lunes, 13 de enero de 2020

FLY ROBIN FLY


FLY ROBIN FLY 


Motonave "Renato Guitart"

¡Coño! Pacomprar un disco tenía que gustarte mucho la música, no es como ahora que hasta lo puedes bajar pirateao de Internet. ¡Ni en sueños! Un disco de larga duración costaba en cualquier lugar de Europa entre doce y diecisiete dólares, mientras más sonara así era su precio. Había que pensarlo diez veces antes de meter la mano en el bolsillo, no en cualquiera, nosotros que ganábamos cuando aquello cinco dólares a la semana. ¡Quince dólares por un disco! Tres semanas de trabajo, bueno, para el que es enfermo a la música como yo, cualquier sacrificio es aceptable.


Tampoco era tanto el sacrificio, solo hacía falta que me sonara cuatro laguers. Estando sabroso yo me creía el hijo de Aristóteles Onassis, lo jodío era cuando se me pasaba la curda. ¡Ná! Tres días después de esa lucha entre el placer y el arrepentimiento, ponía el disco en cualquiera de aquellos reproductores portátiles que tenían los marinos que viajaron a Japón y me calmaba. Los socios movían las patas, se alegraban al ritmo de aquella música, pero su alegría solo duraba hasta nuestra llegada a La Habana. No existía forma humana de copiar un disco, al menos, que estuviera a nuestro alcance.


Después de tres janazos bien dados, mezcla de vinos y cervezas, pasé por una tienda dedicada a la venta de discos y en ese fatal instante lo tenían puesto. Fly Robin Fly”, no dice más ná, solo que suba o vuele hasta el cielo. Se repite de nuevo, Fly Robin Fly y así hasta la eternidad, hasta que se acaba el disco y los diecisiete dólares.


-¡Me lo llevo! Casi le grité a la empleada.


-¡Asere! ¿Tú estás loco? Son diecisiete fulas. Advirtió el socio de curdas ese día, estaba más claro que yo. -¿La jeva tuya tiene blúmers? Mira que descubrí un escondite en la plaza de los gitanos donde la caja de semanarios vale ciento cincuenta pesetas.


-¡Consorte! Si no los tiene, ¡mira!, que se ponga una hojita como hizo Eva para cubrirse el huequito. ¡No jodas! Guarina, el pollo del indio Hatuey, andaba con taparrabos y no exigía tanto. Y mira que ese indio era timbalúo, no es fácil venir remando desde las islas Mauricio pa’decirnos que los gallegos eran unos cabrones. ¡Fly Robin Fly!


-¡No, yo no! Cada loco con su tema, pero aterriza mi socio, ese hobby es más caro que la mariguana, es tremendo vicio.


Fly Robin Fly! Seguí tarareando mientras la empleada me envolvía el disco y luego lo introducía en una jabita con el nombre de la tienda.


Escapé que el barco entró por Bahía Honda. ¡Uffff! En La Habana había que entregarlo a la aduana y se lo llevaban para comprobar que no tuviera mensajes del enemigo. Los discos de larga duración estaban grabados a 33 RPM, la aduana los pasaba a 45, 73, 100 y a saber. Casi siempre los devolvían rayados y no protestes, ellos estaban protegiendo a la patria y a la revolución. ¡Escapé! Estaba feliz como nadie puede imaginar.





Entre cinco tripulantes alquilamos un taxi desde Bahía Honda hasta la playa de Marianao, como yo era el de mayor jerarquía, me cedieron el asiento delantero. La di el disco a uno de los que iban atrás y le dije, casi le ordené, que me lo aguantara, yo iba sobrecargado con mi equipaje. ¡Fly Robin Fly! Tarareaba mentalmente durante todo el trayecto.
Nos bajamos en la acera del restaurante Himalaya con la intención de tomar cualquiera de las guaguas que salían del paradero de La Playa.


-¿Y mi disco? Le pregunté al marino, el taxi había acabado de partir.


-¡Coño! Se quedó en la parte de atrás del asiento. Respondió y faltó muy poco para que me cagara en su madre. Traté de seguir con la vista el recorrido del auto y lo perdí en la densidad del tráfico, cuando aquello era algo intenso en una avenida como aquella. Crucé a la acera del frente y solo disponía de una opción, tenía que detener a cuanto “Chevy” transitara por la 5ta. Avenida. Yo sabía que retornaría en la rotonda del Coney Island y lo esperé. En aquellos tiempos la flotilla de taxis estaba compuesta por autos Chevy de la Chevrolet y Fords Falcon comprados en Argentina, ya los cubanos se habían encargado de pasarle la cuenta a los Alfa Romeo comprados en Italia. Paro uno, paro otro, uno más, hasta que adivino a la muchacha que nos había conducido desde Bahía Honda.


-¡Oye, Chama! ¡Dame el disco que se encuentra detrás de tu asiento! El auto iba repleto de guardiamarinas, posiblemente con destino a la academia naval del Mariel.


-¿De qué me hablas? Respondió el aludido.


-No te hagas el sueco, te hablo del disco que tienes detrás de tu cabeza. Afortunadamente no lo habían visto. –Mamasita, yo venía contigo desde Bahía Honda y lo olvidé. Le dije a la taxista, pude recuperarlo.


Fly Robin Fly! ¡Fly Robin Fly! No dice más na’queeso, ¡ahhh!, pero la música es sabrosa, rica, algo monótona, pero con un ritmo que invita a mover todo el esqueleto.


Se me ocurrió llevarlo a la boda de una cuñada que vivía en San Agustín, no recuerdo el número de la callecita, solo sé que estaba después de Las Palmitas. Aquella corta calle comenzaba en la avenida 51 y moría en la línea del tren. Después de la línea existía una cerca que limitaba los terrenos del Combinado del Vidrio, el marido de mi cuñada, el que se casó ese día, soplaba tubos en aquella fábrica. Una pila de veces trató de explicarme la esencia de su trabajo y yo me limitaba a decirle que era un “soplatubos”.


Recuerdo que mi socio Ríos llevó aquella “consola” con sonido estereofónico que había comprado de uso en Japón, era el equipo de guardia para todas las fiestas, tenía mejor servicio que cualquier ambulancia. ¡Oyeeee! Cuando aquel tareco comenzó a sonar con el disco que yo había comprado en España, toda la cuadra comenzó a bailar, ¡Fly Robin Fly! ¡Fly Robin Fly! Hasta Fernando, el marido de mi cuñada a partir de ese día, un chamaco amargado y cargado de traumas, él también bailó, tanto, que dudo se le haya parado el pito esa noche. No hay que alarmarse tampoco, llevaban viviendo juntos varios años, solo que aceleraron los trámites para disfrutar del derecho a las cajas de cerveza, el pastel y las cuatro mierdas que ofrecían el las tiendas a los que iniciaban una familia. Aquel matrimonio duró lo mismo que un merengue en la puerta de un colegio. ¡Fly Robin Fly! ¡Fly Robin Fly! Qué clase de borrachera.


¡Mira! Mi primo Enrique me endulza con la rumba de la compra de un cuarto en conexión con otro socio fuerte de él. ¿Qué les cuento? Lo vendí todo, refrigerador, ropa, zapatos y hasta los discos. Los tuve que soltar a precios de ganga, no se puede pedir mucho por ellos en una isla donde nadie tenía dinero. Así salieron los Rolling Stones, Paul Mauriat, Tom Jones, The Beatles y cuanta gente famosa formaba parte de mi exquisita y cara colección. Me tumbaron la plata, no les digo la cantidad, solo que en aquellos tiempos el peso cubano tenía algo de valor. ¡Ñooo! Ese ha sido uno de los peores momentos de mi vida, mucho peor que el dolor sufrido por una traición, y eso no ha faltado en la vida de un aventurero. Todo se esfumó y no pude encontrar al individuo.


Un día, mi hija me invita a disfrutar del carnaval de los “Gays” en Montreal, es un espectáculo que bien vale la pena disfrutarlo, único. Andando por la calle St. Catherine, una de las principales arterias turísticas de esta ciudad, escucho desde el interior de un bar las notas de aquella vieja canción, ¡Fly Robin Fly! ¡Fly Robin Fly! Traté de explicar a mi modo los recuerdos que me traían esa canción a mi hija y yerno, no creo hayan comprendido mucho, tampoco me importó.


Hoy la encuentro accidentalmente y la comparto con ustedes, no era tan malo nuestro gusto, ni el de los compositores de esa música tampoco. Por algo la llaman la época de oro o dorada de la música. Ella formó parte de mi juventud y también de nuestra historia. ¡Fly Robin Fly! ¡Fly Robin Fly!


                                            Esteban Casañas Lostal.
                                            Montreal..Canadá.
                                            2010-09-03






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