre no es humano. Rodríguez, Rodríguez, Rodríguez, una página tras otra, decenas de ellas.


-¡Aquí está! Mi tío fue picado por la curiosidad mientras yo marcaba el número de teléfono encontrado en la guía.


-¡Aló! Creo que me respondió Conchita, su esposa.


-¿Es la casa del señor Esmildo Rodríguez? Yo no me acordaba del nombre de ella.


-¿De parte?


-¡Dígale que es Esteban Casañas! Por supuesto, el grito de asombro no se hizo esperar y fue seguida de una ráfaga de preguntas donde solo distinguí ese ¿dónde estás? Tan común entre cubanos.


A la mañana siguiente pasó a recogerme en su auto y la primera escala fue en la Ermita de La Caridad. Yo la había oído mencionar mucho en radio Martí y La voz del CID. Entramos por unos minutos y después llené mis pulmones con ese aire cargado de salitre que nos regala el mar en sus cercanías, hacía tres años que me encontraba divorciado de él. Todo ese día fue consumido en un extenso recorrido por sitios importantes de Miami y al regreso nos perdimos, fuimos a parar a Hollywood.


La razón de aquel viaje urgente, era mi encuentro con la abuela dejada de ver en el 59 y a punto de partir en ese vuelo sin regreso. Aún así, hubo espacio para otro recorrido por la ciudad y una visita a su apartamento, ellos vivían en Hialeah Garden. El día anterior a mi regreso para Canadá, mi familia, mi nueva familia, improvisaron una fiesta de despedida a la que no dudé en invitar a Esmildo y Conchita. Llegaron acompañados de sus hijos, el mayor de ellos había penetrado en los recintos de la embajada del Perú y sin saberlo, fue la razón de todas las desgracias que persiguieron a su padre desde antes de su partida para los Estados Unidos. Regresé a Canadá y perdí su número telefónico en cualquiera de mis mudadas. No me perdono haber sido tan bruto en todos mis regresos a Miami, que han sido anuales, muy bien pude acudir nuevamente a la guía telefónica.


El tiempo pasó violentamente sin darme cuenta y en su avance, yo mismo he envejecido bastante, del 94 a la fecha han transcurrido 18 años que no perdonan a nuestros cuerpos y mentes. Nos arrugamos, consumimos y vamos perdiendo contacto con nuestras realidades. Olvidamos fechas, nombres, calles, pueblos, familiares y amigos. Nuestras mentes van deslastrando la carga pesada de nuestros recuerdos hasta no quedar nada, es una ley de la vida.



Esteban Casañas, Luis Castell, Venancio Galarraga y Esmirdo Rodríguez (En la popa del buque "Jiguaní en 1971)

Hace poco me localizó por Facebook, ¡vaya maravilla que el modernismo ha colocado en nuestras manos! ¿Quién lo iba a decir en aquellos años? Un ordenador en las manos, manos agotadas de jalar tantos cabos de maniobras y piquetear sobre cubierta. Un ordenador en las manos, unas manos arrugadas y lejanas de su tierra o el mar, algo viejas. La alegría fue espectacular, intercambiamos números telefónicos y las conversaciones fueron diarias. Todas regresaban involuntariamente al pasado como tratando de recuperar aquel tiempo perdido, nos sentamos entre fantasmas y bebimos varias cervezas, escuchamos nuestra música.

Esmildo fue aquel tipo que subió conmigo hasta la cruceta del palo mayor del buque “Jiguaní” por solicitud del Capitán Raúl Hernández Zayas. Allá arriba cumplimos la misión de darle vueltas a la antena del radar con dos palos de escoba. ¡Claro!, resultaría insignificante si esa aventura no hubiera sido realizada en plena noche y bajo los efectos de una fuerte turbonada. Cuando aquello, las escalas para subir a los palos no tenían colocadas aquellas cubiertas protectoras conocidas como “quita miedos”. No eran necesarias entonces, los buques estaban tripulados por lobos marinos que no conocían mucho de esa sensación tan humana. No es que fuéramos valientes, es que sentíamos menos miedos que los marinos posteriores, así éramos.


Cada regreso a nuestra tierra era una fiesta sin fin que podía durar quince días, un mes, quién pudiera recordarlo. Fuimos muy unidos en aquella época y cada barco gozaba con su propia familia, nosotros. Nuestras esposas eran amigas, nuestros hijos medio hermanos y los viejos eran nuestros viejos. La permanencia en tierra era una prolongación de nuestras vidas en el mar y todo era compartido, dolores, penas, alegrías, fiestas. 


Muchas veces nos reunimos en su humilde hogar, era un patético apartamento ubicado en la calle “10 de Octubre” en la misma cuadra del cine “Gran Cinema”. Para llegar a esa especie de cueva había que utilizar una escalera tenebrosa, una vez fue de mármol blanco. Nunca la limpiaban y sus colores eran tan variables como su olor, las paredes daban asco, no probaron el sabor de la pintura desde que perdió a su propietario. Los portales exteriores competían en suciedad, todos deseaban ser los mejores, todos querían acumular la mayor cantidad de hollín del mundo, orines, escupitajos, polvos, basuras. La Habana se hundía en sus propias mierdas ante nuestros ojos indiferentes y oídos adaptados a escuchar consignas rabiosas. En medio de aquel horrible ambiente, dos o tres días después de arribar nos reuníamos en lo que llamaba su apartamento. No sé cómo describirlo, no era continuo, la salita tenía una puerta que daba al pasillo exterior. En ese corredizo se hallaba también la puerta del baño, la de otro cuarto, la de la cocina. No sé si hoy me equivoque y se vayan borrando los recuerdos, han transcurrido cuarenta y seis años desde entonces. No podía ser considerado un apartamento como tal, realmente no lo era, solo aparentaba ser una ocupación de espacios obligados por la necesidad, una extensión que sirviera para aliviar en algo las penas. Con todos esos malos atributos, Esmildo podía considerarse un afortunado, yo vivía agregado en una casa con veintiuna personas, la misma cantidad de seres que pueden integrar la tripulación de un barco.


Coincidimos muchas veces dentro de aquel cucurucho cuadrado un grupo de hombres destacados por su nobleza, gente sana, sin rencores, cargados de esperanzas. Ese día que casi siempre resultaba interminable, cubos viajaban escalera abajo en busca de cerveza que comprábamos en la “piloto” del paradero de la Vibora, otras veces íbamos por cajas que en aquellos tiempos costaban $14.60. Conchita freía lo que estuviera a mano, todo resultaba muy poco, cada alimento estaba debidamente racionado por la libreta. A veces nos aparecíamos con algo, creo no fuera muy frecuente. Si no había nada para picar nadie se enojaba, el mal carácter no era bien recibido entre nosotros. Si llovía había que cerrar la puerta y la fiesta continuaba dentro de aquella pequeña jaula. Una vez conversando me dijo que no y yo insistí en que sí. Perdidos entre discos de José Feliciano, aquel de los boleros trágicos parecidos a los de Tejedor y Luís, tal vez embriagados, fuimos indiferentes a la tendedera que atravesaba la salita. Calzoncillos, blúmers, medias de brillo que comprábamos en Japón, ropas de niños, chocaban con nuestras cabezas. Dice él que no y yo mantengo que sí. 

Siempre eran las mismas caras, Angelito, más bruto no pudo existir. Febles, con su hablar casi imperceptible, medido, parco, su rostro marcado por las huellas de una agresiva acnés juvenil. Barreras, llegaba acompañado de su chama, espigado como una palmera, flaco, noble y de hablar con faltas ortográficas. Pupo llegó después y se sumó a la familia, tanto, que llegó a convertirse en concuño de Esmildo. Allí solo se hablaba de barcos y siempre nos deteníamos en el nuestro, porque lo amábamos mucho y lo consideramos erróneamente de nuestra propiedad. Nuestras conversaciones se traducían en planes de trabajo, alguien se preocupaba por la falta de pintura en el casco, otro de las plumas, alguno insistía en las torretas y los más ambiciosos sugerían pintar la superestructura. De los viajes se hablaba muy poco, nadie deseaba delatar los pequeños pecadillos que se cometían, algunas infidelidades de las que Esmildo siempre estuvo ausente, Barreras también, Angelito, Pupo. Todos eran gente fiel a sus parejas, creo que el único pecador de aquel grupo era yo. Mientras nos desgastamos con los problemas de nuestra nave, nuestro verdadero hogar, el mundo exterior se desvanecía ante nuestros ojos y no nos importaba, eso correspondía a la gente de tierra.

Un día me hice oficial y no me empaché, era un cowboy con mentalidad de indio. En ese buque no me afectó, regresé a él y se mantenían casi todos los amigos que formaron aquella familia. Luego tuve que cambiar de mentalidad y poner los pies sobre la tierra, solo unos años después nada era igual. Continuamos aquellas pequeñas fiestas y las conversaciones fueron similares aunque iban perdiendo esencia y el olor a marisma se fue perdiendo sin darnos cuenta. Cada cual se iba retirando y no existieron nunca las formales despedidas, siempre fueron un hasta luego. Una de esas noches nos fuimos algo tarde para el Salón Rojo del Capri y cargamos con sus viejos. Creo haya sido la primera vez que aquellos seres visitaran un centro nocturno, yo disfrutaba mucho cuando una persona mayor descubría un mundo nuevo, desconocido. Ellos eran de origen campesino y muy humilde, valió la pena.


Hace muy poco lo visité en La Florida, recorrí varios kilómetros para tener aquel encuentro convencido de que sería agotador, no resulta sencillo rescatar tanto tiempo perdido. Entre otras cosas, me contó que había llevado a su nuera hasta aquel apartamentito donde tantas veces nos reuniéramos. Ella es norteamericana de padre puertorriqueño y madre cubana, no se diferencia en nada de nosotros.


-Me dijo Esmildo que visitaste el lugar donde ellos vivieron, ¿qué te pareció? Fue una pregunta maliciosa, yo conocía cuál sería su respuesta.


-Horrible, inhumano, deprimente, asqueroso, patético, tenebroso. No sé cómo pudiera explicarte. Se detuvo buscando otras palabras que resultarían innecesarias.


-¡Dímelo a mí! Sin embargo, aún asfixiados por aquellas miserias, puedo asegurarte que en aquella cueva vivimos momentos inolvidables. Tu marido era un chama, ¡pero qué clase de chama! ¡Mira que Alberto jodió desde niño! Le dije a Esmildo delante de su nuera, Alberto compartía una cerveza con nosotros, superaba con comodidad los cincuenta años. Luego, la conversación tomó nuevamente su curso, ese recorrido imprescindible al pasado.



Hermes Cruz, Nestor, Venancio Galarraga, Esteban Casañas y Esmirdo Rodríguez(1970)


Dejamos de vernos cuando me desenrolé del barco por vacaciones y pasaron años hasta nuestro nuevo encuentro, era algo muy normal en nuestras vidas. Corría el año 80 y lo mandaron a entrenarse en la microbrigada Nr. 51 de Alamar que pertenecía a la marina mercante. Yo era el Jefe de Obras en aquella brigada con tres edificios en plena terminación y compartíamos a menudo el viaje de regreso. El continuaba viviendo en su cueva y yo permanecía de agregado con aquella tripulación en Santos Suárez. Me contaba que los hijos habían crecido y necesitaba ampliarse para tener un poco de intimidad y privacidad con su mujer. Yo no tuve que contarle sobre mi situación, la familia había crecido con el nacimiento de mi hija y no encontré otro escape que aquella vía de semi esclavitud impuesta en las microbrigadas. 
Creo que no llegó a cumplirse los dos meses cuando de repente, Esmildo dejó de presentarse en la brigada y me preocupé. Yo sabía que él era un hombre muy cumplidor, serio y laborioso. Una tarde decidí llegar hasta su casa y cuál no sería la sorpresa.

-Esteban, no pienso continuar en la micro, ya no lo necesito. Me dijo sin explicar mucho, tal vez sintió pena.


-¡No jodas! ¿Vas a continuar sacrificando tu existencia y la de la familia en esta cueva de mierda? Se tomó varios minutos en contestarme, pensaba, yo imaginé que ocultaba algo importante, algo que no se le puede confiar a todo el mundo. Después regresó nuevamente al mundo de los vivos, mientras desde el segundo piso podía escucharse el paso de un acto de repudio. ¡Qué se vaya la escoria! Gritaban con rabia.


-No te voy a dar más vueltas, Alberto se metió en la embajada del Perú. Dijo con una carga sentimental llena de dolor.


-¿Quién? No pude comprender aquello que se le escapó como un tibio murmullo.


-Alberto, mi hijo mayor. Nos acompañó un breve silencio mientras Conchita nos trajo una tasa de café.


-¡Coñó, esa es dura! Y lo peor, mira como anda la chusma alocada dándole golpes a la gente que se va, es una asquerosidad.


-Realmente no necesito otra vivienda, le dejo mi plaza a otro. No sé en qué va a parar esta tragedia.


-¿Has sabido algo del chama?


-Nada por el momento, está dentro con toda esa tropa y ya has visto los noticieros, es para preocuparse.


-De verdad que no quiero estar en tu pellejo.


-Dicen que van a dar un salvoconducto al que desee salir de aquel infierno, ojalá salga de allí, las condiciones de vida son inhumanas.


-De madre, ¡ojalá salga! Estuve regresando con frecuencia y las noticias sobre el hijo continuaban siendo las mismas. 


Una de aquellas tardes, lo encontré sentado junto a su padre. Lo veo hoy sentado junto a él, solo que no tengo frente a mí al chama medio alocado de la infancia. Es un hombre maduro, alto y fuerte, solo que aquel edificio de carne y hueso siente algunas dolencias por las cuales ha estado ingresado. Permanece junto a nosotros silencioso, escuchando ese largo viaje hasta nuestro pasado, como queriendo hallar en él alguna pista de su infancia. Lo defraudamos, tratamos de escapar una vez más de los momentos dolorosos e insistimos permanecer dentro de aquellos que nos otorgaron felicidad, como si nada hubiera sucedido antes o después de una sonrisa.


-¿Te acuerdas de aquellos viajes a Los Grandes Lagos? Preguntó Esmildo mientras se servía de un platillo con pinchos traídos por su nuera.


-¿Cómo voy a olvidarlos? Lo he mencionado en varios trabajos míos, fuimos el primer barco cubano en navegar hasta ese punto del planeta.


-¿Te acuerdas como te lanzaban en una sillita para el muelle? Alberto, si tú ves a este hombre volando por el aire no lo crees.


-¡Coño! La primera vez por poco me cago, no es fácil andar por el aire fuera del buque con éste andando y ver que los postes de la luz quedan bajo de ti. 


En algunas esclusas de las necesarias pasar para llegar al lago Ontario, mientras ellas se hallaban ocupadas por otras naves, había que amarrar al barco en un muelle de espera. Aquel muelle no contaba con los servicios de caberos, el barco estaba obligado a lanzar uno de sus hombres para que realizara esa función. En el castillo de proa se instaló un pequeño mástil que sostenía un brazo giratorio, tenía un cabo (soga) que llevaba una tablita en la punta a modo de sillita. Aquella tablita estaba firme al cabo por su centro, solo era necesario abrir las piernas, sentarse y agarrarse a él. En la punta de ese brazo giratorio estaban hechos firmes otros dos cabos que eran sostenidos por marinos sobre cubierta. Una vez sentado, dos o tres hombres me elevaban por encima de la altura de la tapa de bodega y la brazola. Luego, el hombre que sostenía uno de aquellos cabos y el más próximo a la banda de atraque, daba un fuerte tirón en dirección al muelle y yo salía disparado bajo el control del otro que usaba el segundo cabo como retenida. Cuando me encontraba sobre el muelle y con el buque en movimiento, les hacía una señal para que me fueran arriando. Una vez en el muelle enviaban el jibilay por donde yo cobraría el cable del spring y el cabo para hacer firme al barco. Partía corriendo hacia popa y tomaba sus dos cabos. Permanecía sentado sobre cualquier bita (pieza de acero usada para hacer firme los cabos de amarres de un barco) hasta que ordenaran nuevamente continuar la maniobra de entrada a la esclusa. Soltaba los cabos de popa y partía corriendo hasta la proa. Una vez que el barco había sido librado de sus amarres, debía correr hasta la mitad de su eslora y embarcar por la escala del Práctico. Como yo era el marino de cubierta más delgado, pesaba cuando entonces unas ciento treinta libras, fui el ideal para ejecutar esas acciones no carentes de cierta peligrosidad. Es verdad que aquel primer lanzamiento fue impresionante, el buque estaba en lastre y la proa tenía mucha altura. Bajo mis pies se desplazaban los postes de alumbrado hacia popa. Sentí algo de miedo, pero después de la tercera vez me acostumbré y llegué a disfrutarlo.


-¿Te acuerdas cuando fuimos a Viet Nam durante la guerra? ¿Te acuerdas cuando estuvimos en Chile durante el gobierno de Allende? ¿Recuerdas que fuimos el primer buque cubano en visitar a Venezuela? Cada pregunta de aquellas nos detenía por minutos en un recorrido imposible de recuperar, el camino había sido gastado por nuestras suelas y el viento viciado con el desperdicio de aquellos jóvenes pulmones. Su hijo y nuera nunca nos interrumpieron, creo que disfrutaban como nosotros el mismo placer de navegar sobre aguas turbulentas. ¿Te acuerdas de Ríos, Medina, Alarcón, Pedro el pañolero, El Trucu, Raúl Hernández Zayas? Entonces, hacíamos una descripción fotográfica de cada uno de aquellos que se convirtieron en fantasmas. Apenas hablábamos de nosotros, los demás siempre fueron más importantes.


-Hay una parte de esa historia que recuerdo perfectamente, pero prefiero escucharla nuevamente, tal vez algún día escriba sobre ella y ahora deseo oírla con tu voz. ¿Cómo fue que te expulsaron de la marina mercante? Las horas transcurrían y comenzaba a atardecer sin darnos cuenta. El tiempo fue medido por mi reloj particular, cada trago. 


-Alberto tenía cuando aquello unos diecinueve años, pero ya sabes cómo es el cuento y la aplicación de la ley en aquella finca. Si tienes dieciséis estás apto para el Servicio Militar y a esa edad te ponen un arma en las manos, estás desde ese instante autorizado a matar. Otras veces eres mayor a los dieciocho años, pero para la salida del país consideraron esa mayoría a los veintiuno. Para que saliera definitivo me obligaron a firmar una autorización y ya sabes, sentí mucho miedo que le sucediera algo. Además, por el solo hecho de haber penetrado los recintos de aquella embajada, tú sabes bien que no sería persona el resto de su vida, fui a firmar.


-Pero me contaste que esa acción no fue nada agradable para ti ni para Conchita. Fue como agregar leña a un fuego casi apagado y su reacción me llegó como una mueca de dolor.


-¡Mira! Tuvimos que presentarnos en el Círculo Social “Gerardo Abreu Fontan”, ¿sabes cuál es?


-¡Claro! Es el que estaba antes del Coney Island y pertenecía al MINFAR.


-¡Exacto! Cuando llegamos al sitio observamos que habían formado un comité de recepción por donde debíamos pasar, eran dos filas integradas por delincuentes y gente baja que pulula en nuestra sociedad. Indudablemente se encontraban allí por órdenes del gobierno y el partido, ¿qué te cuento? Se detuvo unos momentos, tal vez para reunir fuerzas y continuar. Yo aproveché y tomé un pinchito del plato colocado en la mesita por su nuera, todos guardaban silencio. Comenzaron a ofendernos con las consignas que derramaban en cada rincón de la isla, no conformes, aquellas agresiones verbales fueron secundadas de escupitajos y agresiones físicas. Conchita recibió una de las peores ofensas de su vida, aquellas turbas de malparidos le gritaban “puta” sin conocerla… No pudo continuar y lo comprendo, han pasado treinta y dos años sin lograr con éxito cerrar aquellas cicatrices. 

Esmildo, luego de un corto y penoso calvario, fue citado al núcleo del partido de un barco, donde fuera enrolado sin considerar las presiones que la situación del momento ejercía sobre él y su familia, ese fue su último contacto con una vida a la cual dedicara lo mejor de su existencia.

-¿Y después? Fui muy parco al preguntarle, no necesitaba decirle más, su hijo Alberto continuaba muy atento a este intercambio.


-¿Después? Ya sabes, debes andar cargando tu cruz, no existes, eres un fantasma dentro de tu propia tierra, no encajas en sus planes y te sepultan vivo. Pasé las que no puedes imaginar, hice de todo para tratar de sobrevivir en un ambiente hostil y extremadamente excluyente. Nunca imaginé que estuviera trabajando para construir aquello que tanto detesté en vida, siempre soñé con algo diferente en donde cupiéramos todos. 

Los años pasaron y nos desconectamos, siempre ocurre lo mismo en esta vida de marinos carente de tiempos para compartir con la propia familia. Un día y por azares del destino, mientras caminaba en dirección al puerto habanero, lo hallo accidentalmente trabajando en una carnicería de La Habana Vieja. Aquel encuentro fue muy natural, no existió una sola palabra fingida. Me detuve varios minutos, los necesarios para actualizarme de su situación.

-Ya me queda poco aquí, Alberto sacó a su hermano menor y dentro de unos meses partiremos Conchita y yo para los E.U. Me confesó en la acera de aquel comercio.


-¡Cuánto me alegro, te lo mereces! Nos perdimos por muchos años y lo encontré gracias a la guía telefónica de Miami y a su nombre de guajiro. Nos perdimos otra vez y hace poco me encontró.


-¡Oye, que te dedique sus libros! Este viejo se va a emborrachar y se olvidará hacerlo. Le dijo un amigo de Alberto antes de retirarse, le recordó el hijo antes de ir a dormir, ya era tarde. Serían las dos de la madrugada cuando le pedí un bolígrafo, ya todos estaban durmiendo, no resistieron nuestras singladuras al pasado. Esmildo me pidió que lo dejara para la mañana, pero insistí, tenía planes de regresar a Miami muy temprano, me senté en la mesa del comedor, solo estábamos despiertos nosotros.


Cuando le entregué el primer libro observé que se le aguaron los ojos y las manos le temblaban mientras leía la dedicatoria. No sé si cometí un error, mencioné a Conchita, su esposa, no podía omitirla aún después de fallecida. Creo que lo herí, mi amigo pertenece a esa especie de seres amenazados con extinguirse, muere de tristeza cuando tratan de encerrarlo en una jaula o pierde su pareja.


Ya está viejo, yo también sigo su camino por ley de esta vida que solo es un breve paseo. Es noble y no guarda rencores, nunca lo hizo. Está cansado y lo comprendo, sus fuerzas se agotaron como los de la mejor batería, aunque en su fuero interno no lo acepte, yo soy igual.


Esmildo navega sus últimas singladuras sin recibir una disculpa por las cabronadas que le hicieron y me indigno, la sociedad tiene una deuda muy grande con él. Me encojono enormemente cuando leo o escucho a un cabrón pendejo pedirme algo de olvido, perdón o reconciliación con nuestros verdugos. ¿Cuántos no se encontrarán en su situación, gente que se va marchitando como cualquier flor? Aún se encuentra vivo y deseo dedicarle estas pocas líneas en nombre de todos aquellos que fuimos parte de su vida, no quiero para él un homenaje póstumo. Estoy convencido de que quienes lo conocieron, aprobarán cada una de las palabras aquí escritas. 


Mi estimado Esmildo, la sociedad estará en deuda contigo, nosotros, tus compañeros de galernas y amigos, nunca lo estarán. ¡Oh! He olvidado que su nombre se escribe con “r”. Porfa, traten ustedes de corregirlo.




Esteban Casañas Lostal.

Montreal..Canadá.
2013-03-31


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