domingo, 18 de abril de 2021

TODOS A BORDO, EL BUQUE SE HACE A LA MAR.


TODOS A BORDO, EL BUQUE SE HACE A LA MAR.


Letra P del código internacional de señales marítimas 

Fonía: PAPA (papá)  Morse: . _ _ . 

Significado: Letra: P

Fonética: PAPA (papá) 

Morse: · _ _ ·

Significado: En puerto. Todo el personal debe regresar a bordo por tener el buque que hacerse a la mar. En la  mar para pesqueros: Mis redes se han enganchado.

 

 

Corrían tiempos de profundo romanticismos en nuestra profesión, el sol continuaba saliendo cada mañana, mientras que las estrellas y planetas se mostraban en el cielo cuando las aves se posaban a dormir. La luna era atractiva para unos pocos de los nuestros, preferían dejarla al poeta trasnochado o al inquieto enamorado, pero se mantenía allí para resolver nuestras urgencias a pesar de su retardo. Luego nos quedamos sin ellos, fueron sacrificados por los satélites.

Las comunicaciones entre nosotros eran más humanas y nos exigían un poco de destreza. Nuestros buques no poseían equipos de VHF, no lo tenía el mismísimo puesto de mando de Navegacion Mambisa y sus comunicaciones con los barcos era mediante mensajeros. ¿Qué contarle de las odiseas a bordo de nuestros barcos? Hoy serán motivos de carcajadas todos aquellos gritos que se atropellaban entre la proa y el puente cuando se cruzaban en el camino. Gritaba el Capitán usando un megáfono; ¡Fondo el ancla de estribor! Y el oficial de la maniobra no lo comprendía porque la orden llegaba borrosa por culpa del viento o el motor de algún remolcador. Y se repetía la pregunta una y otra vez hasta que el polvo rojo del molinete era el mejor testigo de que se había cumplido la orden. Lo mismo sucedía cuando el Capitán se viraba a la popa, creo que era algo peor. Estaban los ruidos de la maquina principal, los generadores, las gaviotas, el remolcador y los extractores de la cocina. Y las maniobras salían bien a pesar de tantos contratiempos y aquellas estachas de henequén que pesaban toneladas cuando se mojaban o congelaban.

Después aparecieron los barcos a los que se les instalaba una bocinita en proa y popa. ¡Que adelanto! Nos estábamos modernizando, y el Capitán con un micrófono en la mano dando órdenes, y el cable regado por todo el puente, cruzando de babor a estribor o viceversa. ¡Que adelanto! ¡Viva la modernidad! Y los oficiales respondiendo cada orden por la misma bocinita sin poder alejarse mucho de ella o apelando a los gritos o potencia de su voz. ¡Que adelanto!

Fueron apareciendo los equipos de VHF y nos poníamos en sintonía con el mundo. No porque así lo quisiéramos, nos obligaron en muchos puertos. Recuerdo que al buque “Jiguaní” se lo instalaron en Montreal para poder entrar a los Grandes Lagos, ya andábamos por el año 1970. Olvídense de los Walky-Talky, si existían en esas fechas no nos habíamos enterados, nos sentíamos más cómodos con la bocinita, era mucho más barato y no nos veíamos en la tragedia de casi suplicar que les compraran baterías, la modernidad trae también sus calamidades.

En fin y a lo que iba, aquellos magníficos oficiales de esa época tan romántica y de corta duración en nuestra flota, recibían en sus estudios una asignatura llamada “Comunicaciones”. Dentro de su contenido se contemplaban las banderas del CIS (Código Internacional de Señales), les enseñaban el código Morse, señales lumínicas, señales a brazos con banderas, el lenguaje internacional para ser usado por radiofonía, etc. Entonces, ¿Cómo avisarle a su gente sobre la partida del barco u otra contingencia? Muy sencillo, se valían de las señales visuales y sonoras. ¡Es que sabían hacerlo!

Yo recuerdo que nos manteníamos en la Alameda de Paula con nuestras familias hasta que veíamos izar la “P”, había llegado el momento del último beso o abrazo. Si ya había oscurecido, nos hacíamos los tontos o el buque estaba atracado en un muelle donde no era visto desde la calle, además de la bandera se emitía un aviso sonoro al que ya estábamos acostumbrados. Con el Tifón del buque y usando el código Morse, el oficial de guardia lo activaba emitiendo cuatro pitadas consistentes en puntos y rayas. En ese caso era la “P” . _ _ . y pudieran decir que reaccionábamos por un reflejo condicionado cuando no es así. Durante el curso de timonel que recibí en el año 1968 en la Empresa de Navegacion Mambisa, además de todos los nudos y costuras comprendidos en los Trabajos de Recorrida, nos impartieron clases sobre esas banderas y señales usadas por los barcos. Si no hubiera sido así, los más viejos, aquellos piratas que nos antecedieron en esta penosa carrera se encargaron de enseñarnos.

Esa disciplina, profesionalidad y romanticismo de nuestra gente en esta adorable profesión, se fue yendo poco a poco a las sentinas de cada nave, por no decir que a la mierda. Se fueron borrando usos y costumbres, tradiciones muy marineras y hasta aquellas numerosas despedidas que se producían antes de cada partida. Ya no se izaba la “P” ni se escuchaban las cuatro pitadas para llamarnos a bordo, todo era borrado con el uso de medidas arbitrarias y abuso de poder. La salida del buque se anunciaba con muchas horas de antelación en la pizarrita existente en el portalón, se hacia con tanto tiempo e inseguridad que, mantener a la familia esperando por aquella salida resultaba un sacrificio insoportable. Recuerdo que en mi última salida de la isla el Capitán Humberto Vázquez puso la salida de la nave para el mediodía y salimos en la madrugada del siguiente día, nadie protestaba ante esos atropellos, menos aún quien no fuera militante.

El malecón se fue vaciando poco a poco de nuestra familia y aquella pitada larga de despedida perdió su fragancia, el enojo se imponía ante la alegría del nuevo desafío o aventura. Una pitada que retumbaba en las fachadas de una ciudad carcomida y apestosa, indiferente para el infeliz pescador, cuyas esperanzas viajaban desde sus dedos hasta el fondo de un canal contaminado como sus propias vidas.







Esteban Casañas Lostal.

Montreal..Canadá.

2021-04 18

 

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jueves, 15 de abril de 2021

UNA PITADA LARGA


UNA PITADA LARGA


 

Para ustedes no significaba mucho, solo eso, un sonido de barítono o bajo estremecedor que hacia temblar los cimientos de una ciudad que moría poco a poco. Tuvo que haber molestado a muchos en horas de la madrugada, al que descansaba después de una jornada de trabajo o colas agotadora y luchaba por lograr ese sueño tan necesario en una batalla interminable contra el calor y los mosquitos.

Para nosotros aquella pitada siempre tuvo sentido, era una señal comprendida en nuestro código de comunicación sonora. Una pitada larga significaba; “No me corte usted la proa”. Una pitada corta; “Estoy cayendo a estribor”. Dos pitadas cortas; “Estoy cayendo a babor”. Tres pitadas cortas; “Mis máquinas están dando atrás” y por último, cuatro o más pitadas cortas; “No comprendo su maniobra”. Para nosotros tenían una significación especial de acuerdo con el momento de su uso.

Si arribábamos del exterior, aquella pitada era la culminación de un viaje, largo o corto, preñado casi siempre, luego siempre, de innumerables sacrificios, peligros, penas, hambre, insomnio, sustos, contrabando, y por qué, ¿no?, placeres entre los pocos que sabíamos o teníamos la capacidad de transformar el dolor en algo dulce de roer.

Aquella pitada de llegada se extendía más allá del tiempo para el que fuera humanamente concebido, solo segundos. La primera se producía cuando franqueábamos la línea que une al Castillo de San Salvador de la Punta con el Morro de La Habana. Llegábamos a casa y la saludábamos, la teníamos al alcance de nuestras manos. Vencíamos de esa manera todo el tiempo esperando al Práctico a dos o tres millas del faro, esperando, siempre esperando, amaestrados para esperar, acostumbrados a esa espera por lo que muchas veces no llega. Enfilados con la fosforera eterna de la refinería en el centro del canal, aquella estremecedora pitada alborotaba a los niños que nos esperaban acompañados por sus madres, las novias que tal vez llegaron de otras provincias, las madres, hermanos y algunos amigos. Autos y guaguas se detenían a nuestro paso, vehículos que iban disminuyendo en la medida que avanzaba el tiempo o el cansancio. La alegría era compartida, los niños corrían a la par del barco y gritaban el nombre de sus padres, algunas mujeres también lo hacían. Viajaban nombres en esa franja de agua que los separaban y se apagaba en la medida que el barco los vencía en aquella corta carrera.

-¡Vamos a fondear! ¡Vamos para el muelle Margarito Iglesias! ¡Vamos para el Sierra Maestra número 3 Sur! Se gritaba desde el buque o simplemente les informaban desde el puente con el uso de un megáfono. Detenían la carrera y comenzaban a caminar lentamente. Se preparaban para esperar, hacerlo bajo un implacable sol o lluvia, con frio o calor, con hambre donde no aliviarla, sin un banco donde sentarse. Aquella eterna espera podía extenderse por tres, cuatro, cinco horas y hasta más. Todo dependía de las entradas producidas antes de nuestra arribada y se complicaba si el barco anterior había tenido problemas durante el sondeo.

La segunda pitada larga se escuchaba unos cien metros antes de arribar al Castillo de la Real Fuerza de La Habana, allí se concentraba otro grupo numeroso de familiares que se separaban de los pasajeros o curiosos siempre presentes en el muelle de Caballería. Se repetía la escena anterior, gritos de nombres, apodos, motes, palabras de cariño y una muy corta carrera. Se repetía la misma información sobre el destino de la nave. Solo una vez, uno de aquellos gritos casi desesperado se respondió con un silencio total de ambas partes, como si todos lo supieran, como si fueran cómplices.

-¡Blanquitaaaaaaaaaaaaa! ¡Blanquitaaaaaaaaaa! ¡Blanquitaaaaaaaaaa! Nadie respondió y creo que ella se escondió dentro de la superestructura. Miedo, intriga, conspiración, traición, secretos guardados a voces, silencio total. Quien gritaba era el esposo de Blanquita, un tonto fosforescente que permitió a su mujer salir a navegar dentro de una jaula repleta de leones. Ella estaba quimbando con Blanquito y ese día no bajaron a tierra, ya lo he contado en otro escrito.

Después de ese punto, donde la fantasía y los sueños por llegar a tu tierra chocaban de frente con la realidad, solo quedaba tener mucha paciencia y esperar. Nuestros pulmones comenzaban a experimentar ese choque violento entre el aire puro del mar y la fetidez de una bahía muerta. lanzábamos el ancla o los cabos sorteando todos los obstáculos que representaban aquellas naves abarrotadas dentro de una pequeña bolsa de agua contaminada, donde hacia tiempo no saltaban los sábalos detrás de las sardinas o amarizaban algo cansadas las gaviotas. Una que otra lancha disputaba los espacios disponibles para maniobrar hacia sus destinos y nosotros, como termómetros humanos, nos disponíamos a salir cuando otro quisiera para medir la temperatura de la destrucción experimentada durante nuestras ausencias.

Si el Práctico embarcaba acompañado de otro individuo de rostro seco y misterioso, sabíamos que esa espera consumiría largas horas durante un angustioso sondeo donde siempre buscaban algo. Solo quedaban unos minutos para esconder los pequeños tesoros ilegales olvidados por su dimensión, luego llegaría un pelotón de hombres metálicos y fríos como los perros que los acompañaban. Aquella tierra tenia la facilidad de transformar la felicidad y alegría en angustia en pocas horas, Nada cambiaba y si lo hacía, era para empeorar nuestras existencias. De madrugada nuestras arribadas eran mas silenciosas y las pitadas mucho mas cortas, pocos eran los gritos que cruzaban el canal y la gente que corría, la espera era también más silenciosa.

 

-¡Vamos a soplar máquina, pon también aire para el Pito! Realmente le llamábamos “Tifón” y en los buques antiguos se accionaban con aire o vapor. Los barcos modernos disponían de un pequeño compresor de aire que se accionaba desde el puente. Cuando esas palabras se cruzaban entre el puente y el departamento de máquinas, nos encontrábamos en la antesala de una partida inminente. Todos los lazos que te unían a tierra se rompian cuando desde la popa te decían; ¡Libre la propela!

Los estados de ánimo eran totalmente diferentes, caras nuevas se incluyeron en la lista de enrolos y estabas obligado a hablar poco, conocerlos. La plata pudo haberse agotado de la misma manera que lo hizo la paciencia y ese deseo por abandonar la tierra a la que llegaste preñado de felicidad, podía estar al borde de la desesperación. Nunca soporté o toleré estar en la isla mas de un mes. El mismo discurso aburre, los ojos que te vigilan con esa curiosidad revolucionaria, cansa. La envidia del que vive peor y no sueña vivir un día como tú, solo desea verte tan jodido como él, como si sus miserias fueran un privilegio, mérito revolucionario. La gente era cada día mas estúpida, corrupta, ciega, sorda, miserable y creyente hasta la estupidez de esa palabrita mágica, futuro.

Una pitada larga de despedida con menos longitud y diferente sentido. Una sola cuando se viajaba por el centro del canal entre ambos puntos mencionados. Nadie corría paralelo al barco, nadie gritaba, poco importaba la hora, tampoco lo que significaba esa partida, tal vez la última. Nos despedíamos de una tierra viciada, sucia, nauseabunda, hipócrita, puta y chivata, que movía el culo al compás de los discursos o consignas. Sin embargo, solo un tiempo atrás fue algo diferente. Jóvenes alegres y entusiastas tripularon una vez nuestras naves, soñadores de corta edad que hoy han muerto sin ver el final de aquel sueño. Los que no murieron agonizan desde hace años dentro de ese mar de estiércol donde viven o, muriendo de a poco, agobiados por sus recuerdos, como yo, a cientos o miles de millas del Morro.

La juventud es así, noble, ingenua, alegre, soñadora, incansable, fácil de manipular, ciega a veces, incapaz de identificar donde se esconde un peligro o emboscada. Éramos una juventud muy laboriosa antes de contagiarnos o envenenarnos contra nuestros amigos, vecinos, familiares. La pitada era muy corta de madrugada cuando partíamos, pero nunca despreciamos los últimos segundos de aquel humano contacto con aquella tierra enferma para reírnos. Nos preparábamos con tiempo antes de llegar a la fortaleza de la Punta, cargábamos linternas y los oficiales más jodedores, desde el puente, tenían lista una potente lampara Aldis. Sabíamos que los sorprenderíamos, eso nunca fallaba.

-¡Dale a templar a una posada, hijo de puta! ¡Sácasela, maricón! ¡Ese no es un sitio para estar templando! Aquellos gritos llegaban a la misma velocidad de la luz que los delataban y las respuestas no se hacían esperar. Algunos de ellos se subían al muro y mostraban su pito parado.

-¡Marineros, tarrúos! ¡Ahora voy a templarme a tu mujer!

-¡No puedes hacerlo hijo de puta, ella es tu madre!

-¡Marineros, maricones, agarren! Una que otra muchacha se subía al muro y se levantaba la saya.

-¡Putaaaaaa!

-¡Maricones! Todos reíamos, nosotros y ellos, no había tiempo para más. Nos desquitábamos un poco de las calamidades vividas en nuestra estadía, pero un poco mas tarde todo eso desapareció y nos fuimos convirtiendo en enemigos, desapareció aquella juvenil alegría.

-¡Todo a estribor! Ordenaba el Capitán una vez vencido el Morro. ¡Contramaestre, ponga el buque a son de mar.

 

Esteban Casañas Lostal.

Montreal..Canadá.

2021-04-15

 

 

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