COMO UNA OLA
Iba colocando cuidadosamente cada hoja del periódico
alrededor de mis piernas, luego continuaría por los muslos y terminaría
forrando todo el pecho y la espalda antes de ponerme definitivamente la ropa.
El Bicho había pasado y no tardaría en regresar, como el buque no tenía
intercomunicadores, él era el encargado de despertarnos a todos. Abría la
puerta y solía decir: ¡Ocupando puestos de maniobra! ¡Ocupando puestos de
maniobra! Después, dejaba la puerta abierta de par en par para que el ruido de
las plantas y el asfixiante carbono que siempre rondaba vigilante por los
pasillos terminaran de despertarnos.
El triste vaho a tabaco rancio que despedía cuando
abría la boca, era probablemente más desagradable que todo el olor a
combustible quemado del mundo, pero ya nos habíamos acostumbrado. Manso se
encontraba en el timón, era afortunado, casi todas las maniobras coincidían con
sus guardias. Al menos, dejaba espacio para vestirme con comodidad en aquel
reducido camarote. Los periódicos próximos al tobillo los sujetaba con el
tercer par de medias que me ponía, ninguna de ellas eran las apropiadas para
enfrentar ese frío traicionero que velaba nuestra salida a cubierta.
Me puse el par de botas que recibí en el almacén de
la empresa, estaban forradas con piel de conejo y tenían zipper. Eran algo
bonitas, pero no dejaron de ser la razón del choteo de los viejos marinos, las
suelas eran lizas y esponjosas. Es muy probable que el creador de aquellas
piezas haya sido premiado con algo, un diploma, una medalla, una semana en la
playa. Algún premio debió recibir como estímulo, ahora me tocaba probar el
fruto de su inventiva “revolucionaria” con el fin de no dejar escapar divisas
hacia el extranjero. -¡Ocupando puestos de maniobra! ¡Saliendo! ¡Saliendo!
¡Saliendo! El olor a café recién colado pudo vencer la atmósfera viciada,
suerte que la cocina se encontraba a popa de nuestros camarotes en la misma
cubierta, El Bicho había encendido su inseparable mocho de tabaco.
Las estachas se encontraban totalmente congeladas,
quizás éramos los últimos en el universo que aún las utilizaba de henequén. Los
esfuerzos para enderezarlas y poder darla al remolcador, consumieron en
segundos el traguito de café bebido antes de salir a cubierta. El Primer
Oficial gritaba rabioso por un megáfono de baterías en dirección al puente y
desde allí le contestaban con una nueva orden. Nuestro aspecto era triste,
parecíamos pordioseros embutidos en viejos trapos inflados por papeles,
increíblemente éramos felices. Los guantes no estaban preparados para enfrentar
aquellas hirientes temperaturas y tratábamos de calentarnos las manos soplando
sobre ellas.
Dos o tres hombres teníamos que fajarnos con una sola
de aquellas estachas para darles vueltas en el capirón del molinete. Dos o tres
hombres de los que estábamos presentes no hacíamos uno solo de los necesarios
para fajarse con aquellos cabos, una larga estela de calamidades nos entregó
debilitados a la marina mercante. Los copos de nieve chocaban con violencia
sobre nuestros rostros casi entumecidos, muy rojos. Los labios dejaban escapar
con mucha dificultad las palabras, las malas palabras que deseábamos expresar
para maldecir nuestra suerte, sin embargo, éramos ingenuamente felices.
Regresan las historias, aventuras, fiestas, mujeres,
contrabando, bromas interminables, peleas que más tarde nos convirtieran en
enemigos, reuniones, traiciones, delaciones, robos, doble moral. Comparto con
verdaderos hombres de mar que van desapareciendo con ese trágico encanto que
portan consigo los hombres nuevos. Un femenino gemido escapa por la portilla o
atraviesa el indiscreto mamparo, mi vecino se excita y no pierde tiempo, se
masturba.
La chimenea, siempre me gustó disfrutarla desde la
distancia de varias esloras, aquella mano empuñando un machete fue motivo de
mis orgullos juveniles. Los Mambises eran nuestros entonces, nos los legaron
nuestros abuelos con miles de historias y cuentos, toques a degüello, la trocha
de Júcaro a Morón, Bayamo, Dos Ríos, Cacahual. Penetraron en nuestras venas por
los labios de nuestros antepasados y los admiré muchísimo antes de comenzar a
detestarlos, porque los Mambises de hoy nos habían traicionado. Aquellas
chimeneas que hoy observo con esa mezcla de rabia y ternura, las encontré en
muchas partes del planeta y cada encuentro fueron motivos de celebraciones.
Bajo de la chimenea y mi vista se pasea por la amura
del buque en busca de su nombre, me detengo y pienso. Nombres de héroes
nuestros y vecinos paseamos por el mundo con ese orgullo propio de la juventud,
algunas de nuestras provincias, bahías y ríos fueron transportadas hasta los
confines de la tierra. Me detengo y vuelvo a leer la lista que tengo a mano,
regreso a las fotografías, algún asesino fotogénico se encuentra infiltrado
entre ellos, no lo conocía muy bien. Luego, un poco más tarde, una extravagante
mezcla de voces nacionales pudo vivir en falsa armonía con otros que para nada
nos correspondían.
No ha sido hasta hoy que he tomado verdadera
conciencia de la magnitud de nuestro desastre, no tenía una idea exacta de todo
lo que perdimos, una maravillosa flota que estuvo al alcance de nuestras manos
y se nos escapó o naufragó con el paso de una gigantesca ola. Mis compañeros de
aventuras se han ido perdiendo y no queda nada de ellos, siento vergüenza por
ese macabro olvido, les tiendo la mano y trato de rescatarlos. Mis enemigos van
muriendo también, no eran propiamente enemigos míos, lo fueron de ellos mismos,
cayeron engañados en las emboscadas que les tendió su conciencia. Hoy, más que
nunca, hubiera deseado se encontraran vivos para que disfrutaran el final de
esa amarga película donde ellos eran los principales protagonistas.
La pena invade mi alma, la nostalgia penetra punzante
cada fibra de mi ser cuando oigo decir que uno de mis compañeros se encuentra
“inventando” en el mercado negro para tratar de sobrevivir, abandonado y
traicionado por los suyos, que no dejan de ser nuestros también. El dolor
desgarra mis sentidos al saber que uno de aquellos buenos capitanes con los que
compartí fortunas y penas, anda jugándose la libertad trabajando ilegalmente
como taxista. ¿Cuál libertad perdería que no perdió hace mucho tiempo por sus
miedos? En un cajón, tal vez en el portafolio Samsonite que le regalaron en uno
de aquellos viajes donde firmara falsas facturas, es probable tenga guardadas
sus charreteras esperando que cambie la marea. Para unos cuantos el paso del
tiempo ha sido implacable y se fueron dejando aquellas prendas guardadas,
custodiadas por sus fieles esposas, quizás por uno de sus hijos.
Permanecerán ocultas hasta un día de borracheras, ese
día, el hijo o uno de sus nietos, sacará aquel pequeño maletín en medio de la
festividad, lo hará picado por la curiosidad o satisfaciendo un capricho de su
enervada ebriedad. Todos estarán atentos, se esforzarán por estarlo mientras
sus pupilas viajan alocadas del vaso al piso, del piso a la mesa, de la mesa a
la burla de uno de los presentes, y de los labios de uno de ellos hasta las
charreteras de su abuelo. -¡Lo perdió todo por pendejo! Dirá el nieto
desheredado y sin otra fortuna que el frecuente alcohol trasegando por sus
venas. -¿Tuvo algo? Preguntó una de las nietas presentes y su mirada se dirigió
hasta los ojos del padre. -¡Lo tuvo! Respondió a secas y le vino a la mente
todos aquellos cuentos de los sacrificios realizados, las galernas, el hambre
pasada, la falta de pago, los viajes a países en guerra. No quiso formar parte
del tribunal que condenaría a su padre, el mismo tribunal que después, unos
años de posterior inmovilidad, lo llevaría también a juicio sin comerla ni
beberla, solo por haber heredado las miserias de su padre.
Cada foto hallada es una tortura, una lista de
muertos, placeres vetados en nuestras calles. Un muro derrumbado, millones de
machetazos perdidos en nuestros cañaverales, sueños que se perdieron entre
guardarrayas. Cada foto que atrapo y no dejaré escapar, son cientos de baches
en nuestra ciudad, camas de nuestros enfermos, un pomito de medicina por
llegar, el apagón de medio siglo, la falta de agua, la libreta de
racionamiento, la esperanza insepulta. Cada una de esas fotos representa a
miles de prostitutas, algunas de ellas nietas o hijas de nuestros hombres de
mar. Jineteros que no encontraron un barco donde poder escapar y solo tuvieron
al pene como chaleco salvavidas para sobrevivir la inmensa tragedia que pesa
sobre nuestros miedos o cobardía.
Siento vergüenza, enojo, pena, ira, cólera, furia,
encojonamiento, como decimos en buen cubano, cuando logras regresar al pasado y
te encuentras con parte de tu historia sepultada entre paladas de mierda. Esos
sentimientos de frustración se multiplican cuando ves a tu alrededor bocas que
se empeñan en continuar cerradas, cómplices, encubridoras. Observas las fotos
de aquellas hermosas naves y sientes deseos de llorar, pero no lo haces y
comprendes de una vez el por qué de esos silencios malintencionados. ¿No
existimos, nunca existimos? Nos corresponde a nosotros, hombres con un mínimo
de dignidad, decoro y vergüenza, sacar la historia de nuestra marina mercante de
esa oscuridad donde pretenden enterrarla.
Debemos hacerlo por muchas razones, poco importan
nuestros hijos o nietos. Tenemos la obligación de legarle algo a las nuevas
generaciones para que aprendan de nuestros éxitos, errores y fracasos. Ningún
país puede crecer sobre cimientos que ignoren su historia, y aunque muchos se
empeñen en borrarnos de ella, los marinos cubanos formaron parte de esas
páginas. Nos corresponde a nosotros, los que sobrevivimos a esta tragedia y
tenemos el valor del que carecen los demás, escribirla como les pertenece a sus
verdaderos protagonistas. Sería un acto de suprema cobardía permitir que parte
de nuestras vidas sea enviada al basurero de la historia por caprichos de dos o
tres hijos de buena madre paridos en nuestra tierra.
-¡Atención a toda la tripulación, ocupando puestos de
maniobra! ¡Contramaestre, llamar al puente! Era mi voz, había penetrado cada
uno de los recintos del buque y se difundió por todas sus cubiertas. Me
encontraba debidamente uniformado, rara vez lo hacía, pudo haber sido un
capricho del puerto visitado, tuvo que ser socialista. Tomé el teléfono y llamé
al cuarto de máquinas. -¡Avísame
cuando estés listo para soplar máquinas! Era un protocolo inviolable antes de
cada maniobra, salí al alerón de babor para comprobar que la escala real se
encontraba separada del muelle y no existían bitas u otros objetos próximos a
ella. Sonó el teléfono, los oficiales tomaron sus respectivos walkie-talkie y
partieron hacia sus puestos de maniobras.
-¡Puente! Respondí a secas mientras accionaba el
telégrafo, el buque se estremeció y mi vista se dirigió hacia el tacómetro.
Unos segundos después, la misma operación en máquina atrás. Temblaron todos los
equipos del puente y una densa humareda negra escapó por la chimenea, regresé
el telégrafo a la posición de para máquina y luego respondí a listo máquina.
-Contramaestre, poco me importa si la gente tiene
frío. ¿No se le entregó el dinero para comprarse ropa de invierno? Tampoco me
interesa si lo emplearon en comprarse refrigeradores o televisores a color. Ese
no es mi problema ni las facturas que le dieron al Sobrecargo, el asunto es que
estamos en maniobras de salida. Dile a la gente que se forre con papel de
periódicos antes de ponerse los viejos abrigos, pero de que tienen que salir ni
lo dudes. Déjate de sentimentalismos, estamos en un barco y si la gente tiene
frío es su problema. Habían transcurrido más de veinte años de aquella maniobra
realizada con estachas en el puerto de St. John en Canadá. Miro todas las fotos
halladas en Internet, las ordeno cronológicamente, mi vida, toda una vida se
reduce al espacio de la pantalla de mi ordenador, me considero dichoso, tengo
un tesoro.
Esteban Casañas Lostal.
Montreal. Canadá
2009-10-26
xxxxxxxxxx
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