viernes, 22 de septiembre de 2017

LAS MORIRÁS. Viajando al puerto de Nicaro.


LAS MORIRÁS. 
Viajando al puerto de Nicaro.



Nicaro, 1968.

Nicaro siempre se ha mantenido oculto, puede que su temor se remonte a la época de los piratas. La entrada a la bahía de Levisa no se puede distinguir de la línea de costa a una distancia superior a las dos millas. Debes acercarte lo suficiente para comprobar que existe un canal hacia esa bolsa de agua. La vegetación en esa área costera no se diferencia mucho de otras similares en la isla, el manglar y las uvas de caleta se yerguen como señores en esos salvajes feudos. La fauna, sin embargo, no dejaba de ser cautivante para el que visita esos parajes por primera vez. Aves de variados colores habitan dentro de esa copiosa y a veces impenetrable maleza. Atrae sobre esos detalles que impactan nuestra vista la transparencia del agua, permite observar con facilidad a diferentes especies de peces huyendo ante la presencia de la nave. Quiera Dios que al menos estas remotas imágenes puedan conservarse.

Mi primer contacto con esa exuberante manifestación de la naturaleza ocurrió por el año sesenta y ocho, quizás unos meses después. No cabe la menor duda de que yo era muy joven, lo suficiente como para no preocuparme de cosas tan insignificantes. ¿Qué importancia pudo tener para un muchacho de aquellos tiempos la presencia de un ave o los colores de un pez? No creo que mucha, existían otras prioridades en nuestras mentes, una batalla que no se extendía mucho más allá de nuestra precocidad y promiscuidades.

Al paso por el canal éramos acompañados por algunos botes rústicos, tanto, que no se podía establecer distancias entre esos y los que usaron los indios Caribes en sus navegaciones. Por babor aparecieron algunas chozas destartaladas y alguien dio la orden de arrojarla al agua todos los tablones de madera de ventila que había sobre cubierta. La primera tabla caída en el mar era el detonador de aquella extravagante carrera casi olímpica, una lucha tenaz entre todos aquellos remeros por atrapar la mayor cantidad posible de ellas, sus medallas de oro, medallas que servían para 
cubrir rendijas y bloquear la intrusa visita del mira huecos. Algunos eran de comportamientos bastante temerarios y se acercaban demasiado a la hélice del buque, cuyas aspas mostraban parte de su bronce al aire cuando el barco se encontraba en lastre. ¿Cómo vivían? Ninguno de nosotros lo sabíamos, no existía conexión alguna con la civilización, carecían de electricidad, agua potable, mercados, servicios médicos, etc. Solo existían ellos en su estado de primitivismo casi salvaje, alejados del mundo, del grifo, del carbono, pero mucho más importante, ajenos al clamor de las metas y consignas. Aquella paz y libertad tenía un precio y ellos la pagaban muy caro con su 
pobreza o austeridad, porque en Cuba todo es austero y la miseria no existe.

Una vez dentro de la bahía, Nicaro mantenía su actitud fugitiva y miraba con desconfianza la arribada de cualquier extraño. Solo unas cuantas fachadas escapaban al encierro de una densa arboleda tratando de engañar al visitante, mentía para que nunca supieran que allí existía un pueblo. La geografía era monótona y llana, supongo que los mismos mangles y uvas de caleta cubriendo toda la bahía, solo la orilla del pueblo era diferente, un poco más elevada. El agua era transparente y varios delfines nos acompañaron hasta el punto de fondeo, decenas de gaviotas jugueteaban cerca de la nave. Nada era de extraordinaria belleza, pero resultaba halagador encontrar lugares donde la vida se imponía en ruda batalla contra la contaminación. Oculto entre los árboles se empinaba la cachimba de un viejo vicioso, dicen que nunca paraba de fumar, horas tras horas, días, meses, años. Aquella densa columna de humo rojo se elevaba hasta las nubes cuando no soplaba el viento, otras veces se dirigía al sur, norte, este y oeste sin respetar a nadie. Obligaba a sus habitantes a fumar con él y con su tóxica nicotina lo teñía todo, árboles, casas, parques, ropas, pieles, los escasos animales y hasta el alma de sus pobladores. 







La campana de proa dio tres toques indicando que el grillete número tres se encontraba sumergido. ¡Firme la cadena! Se escuchó por la bocina colgada en la base del mastelero y el contramaestre cerró con firmeza el freno del molinete, uno de los viejos marinos subió una bola negra por la driza del mastelero. –Esto es para indicar que el buque se encuentra fondeado. Me dijo y yo lo escuché con mucho interés, había aprendido algo nuevo, las había observado con indiferencia cuando viajaba en la lanchita de Regla. Estábamos a unos cuantos cables de lo que fuera el espigón de atraque, se encontraba ocupado por otro buque y debíamos esperar por su salida.

A las seis de la tarde tendríamos servicio de lancha para bajar a tierra, el regreso sería a las doce de la noche, se escuchó en todas las bocinas del buque. Cuatro miembros de la tripulación éramos novatos y decidimos bajar a tierra, vestimos nuestros uniformes grises y guardamos la única muda de ropa con un poco de vergüenza para nuestra salida en el extranjero. Los viejos marinos se vistieron a la usanza de sus tiempos, era fácil distinguirlos entre la población de toda la isla, pantalón de tergal, mocasines españoles y camisa de nylon casi transparente que mostrara una camiseta de mallitas. Todos olían el mismo perfume, Tulipán Negro que compraban a granel, un viaje posterior, nosotros cuatro nos vestiríamos igual y oleríamos como ellos, formaríamos parte del mismo ejército de privilegiados.

Nicaro mostraba que una vez existieron tres clases sociales muy bien definidas, los barracones construidos cerca del puerto correspondieron a la clase más pobre. Las casas del pueblo pertenecieron a la maestranza o clase media, y los bungaloes que reposaban protegidos por la sombra de una majestuosa arboleda, no dejaban dudas de haber pertenecido a la alta jerarquía de la fábrica de níquel. Estos últimos se hallaban en la zona muy próxima a la costa y posiblemente la más protegida a los ataques del implacable humo rojo que despedía eternamente la fábrica. Para ser un pueblecito de campo, todo indicaba que una vez existió allí algo de progreso. No puede negarse tampoco que, la llegada de ese fenómeno social conocido como revolución les trajo algo también. Fue un poco más afortunado que para los habitantes de otros pueblos, donde la destrucción y abandono fue progresiva hasta mi partida. Nicaro era un pueblo tranquilo y sin nada en especial que lo destacara de otros como él. Sus pocas atracciones eran teñidas constantemente por el polvo rojo de su fábrica y obligaba a sus habitantes a un constante encierro cuando el viento soplaba en dirección a ellos. Su parque siempre permaneció vacío y las parejas buscaban refugio en otros lugares ante la imposibilidad de sentarse en él. 

La juventud de aquellos tiempos contaba con un cine donde desfilaban todos aquellos filmes importados de la antigua colonia, un magnífico estadio de pelotas que apenas se utilizaba y el círculo social junto a la playa. Reinaba la ley seca en ese primer contacto y solo se hablaba de guardias, reuniones, trabajos voluntarios y la ofensiva revolucionaria, nuestra revolución cultural al estilo del Caribe, puedo deducir entonces que mi visita se produjo entonces en el año sesenta y ocho. Solo existía para esa juventud dos opciones que los sustrajeran de ese quehacer cotidiano tan aburrido, beber y templar. Beber no era fácil y templar no era muy sencillo tampoco, al menos, para los habitantes de ese pueblo.
La presencia de nosotros cuatro pasó inadvertida, éramos otros más de la tonga, otros infortunados, nuestra vestimenta nos delataba ante ellos. Mirábamos con recelo y cierta envidia a los muchachos de la tripulación que vestían un uniforme más atractivo al nuestro y fueron bien aceptados por las chicas del pueblo. ¡Un viaje! Pensábamos, nos encontramos a solo un viaje de lograr nuestra meta, estar como ellos, no debíamos desesperarnos. Entramos al cine y los siguientes días los gastamos en otras cosas, pescar fue mi escape luego de satisfacer mi curiosidad.






Regresamos a Nicaro tres meses después en lo que sería una cadena de visitas sucesivas para cargar níquel con destino a Holanda, Bélgica, España e Italia. Nuestros aspectos habían cambiado radicalmente y todos apestábamos a Tulipán Negro que comprábamos por litros, una parte para nuestro consumo y otra para perfumar al pueblo. Pudimos sentir la atracción que ejercíamos entre las muchachas y la envidia de jóvenes como nosotros, con los mismos sueños y aspiraciones en la vida. Solo distinguidos por un disfraz nada caro, pero diferente, más elegante que los pocos trapos que ellos podían adquirir por la libreta. El celo de los varones limitaba con el odio por nuestra presencia, éramos unos intrusos que llegaban y se robaban lo mejorcito de la cosecha de aquel pueblo. Yo los comprendía, pero no me sentía culpable por ese afán de su juventud en escapar de aquel aburrido infierno. Porque aquella fue una meta trazada entre muchos de los jóvenes entonces, escapar de sus pueblos donde el futuro pintado por palabras se desvanecía dentro de un cuadro invisible. Meta que luego se extendió como un virus por toda la nación, escapar hacia la capital, responder al llamado del asfalto y el carbono. ¿Los de la capital? Bueno, durmieron por unos años bajo el encanto de las sinfonías de sirenas y luego emprendieron otra carrera similar, escapar también, pero a un precio mucho más caro y donde se depositaba como garantía la vida, todas las brújulas que una vez estuvieron desorientadas comenzaron a buscar el norte.

-¡Morirás! Dijeron unas muchachas mientras me dirigía del cine a la pizzería, eran cuatro y no les presté mucha atención, pero me quedó en la mente aquella amenazante palabra. Al día siguiente le pregunté a un muchacho que trabajaba como estibador sobre el significado.

-¡Son Las Morirás! No te asustes, eso significa que tarde o temprano te pasarán la cuenta. Me respondió sin ocultar una pícara sonrisa.

-¿Las Morirás?

-Sí, un grupito de puticas del pueblo que siempre andan con los marineros de los barcos griegos.

-¡Ah! Son Cufleteras.

-Así mismo.

-¡Coño! Pero también aquí, La Habana está repleta de ellas.

-Hasta aquí llegó la epidemia.

-¿Y qué cobran?

-Dicen que lo hacen por un pañuelito de brillo, unas veces por un jaboncito, un pomito de perfume, un blumer, etc.

-No estoy pa’eso, yo no ando con putas, le tengo miedo a la gonorrea.

-Bueno, si te sentenciaron no dudes de que morirás, ellas son así y no paran hasta lograr su objetivo.

Esa noche se repitió la historia a la salida del cine y mientras me dirigía nuevamente a la pizzería. ¡Morirás! Sentí que alguien dijo a mi espalda, el grupito había salido de la parte del parque que daba al costado del edificio. Pero esta oportunidad y picado tal vez por la curiosidad me detuve. No hubo espacio al protocolo y todos nos presentamos como pertenecientes a una familia que solo se encontraba perdida en el tiempo. La voz cantante la llevaba una mulata que rondaba los treinta años y de un trasero solo fabricado en Cuba. Julia era la que al parecer distribuía la mercancía y me tocó compartir el resto de la noche con Mariela. Es de suponer que me vea obligado a cambiar el nombre de aquellas muchachas por razones obvias, hoy pueden ser respetables señoras, admirables compañeras, buenas madres, dulces abuelas. Pueden hacer muerto algunas, marchado al destierro definitivo en La Habana. Pueden encontrarse en Miami, ¿y por qué no?, pueden ser las matronas de esas muchachitas que siguieron su ejemplo.

Esa noche nos encaminamos hacia uno de aquellos bungaloes abandonados y que en ese tiempo y otros posteriores no entregaban a ningún necesitado, estaban allí en espera de algún dirigente tal vez. Esa era la guarida elegida por Las Morirás y fueron muchas las noches que pasé por allí a compartir con ellas sus alegrías y tristezas, porque en el fondo comprendí que cada sonrisa mostrada no dejaba de ocultar parte de sus infelicidades. Mariela era bellísima y no sobrepasaba los diez y seis años, creo que contaba con menos, le restaría dos por varias razones, pero trataba de mentirme y yo la aceptaba, poco me importaba su vida. Era de ojos verdes y mirada felina, sensual e infantil al mismo tiempo, labios finos, un pelo lacio que le llegaba a la cintura y de constitución delgada, pero con bonita figura. 

Respondiendo a las reglas del juego del grupo, Mariela y yo fuimos premiados con la soledad en nuestros momentos de intercambios, nunca nos interrumpieron y siempre llegamos hasta el fin de nuestra meta, muy escasa en aquellos tiempos que les cuento. Todo parece indicar que Mariela se encontraba pasando en esos instantes el curso de puta y casi todos nuestros actos no se extendían demasiado, limitaban entre la teoría y la práctica, pero el ejercicio físico no se extendía más allá del simple brochazo. Recostada al lavadero del patio, yo le quitaba el blúmer cuando lo tenía puesto, mientras mi pantalón descendía hasta la altura de la rodilla. Durante los largos e intensos minutos desarrollados en aquella lucha de un roce constante y bañado por sus aguas tibias, Mariela hacía gala en el uso de su lengua y en ocasiones lograba penetrar hasta mi garganta. Con el uso de la boca podía calificarse de una prostituta profesional, sin embargo, encontré rechazo a la realización del sexo oral, donde supuse erróneamente fuera toda una experta, pero al parecer me equivoqué y ella no se apartaba de las orientaciones recibidas de su clan.

Su hermana Mercedes era mayor que ella y formaba parte del grupo también, creo que era la segunda al mando del grupo y por su boca, demasiado ardiente para estar con un solo hombre, Mercedes era una puta experta muy preocupada por el futuro de su hermana y siempre recordándome que no debía penetrarla, al menos por el momento, hasta que no tuviera más experiencia, ¿pero cuál experiencia?, siempre le preguntaba. Como quiera que sea, no me sentía incómodo en la compañía de Mariela, mi vida promiscua recorría cada puerto cubano y La Habana por excelencia, se destacaba en calidad y cantidad.





Después de mi segundo viaje a Nicaro y establecido nuevamente el contacto con mi grupo, porque al final yo era un Morirás más. Ante la ausencia de buques extranjeros las muchachas me realizaban sus pedidos.

-Yo quiero uno mulato. Me decía Julia.

-Me traes a uno que sea blanco y fuerte, entre treinta y treinta y cinco años. Pedía Mercedes.

-Para mí, uno que sea joven, blanco también. Era la solicitud de Caridad, una mulatita blanconaza que vivía cerca de la iglesia que está en la loma que sube del puerto al pueblo. Mariela no podía pedir nada, yo era su punto.

-Juan, ¿quieres templar?, Sapo, ¿quieres templar? , Julito, ¿quieres templar? Les preguntaba en la mesa a la hora de la comida.

-¡Siiiiiiiiiiiiiii! Siempre contestaban todos respondiendo a sus conciencias de sementales. Hubo noches donde tuve que regresar al buque para buscar un sustituto cuando la caja no cuadraba con alguien, eso lo hacía por ellas, Las Morirás. Esa noche le llevé de pareja a Mercedes a 440, un electricista que viajaba con nosotros por primera vez. Ella se quedó encantada con aquel animal y hasta se enamoró de él, pero 440 fue enrolado en otro buque con destino a Japón y se tiró en el canal de Panamá. Quedaba demostrado que una puta no se puede enamorar, y menos de un marino, aunque han existido putas muy afortunadas. 

Con la confianza adquirida por la rutina diaria, fui ganando un poco de libertad y se me permitía alejarme del grupo con Mariela. Fueron aquellos días donde las hojas de las uvas caletas de la playa eran plateadas y el plenilunio me permitía disfrutar en toda su intensidad la figura de ella. Distinguía claramente aquel escaso y pequeño triángulo formado donde se unen sus piernas e imaginar diferentes sabores cuando sus pequeños senos lograban ocupar casi todo mi espacio bucal. Sus ojos eran encantadores bajo esos destellos de luz y nuestros momentos de placer se extendían mucho más allá de una hora ante la mirada indiscreta de decenas de cangrejos. Me acostumbré a aquellas algo extravagantes navegaciones por sus aguas tibias y restringidas, pero todo tenía siempre un precio y la felicidad hay que pagarla con algo. Mis nalgas terminaban cada viaje a Nicaro repletas de ronchas por las picadas de los mosquitos, y lograr un orgasmo en esas condiciones es un verdadero acto de heroísmo.

Aquellos vínculos con Las Morirás me cerraron puertas y oportunidades entre chicas maravillosas de Nicaro, reflexioné y corregí mi derrota. Uno de esos viajes me aparté de ellas y mis nuevas incursiones las realicé en Levisa, lejos de ellas, mientras mi imagen se borraba de la mente de todas las chicas que un día me vieron navegar entre el lodazal de aquellas vidas. Fue de esa manera que mis relaciones en aquel pueblo mejoraron en calidad, aunque para serles sincero, sentí mucho afecto por aquellas chicas a las que nunca negué mi saludo, abrazo y beso sincero, yo las comprendía, no las entendía su medio.

Cambié de ruta en mi vida y destinos en mis navegaciones, me perdí por unos años de Nicaro y regresé encontrándome en el buque escuela Viet Nam Heróico. Las Morirás estaban vivas y nunca habían matado a nadie, tal vez sí, de placer o por una embolia. Julia tenía un hijo pequeño al que bautizó como Olegario, unos dicen que su padre era un marino griego, otros afirman que era español, pero sus facciones eran las de un indio. Mercedes continuaba siendo aquella mujer fogosa, hiperactiva sexualmente, muchos conocidos especulaban en sus opiniones y manifestaban que padecía de fuego uterino. Mariela era diferente, distinta, ya se había graduado de puta profesional. No hacía falta que me mostrara su diploma, coincidimos en varias oportunidades accidentalmente y la observé de lejos. Su maquillaje, vestir, andar, sonreír, su mirada felina era agresiva, como la de una pantera. Sus labios se mostraban más gruesos por la pintura excesiva y el color elegido, extravagante, los comunes a muchas mujeres del oficio. Su color era enfermizo y las ojeras le llegaban al suelo, fumaba y su estilo peculiar. Su mirada era perdida y oteaba al mundo con desprecio, con odio, con rabia, quizás por no haber podido escapar de aquella trampa roja y llena de polvo. Me detectó entre la multitud y saludó con la mirada mientras compartía con varios clientes de mi buque. Respondí a su saludo con el mismo afecto lejano y secreto, luego, continuamos cada uno en lo nuestro, varias pergas de cerveza descansaban sobre nuestras mesas y cuando la orquesta comenzó a sonar, coincidimos en la pista muy cerca y nuestras miradas volvieron a cruzarse. Ese día y bajo los efectos del alcohol, me templé a una vieja amiga de Las Morirás en el portal de la iglesia, la única que existía en aquellos años, la de la loma de entrada al pueblo desde el puerto. Me perdí por otros años más.





La bahía estaba contaminada y los desechos de la fábrica le habían robado terreno al mar. A estribor del viejo espigón desaparecía poco a poco toda una ensenada, las gaviotas desaparecían del panorama y ya no se podía pescar. No recuerdo cuántos años hacía que me había perdido de Nicaro, ni cuanto había envejecido el enano lanchero que conducía aquella embarcación en sus viajes hacia Felton, Preston y Antillas. Era mucho más viejo que los enanos de Blancanieves y los años lo habían encogido aún más. Sin embargo, conservaba muy buena la memoria.

Conversé largo rato con Julia, su hijo era uno de aquellos chicos que nacieron con la revolución, eso me dijo y no le presté mucha atención. Dicen que era demasiado extremista y que la culpa la tuvo su madre al decirle que su padre era un mártir de las luchas internacionalistas. Para Olegario, la causa de su orfandad la tenía el imperialismo norteamericano, solo los viejos conocían la realidad y se la ocultaban, quizás por piedad, tal vez por miedo. Lo cierto es que, nadie le dijo que su madre se vendía por un simple pañuelo, un jaboncito, un blumercito, o simplemente porque le gustaba tenerla dentro, porque era caliente y amante del sexo anal. Eso, que se lo pregunten a Juan, el engrasador de la motonave Habana, uno de aquellos que formó parte de los grupos que deseaban templar. Dicen que Olegario anda por el mundo representando la causa de los desposeídos y yo lo aplaudo, cree que su padre fue un mártir y se lo respeto, ¿qué gano con desbaratar un sueño?

Hace poco y en uno de mis viajes a Miami, me encontré con una persona que vivió en Nicaro. Conversamos mucho sobre su pueblo, le mencioné algunas de mis amistades en Levisa y me manifestó que algunas de ellas viven actualmente en La Florida.

-¿Conociste a Las Morirás?

-¡Claro! Ya no existen, envejecieron, unas se marcharon, otras murieron.

-¿Conociste a Julia?

-¡Por supuesto! Es la madre de Olegario, por ahí anda ese estúpido pensando que su padre era un héroe de la revolución.

-¿Conociste a Romina?

-¡Sí! Buena chica, de un apellido americano, no he sabido de ella.

-¡Pobre generación!

-¿Y por qué escribes estas cosas? Algunos te acusan de haberte detenido en el tiempo, te acusan de anticuado, ¿no crees que debas actualizarte?

-Vengo del pasado y me encuentro en el futuro, ¿es que solo existe el presente?

-No, bueno, al parecer.

-Es que todos tratamos de borrar nuestro pasado, ¿Eliminarías a Cirilo Villaverde?, por supuesto que solo es una pregunta. ¿Sepultarías a Miguel de Carrión? Hacerlo condenaría al olvido, no solo eso, afirmarías que nunca existieron Cecilia Valdés, Las Honradas ni Las Impuras. No tendríamos información de lo que ha pasado en nuestras vidas, y desafortunadamente, la vida no solo es el presente, la historia tiene tres etapas inviolables. Otros vendrán que la escribirán mejor y le darán una imagen perfecta al contenido y forma. ¡Claro que pudiera actualizar esta historia! Pudiera condimentarla con unos ingredientes extras. Por ejemplo, estas prostitutas se venden un poco más caro luego de despenalizarse el dólar. Aunque en la década de los noventa y en pleno furor el “período especial”, muchas de esas chicas se vendieron por un sándwich. ¿Cuál es el precio de un sándwich?, ¿cuál era el precio de un blúmer o pañuelo en aquella fecha? Algo similar. Aquellas chicas eran condenadas por la sociedad y debían ejercer su oficio a riesgo y cuenta propia fuera del hogar. Las chicas de hoy llevan sus clientes al hogar bajo la aprobación de padres y familiares en esa lucha constante por sobrevivir. Aquellas chicas de antes eran condenadas por la sociedad, perseguidas y reprimidas por su oficio, labor que realizaban buscando fines comunes. Las chicas de hoy son toleradas y aceptadas por la sociedad al extremo de ser consideradas mujeres de éxito. Las chicas de aquellos tiempos practicaban ese oficio sin tener como meta abandonar el país. Las chicas de hoy, además de practicar la prostitución como medio de supervivencia de su familia, en la mayoría de los casos aspiran a emigrar con el objetivo de sacar a sus parientes del infierno al que fueran injustamente condenados. ¿Cuál es la diferencia entre una y otra? Solo las ventajas que les ofrecieron a las últimas para ejercer su profesión, bajo la tutela y aprobación muda del pueblo en ese desespero por sobrevivir.

¿Qué será de Mariela?, ¿estará viva?, ¿supo hacer otra cosa?, ¿le trasmitió a sus hijas su experiencia?, ¿solo brochas?, ¿la llevó hasta las caseticas de la piscina vacía?, ¿lo hizo en el lavadero del bungalow abandonado, o la casa fue ocupada por un dirigente?, ¿le enseñó a desnudarse en la playa bajo la luna, las miradas de los cangrejos y las picadas de los mosquitos?, ¿se habrán secado sus aguas tibias?, ¿existirán los barracones? Mi dulce recuerdo para la gente de Levisa, La Pasa y Nicaro, esto también es parte de su pasado, el que muchos se empeñan en borrar, el que aparenta ser anticuado.

Nos paramos en el parque donde nunca pudimos sentarnos, Juan lleva su radio tocadiscos de baterías. Escuchamos el programa de Nocturno con tributo sepulcral, hay un número que nos gusta mucho a todos y guardamos silencio, “Ayer tuve un sueño, fue sensacional, los pueblos vivían en paaaaaaaaaz.” Se acabó el programa y Juan puso un disco de los Fórmula V. Sin nadie dar la orden de arrancada partimos en busca de la casa abandonada, la guarida de Las Morirás, era la hora de templar, el lavadero me pertenecía.



Esteban Casañas Lostal.
Montreal.. Canadá.
2006-07-31


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