No era fácil recalar de madrugada a un país frío y
recibir aquella molesta voz; ¡Ocupando puesto de maniobra! ¡Ocupando puesto de
maniobra! Ya el contramaestre se había adelantado y nos despertaba con treinta
minutos de anticipación, tiempo empleado para forrarnos con papel de periódico
para enfrentar lo que nos esperaba en el exterior. No había un cabrón país que
nos enviara hacia el fondeadero, todos disponían de atraques. Bueno, solo
habíamos visitado países del primer mundo, unos años más tarde pudimos encontrarlos
en el área socialista y con la presencia del contramaestre junto a otro marino
en la proa, era suficiente para lanzar el ancla, escapábamos.
Marchábamos inflados hacia proa y popa, crujíamos a
cada paso dado, los periódicos se congelaban un poco con las bajas
temperaturas. Lo peor llegaba cuando subías al castillo de proa y te ordenaban
preparar un cabo para ofrecerlo al remolcador. Aquella orden nos llegaba
siempre acompañada de una coletilla; ¡Que sea el mejor disponible! Los íbamos
observando o sacudiendo de alguna manera la leve capa de nieve para
identificarlos. -¡No lo piensen más, carajo! Aquel es el más nuevo, preparen
ese. Nos gritaba el contramaestre y con él teníamos que fajarnos. Cuando
intentabas llevarlo hasta el Panamá, el tipo se resistía a dejar el sitio donde
se encontraba cómodamente adujado y para jodernos, decidía salir en forma de un
rígido muelle. No era fácil enderezarlo y se necesitaba aplicar toda la fuerza
de tres hombres -quienes para entonces- solo sumábamos el poder de uno solo,
arrastrábamos todas las calamidades y miserias vividas en tierra. Gastábamos
largo rato en aquella tragedia de enderezar al puto calabrote para sacarlo por
el Panamá y disponer de otro tramo para arriarlo cuando lo solicitara el remolcador,
debíamos disponer de otro tramo para hacerlo firme en las bitas cuando ellos lo
pidieran. Aquella orden nos llegaba desde la popa del remolcador por la señal
que nos hacía uno de sus marinos, quizás el contramaestre. Era una señal
internacional que no aparecía en ningún manual de marinería, muy sencilla, el
hombre cruzaba los brazos sobre su cabeza en forma de X y el oficial a cargo de
la maniobra se apuraba en gritar; ¡Firme el cabo! ¡Firme el cabo! Alla íbamos
de nuevo nosotros, los débiles hombres entregados por la sociedad a una ruda
profesión y nos fajábamos nuevamente con el puto y rebelde calabrote. Por fin
lográbamos darle unas tres o cuatro vueltas en las bitas y observábamos cuando
nuestro oficial -algo orgulloso- se viraba en dirección hacia el remolcador e
izaba las manos cruzadas sobre su cabeza en forma de cruz también.
No sé si me entiendan hasta ahora porque no les he
explicado lo peor, aquellos calabrotes y estachas eran de henequén y nosotros -posiblemente-
seríamos los últimos marinos del mundo en utilizarlas, se fabricaban en
Matanzas. El problema de aquellos artefactos prehistóricos radicaba en que cuando
se mojaban pesaban una tonelada y cuando se congelaban requerían de esfuerzos
extraordinarios para dominarlos. Otras de sus desventajas era que se hundían,
no ocurría lo mismo con los cabos elaborados de nylon, polietileno o polipropileno
usados alrededor del mundo, mientras nosotros insistíamos en ignorarlos para
“ahorrar divisas”. ¡Nosotros, no!
La culminación de nuestras desgracias ocurría unos
segundos después de que nuestro oficial le hiciera la señal convenida al
remolcador. Aquellos cabrones les imponían todo el poder de su máquina avante,
podíamos escucharlos por la cercanía a nuestra proa y nos bañaban de paso con esa
nube de carbono molesta de respirar. Cuando eso ocurría, sentíamos un fuerte
estrechonazo y un sonido muy parecido al disparo de una pistola, habían partido
el cabo, lejano nos llegaban sus risotadas. -¡Vamos a cobrarlo! Ordenaba
nuestro oficial algo defraudado. ¡Alguien que le haga un As de Guía! ¡El
jibilay, el jibilay! ¡Vamos a darles el mismo cabo! Mientras lo sacábamos de
las bitas y extendíamos su chicote por cubierta para ofrecerlo nuevamente, se
iban agotando las pocas energías disponibles. Realmente no estábamos diseñados
para trabajar más allá de nuestras fuerzas u ocho horas gruesas, porque nunca
las trabajamos netas.
Otra vez el jibilay y el cabo con el As de Guía, un
enorme nudo lo hacía aún más pesado y eso no les agradó a los marinos del
remolcador. La misma señal de los brazos cruzados, vueltas en la bita, brazos
cruzados de nuestra parte, el full avante, nube de carbono irrespirable, el
disparo, el cabo partido, las risas y un ¡Coño de tu madre! Que ellos no entendían
y nos obligaba a repetir la puta maniobra para entregarles el mismo cabo,
supuestamente el mejor. Algo estaba claro, pero muy oscuro para nuestra patriótica
comprension, ellos estaban tratando de ayudarnos -y nosotros- masoquistas o
idiotas, los rechazábamos. Esa pesadilla se repitió una y otra vez hasta que
decidieron -los que mandan- ponernos a tono con el mundo.
En lo que el cabo iba o venía, podía suceder que el
Mayordomo enviara a uno de sus camareros a proa y popa con una cafetera
conteniendo ese humeante néctar de los dioses. Café de verdad, no la mierda de chícharo
molido que adornó nuestras mesas en el comedor o llenó termos del puente y máquina
años posteriores. ¡Café! El alivio ante el frío que se sufriera era pasajero,
pero bueno, calmaba un poco saber de esos sentimientos solidarios que sobrevivían.
Otras veces, el Capitán enviaba una botella de ron para la proa y otra para la
popa, gesto aplaudido en aquellos tiempos donde se iban imponiendo sentimientos
egoístas y avaros en nuestra gente. Tampoco podía diferenciarse entre el
remedio o la enfermedad, es cierto que el ron nos ofrecía una sensación
momentánea de calentamiento, pero con el estómago vacío los daños colaterales
superaban sus beneficios, podía marearnos y ralentizar nuestros movimientos o
reacciones ante las acciones que se estaban haciendo.
El premio llegaría después de colocar el último
guardarratas y recoger los jubiláis usados en la maniobra. Sin recibir orden
alguna regresábamos a la superestructura por la banda del buque pegada al
muelle. No se sentía el crujir de los papeles de periódicos usados para
protegernos del frio, los sentíamos mojados y pegados a nuestros cuerpos por el
sudor que se produjo durante aquellos esfuerzos sobrehumanos. Nuestros pasos se
dirigían directamente a la cocina del buque, allí nos esperarían sonrientes el
Mayordomo, cocinero y camareros para ofrecernos una ganada y merecida merienda.
La seriedad y angustia iban cediendo al placer sentido en cada masticada que
bajaríamos con la ayuda de un delicioso chocolate capaz de calentarnos el alma.
¡Oye, les hablo de un bocadito con todas las de la ley! Jamón, queso,
pepinillos agridulces y sobre una mesa un pote de mayonesa y otro de kétchup
para servirse a gusto. No digo yo si aquel ladrillo disparado a un estómago vacío
lograba cambiarnos de humor, es que no se trataba de un estómago vacío, estamos
refiriéndonos a individuos que entraron en la marina con tripas nuevas sin
estrenar, insaciables.
¿Quién pudiera acordarse de aquellos generosos
bocaditos que nos daban de merienda? ¡Uf! Pero esa felicidad no duró mucho, la
mala suerte -muy muda ella- comenzó a cernirse sobre nosotros y no nos
percatamos de su poder destructivo. Al carajo el pan unas veces, al carajo el
jamón en otras, el queso guardando luto, nunca se ponían de acuerdo, es como si
se odiaran. ¡Divide y vencerás! Vencieron. Entonces quisieron convertir a la
merienda en un arma ideológica del enemigo, rezagos del pasado, vicios de la
burguesía. ¡Hay que eliminarla! Comentaban bajito, como si se tratara de una
conspiración aquellos hijoputas hambrientos y envidiosos. ¡Coño! No era mejor
gritar; ¡Merienda para todos! Hubiera sido lo perfecto, pero cuando hablamos de
los cubanos todo se confunde. El cubano ha sido educado para luchar buscando
objetivos inversos, él no quiere disfrutar de tu confort, satisfacción, buena
vida. El cubano lucha para que tú estés tan jodido como él, o sea, pelea por la
igualdad de clases donde todos se revuelquen en la mierda del proletariado.
Casi, casi se jode la merienda. Las fuentes que viajaban hacia el puente o cuarto
de máquinas eran cada vez mas pobres o ridículas, pantomimas o caricaturas de
lo que fuera una verdadera merienda. Algunas veces resumidas en desagradables
inventos concebidos con toda la voluntad del mundo por nuestros cocineros.
¿Qué les cuento? ¡Qué tiempos aquellos! Pues resulta
que en un barco tuvimos que reunirnos los “factores” (palabrita muy usada hasta
el empalago en aquella tierra), aquella acalorada reunión se dedicó exclusivamente
en defensa de la merienda. De una parte y asumiendo el papel de abogados
defensores se encontraban los jefes de los departamentos de cubierta y máquinas.
Como fiscal y deseando condenarla, se encontraba un corrupto y ladrón sobrecargo.
Atenuantes, agravantes y presunción de inocencia viajaban en el enrarecido
ambiente sobrecargado de patriotismo y condena al bloqueo norteamericano. -¡Es más,
la merienda no se encuentra contemplada en la dieta de los marinos! Casi gritó
victorioso aquel hijo de la gran puta. -Puede que no esté comprendida en esas
asignaciones, tampoco lo están las mercancías que se pierden antes de llegar al
barco cuando lo están avituallando o, las que toman un rumbo diferente a
nuestra alimentación estando atracados. Silencio total, gaveta repleta de
cucarachas, ganó la merienda. Se mantuvo hasta mi deserción, claro, vestida de
una pobreza horrible. Llegó el momento donde el enemigo se había ensañado sin
piedad con nuestros marinos y como he contado en otras oportunidades, no se recibía
el dinero para comprar comida a miles de millas de nuestros puertos de matrícula.
Ya para esos tiempos de cólera, las bandejas subían al puente conteniendo
material peligroso y un líquido negro sin olor o sabor que llamaban café. Pero
todo tiene solución y aquel problema desapareció de nuestro mundo, nos quedamos
sin flotas y ya no era necesario aquel gasto de contenido burgués conocido como
merienda.
Esteban Casañas Lostal.
Montreal..Canadá.
2022-08-31
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