LOS AMANECERES AQUÍ SON APACIBLES.
Anoche regresé cincuenta y tres años sobre mis pasos,
lo hice desde la dulzura de mi colchón, la pieza que más amo de mi apartamento.
Viajé acompañado de ese silencio agotador que me persigue en este mudo
edificio, soledades que nos van matando poco a poco, como queriendo enterrar
nuestras memorias y lo que un día fuimos, fusilando tantos secretos que
arrastran a su paso sus abatidos inquilinos, resignados y buenos.
Nunca había olvidado el título de aquella película
soviética inspirada en una novela de Boris Vasiliev, no me importó tanto la
historia como una sola de sus escenas. Me senté nuevamente en el comedor de
oficiales de la motonave “Habana”, donde una vez corridas las cortinas de las
portillas y apagadas sus luces, quedamos a merced de un proyector ruso que
hacía tanto ruido como un tractor. Murillo, el eléctrico a bordo, era quien lo
operaba en ese viaje. Solo en ese tiempo nos compartía algo que no era parte de
su cosecha, los días restantes y cuando el tiempo lo permitía, el viejo se encargaba
de entretenernos con algunos de sus cuentos, casi siempre fantásticos, que
aseguraba fueran extractos de su vida real. No lo contradecíamos para continuar
disfrutando de sus piadosas mentiras, la felicidad que nos imponía rebotaba en
nuestros rostros y llegaba al suyo como una invitación a continuar. Ese viaje
llevaba como segundo electricista a un espigado flaco al que todos llamaban El
Sordo con mucha razón, defecto que se perdonaba en aquellos tiempos de espantos
donde no era importante escuchar y la depresión no era una enfermedad de
hombres, puras mariconerías, decían los fervientes revolucionarios de entonces.
El viaje siguiente el caso de El Sordo fue más grave, se quedó sin habla
también y la gente se lo perdonaba. Recorría las maquinillas, molinete y
cabrestante acompañando a Murillo sin abrir la boca, muy triste y taciturno,
ido de este mundo. No era para menos, cualquiera de nosotros hubiera
reaccionado de esa manera, su mujer lo había abandonado teniendo un hijo.
Siempre le temimos a los tarros, éramos capaces de enfrentarnos a terribles
galernas, como la sufrida el viaje anterior, pero la presencia de un tarro
hacía temblar todos los cimientos de nuestras existencias, sentíamos pánico de
solo respirar su presencia. Su caso fue aún más grave, la jeva lo abandonó por
otra jeva y los sentimientos de solidaridad humana hacia él fueron más
profundos, solo que nunca le dijimos nada. Debe ser del carajo el trauma que se
sufre, no tuvimos valor para preguntarle. Allí se encontraba tranquilo y con la
mirada fija a una pequeña pantalla que se bamboleaba al ritmo de las olas.
Algunas veces, las imágenes de la película escapaban del estrecho margen de
aquella tela y se opacaban en el mueble barnizado que existía tras ella, nadie
gritaba como en los cines de barrio.
Las bromas improvisadas iban cediendo ante el avance
de la película o la invasión del humo que despedían varios tabacos encerrados
en tan pequeño espacio. Nadie decía que fumar daba cáncer en esas fechas, y si
lo dijeron, había males que lo superaban haciéndonos perder el miedo. No éramos
muchos los asistentes esa tarde, realmente la tripulación era algo reducida,
numerosa para tiempos presentes. La tripulación estaba compuesta por
veinticinco hombres y si descontabas los cuatro de guardia, los que se
encontraban descansando y los indiferentes a esta manifestación del arte, podía
afirmarse que solo compartíamos aquel humo y el ruidoso proyector, la mitad de
la tripulación. Podía suceder que el resto prefiriera disfrutarla con más
tranquilidad cuando se proyectaba para las brigadas de guardia, tampoco
existían muchas ofertas y la misma película podía repetirse tres o cuatro veces
en el mismo viaje, todo dependía del interés de la tripulación.
Solo dos o tres películas se llevaban por viaje, una
se podía ver de subida, una estando en algún puerto cuando nos quedábamos sin
plata y la otra de bajada. Las distribuían en el Departamento de Atención a
Tripulantes cuando aún atendían un poco a los marinos. Años más tarde eran
parásitos que no servían para nada y sus funciones se reducían a visitar los
barcos a la hora del almuerzo o para celebrar alguna “actividad” donde se
ofreciera bebida. Solo una mujer realizaba con amor ese trabajo en toda la isla
y la gente sabe que no miento, me refiero a la negra Carmen Rosa en Santiago de
Cuba, los marinos la querían como si se tratara de una madre adoptiva. No
recuerdo exactamente quien era el encargado de buscar las películas en la
empresa o si ellos las traían a bordo, me inclino por esto último, luego
estarían bajo la custodia de algunos de los secretarios encargados de arreglar
al mundo.
Regreso cincuenta y tres años sobre mi estela y lo
hago accidentalmente, reviso las ofertas de NETFLIX y poco me atrae. Paso al
menú de AMAZON y me sucede lo mismo hasta que me detengo en el título de
aquella película conservada casi virgen en mi memoria, le doy play. La pantalla
de mi televisor supera en tamaño a la del improvisado cine de aquel barco, no
se balancea, no domina la niebla producida por los tabacos en las bocas de
Bolaños, El Bicho o los Populares encendidos por otros tripulantes, tampoco se
escucha el molesto ruido de aquel proyector ruso. Encuentro que no se trata de
una película, tampoco es en blanco y negro como la original, no la abandono. En
la medida que va avanzando logro identificarla, el drama es el mismo, solo que
por tratarse de un serial es más lento, me quedo esperando por la escena que
nos hizo saltar del asiento en medio de la leve marejada, llegó.
-¡Murillo, para eso, coño! Gritó El Sapo desde el fondo
del comedor. El viejo saltó asustado y apagó el proyector.
-¿Qué pasó, que pasó? Dijo nervioso Murillo, quien al
parecer se había quedado dormido y pensó que se trataba de una emergencia.
-¡No paso nada! Pero coño, esas escenas pásalas en
cámara lenta para cargar las baterías. La risa invadió todo el salón, El Sapo
era un tipo ocurrente y muy simpático. Realmente eran dos Sapos, Bernardo, el
que habló, vivía en el poblado de Regla. Alto, rubio y narizón, flaco como una
vara de pescar y de estructura corporal estrecha, tanto, que ambos brazos
amenazaban salir debajo del cuello. El otro Sapo era Menéndez, nada que ver con
el anterior. Vivía en Cayo Hueso y tenía una hija con una mulata llamada
Belkis, creo que ese era su nombre, muy chéveres ambos. Trigueño, bajito y tan
descojonado por la vida como Bernardo. Menéndez se parecía mucho a Pototo,
ocurrente, inoportuno y cómico como el artista. Ambos habían llegado de las
filas del MININT, creo que navegaron en uno de los yates de Castro. Nada que
ver como agentes represores, solo un par de jodedores muy queridos entre los
tripulantes, Bernardo era militante del partido, Menéndez no militaba en nada.
-¡No jodan, coño! Menudo susto me has dado con tu
jodedera. Terminando de hablar puso el tractor en marcha y no se hizo esperar
la protesta general.
-¡Murillo, no jodas y dale pa'tras! Intervino Chirino
el camarero de tripulantes con la nariz más grande de Cuba. Alto, flaco, enjuto
y destimbalado en todo el sentido de la mala palabra. Chirino era un tipo muy
noble y querido por todos, solo que la cagó en el viaje siguiente cuando junto
a Papucho chivatearon a Víctor por estar comiéndose a una pasajera y lo
expulsaron de la marina. Como era tan medio tonto, imagino haya sido presionado
por Papucho, Chirino también vivió en el poblado de Regla. Murillo detuvo al
tractor soviético y manualmente fue retrocediendo en rollo.
-¡Ahí, no! ¡Ahí, no, mas pa'tras! Gritó Juan Cardona,
el mulato camarero de los oficiales, buena gente este muchachón que vivía en
Santiago de Cuba. Un buen viaje se enamoró de una enfermera en Nicaro y se
empapayó. Se casó con La China, una de las mulatas más lindas de aquel pueblo y
dejó de navegar. Cada vez que el barco tocaba a Santiago yo me llegaba por su
casa, Juan estaba trabajando en la termoeléctrica y continuaba con su hermosa
mujer. La última vez que lo vi fue por pura coincidencia en la terminal de
trenes de Santiago, la situación del país había empeorado y le había tocado de
cerca. Me mostró los pies para decirme que no tenía calcetines y delante del
público me quité los que calzaba para dárselos. Los guardó sin penas en uno de
sus bolsillos y nos despedimos, quizás para siempre. Murilo, bajo protestas,
detuvo nuevamente su tractor y retrocedió un tramo más largo la película. Puso
a funcionar nuevamente al tractor soviético y reinó por unos segundos el
silencio, solo unos segundos.
-¡No jodas, Murillo, pasa esa escena en cámara lenta!
El viejo, algo molesto detuvo la marcha de aquella vieja máquina.
-¡Atiendan acá! Esta máquina de mierda es rusa y no
tiene cámara lenta. ¡Así que no jodan más! Giró el botón para hacerla funcionar
nuevamente y en fracciones de segundos se perdió la escena que había atrapado
la atención de la tripulación.
-¡Coño, Murillo, tampoco así! Asere, dale pa'tras
nuevamente a esa escena y si no la puedes pasar en cámara lenta, coño, colabora
un poco, detenla para cargar baterías. Esta vez fue El Moro, un engrasador bien
negro y buena gente, muy serio él. Tampoco entiendo el origen de aquel apodo,
no tenía un solo pelo de moro, era simplemente negro en todo el rigor de esa
palabra y como no entraba en jodederas, Murillo no protestó. Nuevamente le dio
para atrás al rollo manualmente, lo bueno de todas aquellas inesperadas
interrupciones fue que nadie protestaba, todos aprobaron con su silencio
aquella anormalidad tan solicitada. Murillo accionó nuevamente el botón y la
película comenzó a reproducirse escenas antes de la que atrapaba el interés de
todos nosotros.
-¡Para, Murillo, para! Le gritó Eduardo Lobaina y
Murillo detuvo la máquina algo molesto.
-¿Y ahora qué? Van a tener que buscarse a otro
operador, me tienen hasta los cojones. Protestó enojado esta vez el viejo.
-¡Coño,
Murillo! Si no tiene cámara lenta esa máquina de mierda, al menos detén la
película donde las jevitas se encuentran dándose el baño en la sauna. Insistió
Lobaina, un mulato bonachón y envuelto en grasa con origen en Nicaro. Vivía
desde hacía unos años en Marianao y era buena gente, un cabronzuelo que sabía
flotar como un corcho cuando la vida lo exigía. Murillo volvió a retroceder
manualmente el rollo, lo hizo en silencio y sin avisar accionó nuevamente al
tractor, una leve marejada balanceó al barco y con ese bamboleo se meneó la
pantalla.
-¡Ahí, para ahí, coño! Grito Pachiro, bueno, la
tripulación no lo conocía con ese apodo familiar. Se trataba de Miguel Ramos
Bringuez, el pañolero del barco. Ya lo he mencionado en algún escrito mío,
Pachiro llegó a La Habana desfilando con una caravana de supuestos mambises en
caballería y una vez que pasó frente a la tribuna de la Plaza Cívica, se bajó
del caballo y le dio dos planazos con el machete. Sin otro medio de transporte,
aquel guajirito de “remanganagua” se quedó en La Habana, donde después de pasar
mil y una noche de sufrimientos, logró al cabo de los años traer a toda su
familia del campo. Murillo reaccionó al pedido de Pachiro y detuvo la
monstruosa máquina.
-¡Así no, Murillo! ¡Debes encender el bombillo! Le
gritó Eudis, otro guajirito que viajaba como ayudante de cocinas mientras el
Vicent era el Mayordomo del buque. Murillo encendió el foco del tractor en la
escena solicitada por los presentes.
-¡Ahí, no! ¡Ahí, no, mas pa'tras! Gritó Juan Cardona,
el mulato camarero de los oficiales, buena gente este muchachón que vivía en
Santiago de Cuba. Un buen viaje se enamoró de una enfermera en Nicaro y se
empapayó. Se casó con La China, una de las mulatas más lindas de aquel pueblo y
dejó de navegar. Cada vez que el barco tocaba a Santiago yo me llegaba por su
casa, Juan estaba trabajando en la termoeléctrica y continuaba con su hermosa
mujer. La última vez que lo vi fue por pura coincidencia en la terminal de
trenes de Santiago, la situación del país había empeorado y le había tocado de
cerca. Me mostró los pies para decirme que no tenía calcetines y delante del
público me quité los que calzaba para dárselos. Los guardó sin penas en uno de
sus bolsillos y nos despedimos, quizás para siempre. Murilo, bajo protestas,
detuvo nuevamente su tractor y retrocedió un tramo más largo la película. Puso
a funcionar nuevamente al tractor soviético y reinó por unos segundos el
silencio, solo unos segundos.
-¡No jodas, Murillo, pasa esa escena en cámara lenta!
El viejo, algo molesto detuvo la marcha de aquella vieja máquina.
-¡Atiendan acá! Esta máquina de mierda es rusa y no
tiene cámara lenta. ¡Así que no jodan más! Giró el botón para hacerla funcionar
nuevamente y en fracciones de segundos se perdió la escena que había atrapado
la atención de la tripulación.
-¡Coño, Murillo, tampoco así! Asere, dale pa'tras
nuevamente a esa escena y si no la puedes pasar en cámara lenta, coño, colabora
un poco, detenla para cargar baterías. Esta vez fue El Moro, un engrasador bien
negro y buena gente, muy serio él. Tampoco entiendo el origen de aquel apodo,
no tenía un solo pelo de moro, era simplemente negro en todo el rigor de esa
palabra y como no entraba en jodederas, Murillo no protestó. Nuevamente le dio
para atrás al rollo manualmente, lo bueno de todas aquellas inesperadas
interrupciones fue que nadie protestaba, todos aprobaron con su silencio
aquella anormalidad tan solicitada. Murillo accionó nuevamente el botón y la
película comenzó a reproducirse escenas antes de la que atrapaba el interés de
todos nosotros.
-¡Para, Murillo, para! Le gritó Eduardo Lobaina y
Murillo detuvo la máquina algo molesto.
-¿Y ahora qué? Van a tener que buscarse a otro
operador, me tienen hasta los cojones. Protestó enojado esta vez el viejo.
-¡Coño,
Murillo! Si no tiene cámara lenta esa máquina de mierda, al menos detén la
película donde las jevitas se encuentran dándose el baño en la sauna. Insistió
Lobaina, un mulato bonachón y envuelto en grasa con origen en Nicaro. Vivía
desde hacía unos años en Marianao y era buena gente, un cabronzuelo que sabía
flotar como un corcho cuando la vida lo exigía. Murillo volvió a retroceder
manualmente el rollo, lo hizo en silencio y sin avisar accionó nuevamente al
tractor, una leve marejada balanceó al barco y con ese bamboleo se meneó la
pantalla.
-¡Ahí, para ahí, coño! Grito Pachiro, bueno, la
tripulación no lo conocía con ese apodo familiar. Se trataba de Miguel Ramos
Bringuez, el pañolero del barco. Ya lo he mencionado en algún escrito mío,
Pachiro llegó a La Habana desfilando con una caravana de supuestos mambises en
caballería y una vez que pasó frente a la tribuna de la Plaza Cívica, se bajó
del caballo y le dio dos planazos con el machete. Sin otro medio de transporte,
aquel guajirito de “remanganagua” se quedó en La Habana, donde después de pasar
mil y una noche de sufrimientos, logró al cabo de los años traer a toda su
familia del campo. Murillo reaccionó al pedido de Pachiro y detuvo la
monstruosa máquina.
-¡Así no, Murillo! ¡Debes encender el bombillo! Le
gritó Eudis, otro guajirito que viajaba como ayudante de cocinas mientras el
Vicent era el Mayordomo del buque. Murillo encendió el foco del tractor en la
escena solicitada por los presentes.
Llegué a esa escena en la pantalla de mi televisor y
no me provocó la misma excitación de cuando me encontraba en aquel salón. La
película del barco era en blanco y negro, ahora me encontraba ante un serial a
todo color y de alta definición. Atrás quedaron las imágenes de aquellas
hermosas rusas con un tupido y oscuro Monte de Venus, las que supe guardar en
mis baterías para usarlas cuando se presentara la oportunidad. Ahora las
observaba escasas de vellos, como adaptadas a los tiempos modernos, apartadas
del gusto y modas de la época en que fuera escrita la novela, nada que pudiera
provocar ese desafío de la mente a la hora de hacerse un exorcismo manual para
alejar todos esos demonios vestidos de espermatozoides y que tanto atrofiaban
la mente del marino de aquellos tiempos. Las actuales actrices son hermosas, no
lo dudo. Las condiciones de vida a bordo de cualquier nave son diferentes
también, los camarotes son individuales y los deseos menos reprimidos. Aquellos
viajes entre el deseo y la imaginación, reprimidos por las leyes de sus
tiempos, son menos rigurosos. Ya no existe aquella flota de nuestros sueños
rotos, tampoco dejamos en nuestra estela, solo a pocas millas antes de arribar
al Morro de La Habana, aquellas largas millas de revistas pornográficas que
arrojábamos al mar por nuestras portillas antes de arribar a puerto.
He regresado cincuenta y tres años sobre mis pasos por el título de una película. “Los amaneceres aquí son apacibles”, lo son en este edificio donde hoy vivo. La pantalla de mi televisor es más grande que la usada en aquel salón de la motonave “Habana”, las imágenes son a color y el sonido estéreo rompe el silencio angustioso del final de nuestras vidas. Murillo encendió el foco del proyector en la imagen detenida que le habían solicitado y unos segundos después, solo unos segundos, vimos como aquellas rusas de cuerpos fenomenales y Montes de Venus tupidos, se iban quemando ante nuestros ojos y se desfiguraban en la pequeña pantalla adquiriendo formas de volcanes en erupción. Se jodieron las próximas tripulaciones, pensamos. Viajo en el tiempo y me reencuentro con fantasmas que una vez existieron y me saludan tristes.
Esteban Casañas Lostal.
Montreal..Canadá.
2021-02-26
xxxxxxxxxx