martes, 26 de marzo de 2019

COMO UNA OLA


                                                      COMO UNA OLA




        

Iba colocando cuidadosamente cada hoja del periódico alrededor de mis piernas, luego continuaría por los muslos y terminaría forrando todo el pecho y la espalda antes de ponerme definitivamente la ropa. El Bicho había pasado y no tardaría en regresar, como el buque no tenía intercomunicadores, él era el encargado de despertarnos a todos. Abría la puerta y solía decir: ¡Ocupando puestos de maniobra! ¡Ocupando puestos de maniobra! Después, dejaba la puerta abierta de par en par para que el ruido de las plantas y el asfixiante carbono que siempre rondaba vigilante por los pasillos terminaran de despertarnos.


El triste vaho a tabaco rancio que despedía cuando abría la boca, era probablemente más desagradable que todo el olor a combustible quemado del mundo, pero ya nos habíamos acostumbrado. Manso se encontraba en el timón, era afortunado, casi todas las maniobras coincidían con sus guardias. Al menos, dejaba espacio para vestirme con comodidad en aquel reducido camarote. Los periódicos próximos al tobillo los sujetaba con el tercer par de medias que me ponía, ninguna de ellas eran las apropiadas para enfrentar ese frío traicionero que velaba nuestra salida a cubierta.


Me puse el par de botas que recibí en el almacén de la empresa, estaban forradas con piel de conejo y tenían zipper. Eran algo bonitas, pero no dejaron de ser la razón del choteo de los viejos marinos, las suelas eran lizas y esponjosas. Es muy probable que el creador de aquellas piezas haya sido premiado con algo, un diploma, una medalla, una semana en la playa. Algún premio debió recibir como estímulo, ahora me tocaba probar el fruto de su inventiva “revolucionaria” con el fin de no dejar escapar divisas hacia el extranjero. -¡Ocupando puestos de maniobra! ¡Saliendo! ¡Saliendo! ¡Saliendo! El olor a café recién colado pudo vencer la atmósfera viciada, suerte que la cocina se encontraba a popa de nuestros camarotes en la misma cubierta, El Bicho había encendido su inseparable mocho de tabaco.


Las estachas se encontraban totalmente congeladas, quizás éramos los últimos en el universo que aún las utilizaba de henequén. Los esfuerzos para enderezarlas y poder darla al remolcador, consumieron en segundos el traguito de café bebido antes de salir a cubierta. El Primer Oficial gritaba rabioso por un megáfono de baterías en dirección al puente y desde allí le contestaban con una nueva orden. Nuestro aspecto era triste, parecíamos pordioseros embutidos en viejos trapos inflados por papeles, increíblemente éramos felices. Los guantes no estaban preparados para enfrentar aquellas hirientes temperaturas y tratábamos de calentarnos las manos soplando sobre ellas.


Dos o tres hombres teníamos que fajarnos con una sola de aquellas estachas para darles vueltas en el capirón del molinete. Dos o tres hombres de los que estábamos presentes no hacíamos uno solo de los necesarios para fajarse con aquellos cabos, una larga estela de calamidades nos entregó debilitados a la marina mercante. Los copos de nieve chocaban con violencia sobre nuestros rostros casi entumecidos, muy rojos. Los labios dejaban escapar con mucha dificultad las palabras, las malas palabras que deseábamos expresar para maldecir nuestra suerte, sin embargo, éramos ingenuamente felices.


Llevo varios días navegando en seco con las nalgas adoloridas por miles de singladuras desarrolladas en la sala de mi casa, cambio de barcos a la velocidad de un click. Busco incansablemente entre fotos algunas que pertenezcan a nuestra flota, que hayan pertenecido, debo hablar en pasado y referirme a conocidos cadáveres de acero. Cientos de modelos, son miles las que desfilan ante mis ojos agotados también. Salto de alegría cuando encuentro alguna nave conocida, detengo mis máquinas y recorro toda su cubierta. Luego, voy hasta la superestructura y penetro por la portilla de mi camarote. Subo hasta los botes salvavidas y casi siempre termino mi recorrido en la chimenea. 



Motonave "Habana", escenario de aquellas gruesas estachas de henequén.

Regresan las historias, aventuras, fiestas, mujeres, contrabando, bromas interminables, peleas que más tarde nos convirtieran en enemigos, reuniones, traiciones, delaciones, robos, doble moral. Comparto con verdaderos hombres de mar que van desapareciendo con ese trágico encanto que portan consigo los hombres nuevos. Un femenino gemido escapa por la portilla o atraviesa el indiscreto mamparo, mi vecino se excita y no pierde tiempo, se masturba.


La chimenea, siempre me gustó disfrutarla desde la distancia de varias esloras, aquella mano empuñando un machete fue motivo de mis orgullos juveniles. Los Mambises eran nuestros entonces, nos los legaron nuestros abuelos con miles de historias y cuentos, toques a degüello, la trocha de Júcaro a Morón, Bayamo, Dos Ríos, Cacahual. Penetraron en nuestras venas por los labios de nuestros antepasados y los admiré muchísimo antes de comenzar a detestarlos, porque los Mambises de hoy nos habían traicionado. Aquellas chimeneas que hoy observo con esa mezcla de rabia y ternura, las encontré en muchas partes del planeta y cada encuentro fueron motivos de celebraciones.


Bajo de la chimenea y mi vista se pasea por la amura del buque en busca de su nombre, me detengo y pienso. Nombres de héroes nuestros y vecinos paseamos por el mundo con ese orgullo propio de la juventud, algunas de nuestras provincias, bahías y ríos fueron transportadas hasta los confines de la tierra. Me detengo y vuelvo a leer la lista que tengo a mano, regreso a las fotografías, algún asesino fotogénico se encuentra infiltrado entre ellos, no lo conocía muy bien. Luego, un poco más tarde, una extravagante mezcla de voces nacionales pudo vivir en falsa armonía con otros que para nada nos correspondían.


No ha sido hasta hoy que he tomado verdadera conciencia de la magnitud de nuestro desastre, no tenía una idea exacta de todo lo que perdimos, una maravillosa flota que estuvo al alcance de nuestras manos y se nos escapó o naufragó con el paso de una gigantesca ola. Mis compañeros de aventuras se han ido perdiendo y no queda nada de ellos, siento vergüenza por ese macabro olvido, les tiendo la mano y trato de rescatarlos. Mis enemigos van muriendo también, no eran propiamente enemigos míos, lo fueron de ellos mismos, cayeron engañados en las emboscadas que les tendió su conciencia. Hoy, más que nunca, hubiera deseado se encontraran vivos para que disfrutaran el final de esa amarga película donde ellos eran los principales protagonistas.


La pena invade mi alma, la nostalgia penetra punzante cada fibra de mi ser cuando oigo decir que uno de mis compañeros se encuentra “inventando” en el mercado negro para tratar de sobrevivir, abandonado y traicionado por los suyos, que no dejan de ser nuestros también. El dolor desgarra mis sentidos al saber que uno de aquellos buenos capitanes con los que compartí fortunas y penas, anda jugándose la libertad trabajando ilegalmente como taxista. ¿Cuál libertad perdería que no perdió hace mucho tiempo por sus miedos? En un cajón, tal vez en el portafolio Samsonite que le regalaron en uno de aquellos viajes donde firmara falsas facturas, es probable tenga guardadas sus charreteras esperando que cambie la marea. Para unos cuantos el paso del tiempo ha sido implacable y se fueron dejando aquellas prendas guardadas, custodiadas por sus fieles esposas, quizás por uno de sus hijos.


Permanecerán ocultas hasta un día de borracheras, ese día, el hijo o uno de sus nietos, sacará aquel pequeño maletín en medio de la festividad, lo hará picado por la curiosidad o satisfaciendo un capricho de su enervada ebriedad. Todos estarán atentos, se esforzarán por estarlo mientras sus pupilas viajan alocadas del vaso al piso, del piso a la mesa, de la mesa a la burla de uno de los presentes, y de los labios de uno de ellos hasta las charreteras de su abuelo. -¡Lo perdió todo por pendejo! Dirá el nieto desheredado y sin otra fortuna que el frecuente alcohol trasegando por sus venas. -¿Tuvo algo? Preguntó una de las nietas presentes y su mirada se dirigió hasta los ojos del padre. -¡Lo tuvo! Respondió a secas y le vino a la mente todos aquellos cuentos de los sacrificios realizados, las galernas, el hambre pasada, la falta de pago, los viajes a países en guerra. No quiso formar parte del tribunal que condenaría a su padre, el mismo tribunal que después, unos años de posterior inmovilidad, lo llevaría también a juicio sin comerla ni beberla, solo por haber heredado las miserias de su padre.


Cada foto hallada es una tortura, una lista de muertos, placeres vetados en nuestras calles. Un muro derrumbado, millones de machetazos perdidos en nuestros cañaverales, sueños que se perdieron entre guardarrayas. Cada foto que atrapo y no dejaré escapar, son cientos de baches en nuestra ciudad, camas de nuestros enfermos, un pomito de medicina por llegar, el apagón de medio siglo, la falta de agua, la libreta de racionamiento, la esperanza insepulta. Cada una de esas fotos representa a miles de prostitutas, algunas de ellas nietas o hijas de nuestros hombres de mar. Jineteros que no encontraron un barco donde poder escapar y solo tuvieron al pene como chaleco salvavidas para sobrevivir la inmensa tragedia que pesa sobre nuestros miedos o cobardía.


Siento vergüenza, enojo, pena, ira, cólera, furia, encojonamiento, como decimos en buen cubano, cuando logras regresar al pasado y te encuentras con parte de tu historia sepultada entre paladas de mierda. Esos sentimientos de frustración se multiplican cuando ves a tu alrededor bocas que se empeñan en continuar cerradas, cómplices, encubridoras. Observas las fotos de aquellas hermosas naves y sientes deseos de llorar, pero no lo haces y comprendes de una vez el por qué de esos silencios malintencionados. ¿No existimos, nunca existimos? Nos corresponde a nosotros, hombres con un mínimo de dignidad, decoro y vergüenza, sacar la historia de nuestra marina mercante de esa oscuridad donde pretenden enterrarla.


Debemos hacerlo por muchas razones, poco importan nuestros hijos o nietos. Tenemos la obligación de legarle algo a las nuevas generaciones para que aprendan de nuestros éxitos, errores y fracasos. Ningún país puede crecer sobre cimientos que ignoren su historia, y aunque muchos se empeñen en borrarnos de ella, los marinos cubanos formaron parte de esas páginas. Nos corresponde a nosotros, los que sobrevivimos a esta tragedia y tenemos el valor del que carecen los demás, escribirla como les pertenece a sus verdaderos protagonistas. Sería un acto de suprema cobardía permitir que parte de nuestras vidas sea enviada al basurero de la historia por caprichos de dos o tres hijos de buena madre paridos en nuestra tierra.


-¡Atención a toda la tripulación, ocupando puestos de maniobra! ¡Contramaestre, llamar al puente! Era mi voz, había penetrado cada uno de los recintos del buque y se difundió por todas sus cubiertas. Me encontraba debidamente uniformado, rara vez lo hacía, pudo haber sido un capricho del puerto visitado, tuvo que ser socialista. Tomé el teléfono y llamé al cuarto de máquinas.    -¡Avísame cuando estés listo para soplar máquinas! Era un protocolo inviolable antes de cada maniobra, salí al alerón de babor para comprobar que la escala real se encontraba separada del muelle y no existían bitas u otros objetos próximos a ella. Sonó el teléfono, los oficiales tomaron sus respectivos walkie-talkie y partieron hacia sus puestos de maniobras.


-¡Puente! Respondí a secas mientras accionaba el telégrafo, el buque se estremeció y mi vista se dirigió hacia el tacómetro. Unos segundos después, la misma operación en máquina atrás. Temblaron todos los equipos del puente y una densa humareda negra escapó por la chimenea, regresé el telégrafo a la posición de para máquina y luego respondí a listo máquina.


-Contramaestre, poco me importa si la gente tiene frío. ¿No se le entregó el dinero para comprarse ropa de invierno? Tampoco me interesa si lo emplearon en comprarse refrigeradores o televisores a color. Ese no es mi problema ni las facturas que le dieron al Sobrecargo, el asunto es que estamos en maniobras de salida. Dile a la gente que se forre con papel de periódicos antes de ponerse los viejos abrigos, pero de que tienen que salir ni lo dudes. Déjate de sentimentalismos, estamos en un barco y si la gente tiene frío es su problema. Habían transcurrido más de veinte años de aquella maniobra realizada con estachas en el puerto de St. John en Canadá. Miro todas las fotos halladas en Internet, las ordeno cronológicamente, mi vida, toda una vida se reduce al espacio de la pantalla de mi ordenador, me considero dichoso, tengo un tesoro.




                              Esteban Casañas Lostal.
                              Montreal. Canadá
                              2009-10-26


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