MAQUINISTA ARMENTEROS.
UNA FACTURA PENDIENTE DE COBRO
Motonave "Bahía de La Habana"
-Pipo, si quieres yo puedo quemarlo fácilmente, tú sabes que los marinos no pueden vincularse con cubanos en el exterior y mucho peor con tus antecedentes. Me dijo en una de las llamadas telefónicas realizadas a La Habana sorteando todo tipo de dificultades, burlar el cerco que me tendieron no resultó muy sencillo. Tuve que marcar fechas y números telefónicos en dos almanaques similares, luego enviarles uno a la capital. Unas veces lograba hablar con ellos desde Alamar, otras desde Santos Suarez y por último, usando un teléfono de los vecinos de mi madre en Luyanó. Para no abusar de la confianza de esas personas, yo los conectaba con sus familiares en Estados Unidos. Fue en esa época donde no existían llamadas directas desde la Yuma a la isla y yo pagaba un servicio de Three Way. Desde Canadá teníamos comunicación directa vía satélite y al instante esas personas sabían de los suyos, favor con favor se paga, siempre he pensado. Para esas fechas el precio del minuto a Cuba superaba los $3.00 dólares, así que ya pueden imaginar en los gastos incurridos. No hay un solo cubano separado de su familia que se satisfaga con una llamada de cinco minutos, todas sobrepasaron los diez y nunca protesté.
-¡No hagas eso! No vale la pena sacrificar a su familia por la acción de ese miserable. El mundo da muchas vueltas y ya llegará la hora de cobrarle la factura. Insistió en joderlo y yo me mantuve en la negativa. Corría el Periodo Especial en la isla y muchos de los que una vez se consideraron amigos míos, le dieron la espalda a mi familia como era de esperar. Cada uno de aquellos que asistieron a mi mesa y saciaron su sed de alcohol hasta reventar, huyeron por ese miedo a “ensuciarse” por vínculos con la familia de un desertor. No se cuales palabras utilizaría un verdadero escritor para describir tanta miseria humana, no las encuentro.
Armenteros pudo continuar navegando, imagino hasta que la flota nuestra naufragó y mandaron a todos a la mierda sin aros salvavidas, militantes incluidos, hombres de mar que solo sabían ganarse la vida de esa manera. Navegó hasta donde le fue posible, gracias a la discreción de este hombre que fuera compañero suyo de estudios. Nunca tuvimos estrechas relaciones porque el perteneció a la especialidad de Máquinas y yo me gradué por Cubierta. Lo cual no quiere decir que nunca nos encontráramos y charláramos, uno que otro trago se compartió en el mismo vaso o latica. Él visitaba con mucha frecuencia a un vecino mío en Alamar, pero Alberto no tiene nada que ver con este individuo y menos con sus acciones.
Lo cierto es que continuó navegando e imagino que ya esté retirado, era mayor que yo. Han pasado unos veintidós años de aquel evento y considero que le debo pasar la factura, no como victimario, más bien como su víctima. ¡Regresemos a esa fecha! No existían agencias de envíos de paquetes a Cuba y lograr que cualquiera de los pocos cubanos conocidos te llevara un medicamento, muy bien podía ser considerado un milagro. La comunidad cubana era muy pequeña y espero me disculpen por lo que voy a decir, bien egoísta y timorata. Mi familia se encontraba sufriendo un terrible castigo, era lógico, no le pagaron mi salario, vacaciones y tampoco le entregaron mis pertenencias.
-¡Oye!, hay un marinero de ese barco que está preso que era vecino mío en El Cerro y dice que te conoce, que ustedes estudiaron juntos. Ella hacía referencia a la motonave “Bahía de La Habana”, llevaban detenidos en el puerto cerca de un año por demandas de acreedores. Nunca tuve intención de acercarme a ellos y conocía a varios de sus tripulantes. Cuando me cruzaba en la calle con alguno, huían despavoridos como si se tratara de un encuentro con el diablo. De veras, no he conocido a ser más cobarde que nosotros los cubanos, espero sepan disculparme las excelentísimas excepciones. Se hallaban en una situación desesperada que incluye todo tipo de calamidades y hambre, yo estaba enterado de esos problemas que fueron comunes a toda la flota.
-¿Sabes su nombre?
-¡Si! Es un negro maquinista, su apellido es Armenteros, muy chévere, voy a mandar cosas para Cuba con él.
-No es socio mío, pero lo conozco muy bien. Debo ponerme de acuerdo con él para encontrarnos, ya sabes cómo es el misterio, nadie puede enterarse. Ese día nos despedimos y no le dije nada de la vía que utilizaría para contactarlo.
-¿No has vendido mucho? El negro estaba algo entretenido colocando sobre una mesita con patas de tijeras toda una gama de artesanías baratas. Collares, pulsos, aretes y otras figuritas de origen africano, cubrían el escaso metro cuadrado de aquella tabla rectangular. Giró su rostro algo sorprendido y estuvo a punto de preguntarme si deseaba comprar alguna bobería. Por la forma de su frente pude deducir que se tratara de un etíope o somalí, es muy fácil identificar a esos negros y distinguirlos del resto del continente africano.
-No he tenido un día muy bueno hoy. Las gotas de sudor que corrían por su frente, llevaban consigo cierta carga de frustración. Nos encontrábamos disfrutando del delicioso verano montrealés y yo estaba de vacaciones. Vestía short blanco y un pullover del mismo color bastante ligero. Llevaba una media hora sentado en el bar situado justo a unos metros de su emplazamiento y observaba cada uno de sus movimientos.
-¿Quieres ganarte veinte dólares en tres minutos sin tener que hacer nada? Detuvo lo que me pareció un vicio enfermizo por estar colocando sus chucherías sin haberlas movido nadie.
-Depende de lo que deba hacer. Respondió con cierto aire de desconfianza, quizás pensaría que yo fuera un policía encubierto.
-¡Tranquilo, hombre! No vas a cometer ningún delito. Dije para calmarlo.
-¿De qué se trata? Yo sabía que picaría, para lograr esa cifra necesitaría vender al menos cuatro de aquellas baratijas y la tarde corría bochornosa.
-¿Ves aquel barco atracado al lado de la fábrica de cerveza Molson? Entonces giró unos ciento ochenta grados su cabeza siguiendo la dirección de mi dedo.
-¡Si, lo veo! ¿Qué debo hacer?
-Llevar una nota para entregarla a un amigo.
-¿No es nada relacionado con drogas o contrabando? Expresó algo asustado.
-¡Nada de eso, my friend! Es una nota para encontrarme con ese amigo.
-¿Por qué no la llevas tú?
-Si pudiera no te ofrecería veinte dólares por un recorrido de tres cuadras. El problema es que se trata de un barco cubano, comunista, ¿me comprendes? Yo deserté de esa compañía y no puedo acercarme a él, tampoco pueden ver a mi amigo compartiendo conmigo. ¿Lo entiendes ahora? Respondió afirmativamente con movimientos verticales de su amplia y pesada cabeza.
-¿Cómo hago entonces?
-Yo te escribo una nota como si fuera una mujer que desea verlo, pero no debes entregársela a nadie que no sea él.
-¿Y cómo lo identifico?
-¡Mira! Él es negro como de tu color y algo grueso, más o menos de nuestra estatura, andará cerca de los cincuenta años y tiene la voz quebrada.
-¿Cómo se llama?
-Se llama Armenteros, pero en caso de que se te olvide, lo escribiré en esa nota. ¡Dame papel y lápiz!
-¡No tengo!
-Bueno, iré hasta el bar y traeré la nota, ve recogiendo tus cosas o si lo prefieres, yo me quedo cuidando. Bastaron dos minutos para que guardara todo en el maletero de su viejo auto y yo regresara del bar. -¡Fíjate bien! Subes por la escalera del buque y una vez arriba alguien te detendrá, no te asustes, es un marinero que se encuentra de guardia. Le dices que deseas ver al maquinista Armenteros y es todo. Una vez que se presente le entregas la nota y esperas su respuesta. Seguí con la vista el desplazamiento de su auto hasta que penetró en el muelle, la vista de la escala del buque era ocultada por la edificación que pertenece a la fábrica.
-No puede venir, dice que se encontrará contigo mañana en este mismo sitio a las tres de la tarde. Habría consumido unos quince minutos en toda su gestión.
-¿Te dio alguna nota?
-No, el mensaje fue oral. ¡Qué clase de mierda es el comunismo!
-¿Por qué lo dices?
-Conocí su sabor, ¿crees que vendría de mi país a vender esas porquerías en Montreal?
-¿De dónde eres?
-De Etiopía.
-Te comprendo, yo visité tu tierra después de la guerra. ¿Deseas tomarte una cerveza conmigo?
-Muchas gracias, debo continuar mi trabajo, será en otra oportunidad.
-Muchas gracias por tu gestión, voy a refrescarme un poco en el bar antes de marchar a casa. Nos dimos un apretón de manos y luego lo estuve observando durante dos horas. Estuvo sentado en una sillita de tijeras y al menos se protegió del sol con una sombrilla de playa. Es muy probable que fuera musulmán y por tal poderosa razón no aceptara la cerveza.
-¡Coño, hacía varios años que no nos veíamos! Su saludo era algo exagerado y no se correspondía a nuestras casi nulas relaciones. Sudaba y andaba algo mal vestido, tampoco me sorprendió, los veía en peores condiciones marchando por las calles de Montreal, exactamente por dos de ellas.
Las calles St. Catherine y Ontario poseían muchas tiendas que ofrecían artículos de segunda mano y su principal clientela eran los marinos cubanos. Yo fui uno de los que tuvo que morir en aquellas minas de trastes viejos y apestosos, muchos de ellos recogidos en las calles de esta ciudad. Una vez desaparecidas nuestras flotas y sin la constante visitas de nuestras naves, todos aquellos comercios se fueron a la quiebra y desparecieron. ¡Ojo! No solo eran los marinos los fieles visitantes de estos tugurios, colchones usados, muebles incompletos, refrigeradores, coches de niños y otras misceláneas necesarias en la isla, eran mudamente disputadas con funcionarios y trabajadores del Consulado de Cuba en esta ciudad, increíble pero cierto.
-¡Ya sabes, no era sencillo coincidir en el patio! Le dije mientras aceptaba su apretón de manos y lo invitaba a sentarse en la mesa. No necesitaba preguntarle si deseaba beber y mentalmente me preparé para saciar la sed de un camello acabado de cruzar el desierto de Sahara. No era una enfermedad crónica exclusivamente de los marinos, creo que la compartían cada uno de los habitantes de aquella maldita isla, yo la sufrí también. Le hice una seña al camarero y con los dedos índice y mayor le pedí dos jarras, eran enormes y pesadas. Las primeras tres o cuatro se evaporaron por encanto, después de esas, la vida tomó un ritmo más lento y se detenía ante los reclamos de nuestras vejigas. Luego de la sexta jarra se iniciaba una historia que ya conocía y me hartaba escuchar. Los mismos lamentos, cuentos de penurias, sentimientos escondidos en contra del gobierno y ese valor que solo puede sacar a la luz el alcohol, valentía que fallece durante la resaca. Me limitaba a escucharlo tratando de encontrar algún pasaje nuevo, llevaba muy poco tiempo en Canadá, el suficiente para abrir los ojos y desconfiar de mi propia sombra. Lo observaba con vista aguda, tratando de encontrar en su doble personalidad algún pespunte que lo delatara como posible chivatiente. Sabía perfectamente que debía aprovechar al máximo la colaboración de la cerveza, nada mejor que el alcohol para desnudar el alma de la mayor parte de los cubanos.
-¿Qué estás haciendo ahora? Mis respuestas tenían que ser medidas y carentes de importancia que alimentara su curiosidad.
-Estoy de vacaciones, trabajo en una fábrica de pastillas de freno. Me quedan exactamente doce días para poder atenderte con tranquilidad, después me complicaré un poco porque tengo turno nocturno y duermo de día. ¿Siguen con las guardias de 24x48?
-¡Si, se mantiene ese régimen?
-Si quieres te puedo llevar a casa de esa amiga tuya de El Cerro mañana, ¿qué te parece?
-No es mala idea y me ayudas a escapar de esa prisión. Acordamos encontrarnos en un punto del viejo puerto y que me siguiera a unos 10 metros de distancia para que no lo vieran conmigo.
Antes de llegar a la casa de la amiga común compre una caja de doce cervezas, su padre estaba vivo y le gustaba “chuparle el rabo a la jutia”. Creo que una hora más tarde regresé nuevamente al mercadito cercano por otra caja y nos quedamos a cenar.
-Si lo deseas, pasado mañana que estás libre voy a llevarte a casa de mi jeva y cenamos por allá.
-¿Estás empatado por aquí?
-¡Si, hace un buen tiempo!
-¿La jeva es cubana?
-¡No, es centroamericana!
-Yo también ando ligado con una negra de Jamaica.
-¡Coño, eres afortunado! No es fácil ligarse en esta ciudad, menos aun si andas a pie y careces de plata.
-Me puse las botas, ya la conocerás, tiene una bodeguita muy bien surtida.
-Depanneur.
-¿Qué dices?
-Que no se llama bodeguita, en francés es depanneur.
-¡Eso mismo! Ella me lo ha dicho varias veces y se me olvida la palabra.
-Veremos si la podemos invitar a alguno de los barbiquius que la familia de la jeva organiza los fines de semana.
Correrían los últimos días de agosto o los primeros de septiembre y las temperaturas descendieron bruscamente, no tanto para nosotros que estábamos aclimatados.
Ese día venía algo abrigado y yo cargaba un sweater. Me dio pena decírselo, pero su aspecto era peor que el de cualquier indigente. Antes de llegar a casa de mi pareja compré una caja de cerveza y por el rostro de ella cuando abrió la puerta, pude adivinar cierta compasión por el negro. Luego me lo comentó en la cocina, llamó a su hermano que vivía en el mismo edificio y una hora más tarde, el negro vestía un abrigo de uso en muy buenas condiciones. La velada fue agradable y acordamos llevarlo el fin de semana al parque de Angrignon, uno de los más amplios y hermosos de esta ciudad. Como de costumbre, nos reuniríamos en aquel hermoso sitio al que acudían decenas de familias. Llamó a la negra para ponernos de acuerdo y me pasó el teléfono, Armenteros no hablaba nada de inglés y lo justifiqué por aquella experiencia similar que una vez viví en Varna.
-Esteban, ¿tú pudieras convencer a este negro bruto para que se quede en Montreal? Yo tengo buena posición económica, soy propietaria de un depanneur, él no va a tener necesidad de acudir a la Ayuda Social. Me dijo aquella hermosa mujer, porque les digo algo, tenía cara, cuerpo y juventud, toda una fortuna deseada por decenas de hombres, Armenteros había ido a vaciar su vejiga.
-Mi amiga, si él tomara la decisión de desertar en este puerto, puedes estar convencida de que yo sería el primero en ayudarlo. Yo no invito a nadie a dar ese paso, porque si luego fracasa o se arrepiente, lo primero que harían seria acusarme de ser el culpable. Conozco perfectamente a mi gente y no me involucro el algo tan personal.
-Es que yo no entiendo a este negro de mierda, aquel país es una miseria que no tiene remedios a corto plazo. ¡Además! Armenteros es viudo, no tiene gaticos ni perritos para amamantar.
-¿Quieres que te diga algo bajito?
-¿Qué cosa?
-¡No sabes cuánto lo envidio! Eres preciosa. Ella se echó a reír mostrándome su perfecta dentadura. -Desiste, esa paloma no está al alcance de tu escopeta.
-¿Quéeee?
-¡Olvida lo que te dije!
Varios días después fuimos a un cumpleaños en casa de una de mis cuñadas, como era de esperar y siguiendo las costumbres en esta ciudad, no me aparecí con las manos vacías. Por donde quiera que pasara, su presencia era justificada con algún gasto adicional. Luego de comenzar a trabajar, esas salidas se limitaron a los fines de semana solamente. Uno de aquellos días me informó sobre la fecha de salida y le pedí que me llevara algo para la familia.
-Armenteros, estos $100.00 dólares son para que le compres algo a tu hija, no es mucho lo que puedo darte, pero es algo. El dinero contenido en este sobre es para que se lo entregues a mi familia, ellos están pasando un mal momento como te he contado y necesito que lo lleves integro.
-¡Coño, mi hermano! Tú sabes que no hay problema con eso.
-¡Mira! Esta mochila está llena de pomos con pinturas de uñas, acetona, algodones, tijeritas, etc., todo lo que necesita una manicure para trabajar. Hay más de treinta pomos de pinturas de todos los colores habidos y por haber.
-¡Sin líos! Tu familia lo recibirá.
-Armenteros, mi gente está pasando hambre y no encuentran trabajo por tratarse de la familia de un desertor contrarrevolucionario.
-¡Compadre, no te preocupes! Todo llegará, te lo aseguro.
-En esta otra bolsa hay tres trajes marca Pierre Cardin, son de uso, pero están casi nuevos, eran de un millonario. ¡Quédate con el de color beige! Los otros dos son para dárselos a mi hijo, él se encargará de entregarle uno a mi amigo Macías. Si no les gusta le pueden sacar plata, son unos trajes carísimos.
-¡Coño, mi hermano! No sé cómo podré agradecértelo. Esa tarde nos despedimos en la estación del Metro Champ de Mars.
-Pipo, yo puedo quemarlo en segundos, es lo que se merece. Insistía mi hijo y yo trataba de calmarlo, el valor de aquel botín no justificaba sacrificar a una familia.
-¿Pudiste recuperar algo?
-Cuando llegué a su casa encontré a su hija arreglando uñas con las pinturas que tu habías mandado, pude quitarle las que tenía a mano, no creo hayan sido todas. Los trajes se perdieron y la plata estaba incompleta. ¡Yo insisto en quemarlo!
-¡No hagas nada! Hay que aprender a perder y el mundo gira, ya le llegará la hora.
Ha pasado el tiempo necesario para borrar aquella traición, le permití continuar navegando, la situación en el país era terrible y su familia no era culpable. El mundo nunca se detuvo y en sus vueltas mi familia logró salir de aquella trampa devoradora de hombres. Le permití continuar navegando, pero nunca le prometí perdonarlo. Yo no sé si Armenteros se encuentre vivo o ya abandonó esta tierra infestada de seres miserables como él. Desearía más que nunca se encuentre vivo y le llegara estas notas, que las mismas sean leídas por su hija y nietos. Querría que supieran lo miserable y mierda que ha sido su padre o abuelo y que aquella infamia cometida lo persiga como si se tratara de una “mota negra”. Si así fuera, la vergüenza que pudiera sentir, no aliviaría en nada el hambre que pasó mi familia en esos días. ¡No se confundan! No es la venganza del victimario, es la justicia de una víctima. Es el momento adecuado para pasarte la factura.
Esteban Casañas Lostal.
Montreal. Canadá.
2016-09-07
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