UNA
PITADA LARGA
Para ustedes no
significaba mucho, solo eso, un sonido de barítono o bajo estremecedor que
hacia temblar los cimientos de una ciudad que moría poco a poco. Tuvo que haber
molestado a muchos en horas de la madrugada, al que descansaba después de una
jornada de trabajo o colas agotadora y luchaba por lograr ese sueño tan
necesario en una batalla interminable contra el calor y los mosquitos.
Para nosotros aquella
pitada siempre tuvo sentido, era una señal comprendida en nuestro código de comunicación
sonora. Una pitada larga significaba; “No me corte usted la proa”. Una pitada
corta; “Estoy cayendo a estribor”. Dos pitadas cortas; “Estoy cayendo a babor”.
Tres pitadas cortas; “Mis máquinas están dando atrás” y por último, cuatro o más
pitadas cortas; “No comprendo su maniobra”. Para nosotros tenían una significación
especial de acuerdo con el momento de su uso.
Si arribábamos del exterior,
aquella pitada era la culminación de un viaje, largo o corto, preñado casi
siempre, luego siempre, de innumerables sacrificios, peligros, penas, hambre, insomnio,
sustos, contrabando, y por qué, ¿no?, placeres entre los pocos que sabíamos o teníamos
la capacidad de transformar el dolor en algo dulce de roer.
Aquella pitada de
llegada se extendía más allá del tiempo para el que fuera humanamente
concebido, solo segundos. La primera se producía cuando franqueábamos la línea que
une al Castillo de San Salvador de la Punta con el Morro de La Habana. Llegábamos
a casa y la saludábamos, la teníamos al alcance de nuestras manos. Vencíamos de
esa manera todo el tiempo esperando al Práctico a dos o tres millas del faro,
esperando, siempre esperando, amaestrados para esperar, acostumbrados a esa
espera por lo que muchas veces no llega. Enfilados con la fosforera eterna de
la refinería en el centro del canal, aquella estremecedora pitada alborotaba a
los niños que nos esperaban acompañados por sus madres, las novias que tal vez
llegaron de otras provincias, las madres, hermanos y algunos amigos. Autos y
guaguas se detenían a nuestro paso, vehículos que iban disminuyendo en la
medida que avanzaba el tiempo o el cansancio. La alegría era compartida, los
niños corrían a la par del barco y gritaban el nombre de sus padres, algunas
mujeres también lo hacían. Viajaban nombres en esa franja de agua que los
separaban y se apagaba en la medida que el barco los vencía en aquella corta
carrera.
-¡Vamos a fondear! ¡Vamos
para el muelle Margarito Iglesias! ¡Vamos para el Sierra Maestra número 3 Sur!
Se gritaba desde el buque o simplemente les informaban desde el puente con el
uso de un megáfono. Detenían la carrera y comenzaban a caminar lentamente. Se
preparaban para esperar, hacerlo bajo un implacable sol o lluvia, con frio o
calor, con hambre donde no aliviarla, sin un banco donde sentarse. Aquella
eterna espera podía extenderse por tres, cuatro, cinco horas y hasta más. Todo dependía
de las entradas producidas antes de nuestra arribada y se complicaba si el
barco anterior había tenido problemas durante el sondeo.
La segunda pitada larga
se escuchaba unos cien metros antes de arribar al Castillo de la Real Fuerza de
La Habana, allí se concentraba otro grupo numeroso de familiares que se
separaban de los pasajeros o curiosos siempre presentes en el muelle de Caballería.
Se repetía la escena anterior, gritos de nombres, apodos, motes, palabras de
cariño y una muy corta carrera. Se repetía la misma información sobre el
destino de la nave. Solo una vez, uno de aquellos gritos casi desesperado se respondió
con un silencio total de ambas partes, como si todos lo supieran, como si
fueran cómplices.
-¡Blanquitaaaaaaaaaaaaa!
¡Blanquitaaaaaaaaaa! ¡Blanquitaaaaaaaaaa! Nadie respondió y creo que ella se escondió
dentro de la superestructura. Miedo, intriga, conspiración, traición, secretos
guardados a voces, silencio total. Quien gritaba era el esposo de Blanquita, un
tonto fosforescente que permitió a su mujer salir a navegar dentro de una jaula
repleta de leones. Ella estaba quimbando con Blanquito y ese día no bajaron a
tierra, ya lo he contado en otro escrito.
Después de ese punto,
donde la fantasía y los sueños por llegar a tu tierra chocaban de frente con la
realidad, solo quedaba tener mucha paciencia y esperar. Nuestros pulmones
comenzaban a experimentar ese choque violento entre el aire puro del mar y la
fetidez de una bahía muerta. lanzábamos el ancla o los cabos sorteando todos
los obstáculos que representaban aquellas naves abarrotadas dentro de una
pequeña bolsa de agua contaminada, donde hacia tiempo no saltaban los sábalos detrás
de las sardinas o amarizaban algo cansadas las gaviotas. Una que otra lancha
disputaba los espacios disponibles para maniobrar hacia sus destinos y nosotros,
como termómetros humanos, nos disponíamos a salir cuando otro quisiera para
medir la temperatura de la destrucción experimentada durante nuestras ausencias.
Si el Práctico embarcaba
acompañado de otro individuo de rostro seco y misterioso, sabíamos que esa
espera consumiría largas horas durante un angustioso sondeo donde siempre
buscaban algo. Solo quedaban unos minutos para esconder los pequeños tesoros
ilegales olvidados por su dimensión, luego llegaría un pelotón de hombres metálicos
y fríos como los perros que los acompañaban. Aquella tierra tenia la facilidad
de transformar la felicidad y alegría en angustia en pocas horas, Nada cambiaba
y si lo hacía, era para empeorar nuestras existencias. De madrugada nuestras
arribadas eran mas silenciosas y las pitadas mucho mas cortas, pocos eran los
gritos que cruzaban el canal y la gente que corría, la espera era también más
silenciosa.
-¡Vamos a soplar máquina,
pon también aire para el Pito! Realmente le llamábamos “Tifón” y en los buques
antiguos se accionaban con aire o vapor. Los barcos modernos disponían de un
pequeño compresor de aire que se accionaba desde el puente. Cuando esas
palabras se cruzaban entre el puente y el departamento de máquinas, nos encontrábamos
en la antesala de una partida inminente. Todos los lazos que te unían a tierra
se rompian cuando desde la popa te decían; ¡Libre la propela!
Los estados de ánimo
eran totalmente diferentes, caras nuevas se incluyeron en la lista de enrolos y
estabas obligado a hablar poco, conocerlos. La plata pudo haberse agotado de la
misma manera que lo hizo la paciencia y ese deseo por abandonar la tierra a la
que llegaste preñado de felicidad, podía estar al borde de la desesperación.
Nunca soporté o toleré estar en la isla mas de un mes. El mismo discurso aburre,
los ojos que te vigilan con esa curiosidad revolucionaria, cansa. La envidia
del que vive peor y no sueña vivir un día como tú, solo desea verte tan jodido
como él, como si sus miserias fueran un privilegio, mérito revolucionario. La gente
era cada día mas estúpida, corrupta, ciega, sorda, miserable y creyente hasta
la estupidez de esa palabrita mágica, futuro.
Una pitada larga de
despedida con menos longitud y diferente sentido. Una sola cuando se viajaba
por el centro del canal entre ambos puntos mencionados. Nadie corría paralelo
al barco, nadie gritaba, poco importaba la hora, tampoco lo que significaba esa
partida, tal vez la última. Nos despedíamos de una tierra viciada, sucia,
nauseabunda, hipócrita, puta y chivata, que movía el culo al compás de los
discursos o consignas. Sin embargo, solo un tiempo atrás fue algo diferente. Jóvenes
alegres y entusiastas tripularon una vez nuestras naves, soñadores de corta
edad que hoy han muerto sin ver el final de aquel sueño. Los que no murieron
agonizan desde hace años dentro de ese mar de estiércol donde viven o, muriendo
de a poco, agobiados por sus recuerdos, como yo, a cientos o miles de millas
del Morro.
La juventud es así,
noble, ingenua, alegre, soñadora, incansable, fácil de manipular, ciega a
veces, incapaz de identificar donde se esconde un peligro o emboscada. Éramos una
juventud muy laboriosa antes de contagiarnos o envenenarnos contra nuestros
amigos, vecinos, familiares. La pitada era muy corta de madrugada cuando partíamos,
pero nunca despreciamos los últimos segundos de aquel humano contacto con
aquella tierra enferma para reírnos. Nos preparábamos con tiempo antes de
llegar a la fortaleza de la Punta, cargábamos linternas y los oficiales más
jodedores, desde el puente, tenían lista una potente lampara Aldis. Sabíamos que
los sorprenderíamos, eso nunca fallaba.
-¡Dale a templar a una
posada, hijo de puta! ¡Sácasela, maricón! ¡Ese no es un sitio para estar
templando! Aquellos gritos llegaban a la misma velocidad de la luz que los
delataban y las respuestas no se hacían esperar. Algunos de ellos se subían al
muro y mostraban su pito parado.
-¡Marineros, tarrúos! ¡Ahora
voy a templarme a tu mujer!
-¡No puedes hacerlo hijo
de puta, ella es tu madre!
-¡Marineros, maricones,
agarren! Una que otra muchacha se subía al muro y se levantaba la saya.
-¡Putaaaaaa!
-¡Maricones! Todos reíamos,
nosotros y ellos, no había tiempo para más. Nos desquitábamos un poco de las
calamidades vividas en nuestra estadía, pero un poco mas tarde todo eso desapareció
y nos fuimos convirtiendo en enemigos, desapareció aquella juvenil alegría.
-¡Todo a estribor!
Ordenaba el Capitán una vez vencido el Morro. ¡Contramaestre, ponga el buque a
son de mar.
Esteban Casañas Lostal.
Montreal..Canadá.
2021-04-15
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