La niebla siempre fue uno de esos fenómenos
meteorológicos que imponía respeto en el puente de cualquier nave y mucho temor
dentro de las paredes de cualquier camarote. Los tiempos han cambiado mucho,
antes no disponíamos de esos avances de la técnica que hoy disfrutan los nuevos
navegantes. Viejos radares que exigían ser calentados unos minutos antes de ser
puestos en servicio y pocas ofertas de líneas isométricas para determinar
posiciones. El nuestro era de aquellos bien limitados, solo poseía anillos
fijos y una plancheta plástica giratoria que nos permitía obtener marcaciones
relativas. Todo dependía de los conocimientos y habilidades del hombre, su
poder para tomar decisiones era muy importante y debían ser oportunas. Ese
hombre era el máximo responsable de la vida de una numerosa tripulación que
dormía.
Esa madrugada la niebla se presentaba con una
densidad terrible, no podía distinguirse la presencia del palo más cercano y
éste se hallaba a escasos veinte metros de distancia de los ventanales del
puente. El Segundo Oficial preguntó si habían avisado a máquinas sobre la
situación en los momentos que recibía la guardia, el oficial saliente, un
hombre con escasa experiencia y recursos técnicos le respondió que sí. Le creyó
porque aquel oficial realizaba su guardia acompañado del Capitán del buque, él
había asumido la responsabilidad de enrolarlo en esa plaza aun cuando el
tercero no concluyera sus estudios. Ya se había retirado del puente y era mejor
que así fuera, no le simpatizaba en absoluto al Segundo Oficial. Después de
varios minutos con la mirada fija en ese manto lechoso, entró a la derrota para
recibir su guardia formalmente. Nunca le prestó demasiada atención a la
información verbal del tercero, más bien lo atendía para que no se sintiera
defraudado. Nunca confió en nada de lo que decía y luego de retirarse le echaba
una ojeada a la libreta de órdenes del Capitán, ninguna novedad. Atención al
tráfico de buques, obtener posición cuando se aproximaran a Cabo Spassero y en
caso de dudas llamar al Capitán. Era preferible no tener dudas y evitar
llamarlo en todo momento, pensó mientras se dirigía al pequeño radar.
¿Qué van a saber las nuevas generaciones de pilotos
lo que se sufre dentro de un banco de niebla? ¿Satélite? ¡Jajajajajaja! Piensa
hoy, mucho después de haber operado radares computarizados con pantalla en
colores. Allá, cuando aquello, era que se debía demostrar de verdad todo lo
aprendido en la academia. ¿Un banco de niebla? Más de una semana navegando
dentro de ella en el Pacífico y cuando observas al sol compruebas encontrarte a
más de cien millas de la posición que todos estimaron. ¡Claro! Al trozo, sin
construir triángulos de deriva, sin gastar neuronas por encontrarse dentro del
océano más grande del mundo. ¿Satélite?
Francisquito se mantenía cerca del timón en silencio,
nunca fue muy conversador, era parco al hablar y muy directo, de muy pocas
palabras. Fue el único hippie autorizado en la marina mercante cubana cuando
andar con melena era prohibido. Aquella pelambre de su cabeza no era muy
amistosa con los peines, muy enmarañada y de difícil acceso a cualquier manada
de piojos. Eso sí, tenía una virtud que yo le envidiaba, no he conocido a un
individuo más feliz que él, nunca sufría y le importaba un comino el mundo que
giraba a su alrededor. Cero pacotilla, no tenía gaticos ni perritos. Cero perfumes
y preocupaciones por cosas tan mundanas como una guerra. Sencillamente él era
así y no pertenecía a esta galaxia, su constelación era diferente a la nuestra
y solo giraba alrededor del bar o prostíbulo más cercano. Siempre llegaba
borracho al barco, pero inofensivo, tranquilo, relajado. Sus pasos estaban
marcados desde la escala del buque a su camarote, no se metía con nadie,
tampoco lo hacían con él, lo conocían perfectamente y sabían de la pata que
cojeaba. Solo lo vi enojado dos veces, una fue cuando tuvo aquella bronca con
una vieja que le dijo maricón en el Hotel Casa Granda. La otra por las bromas
que le montaron en Rusia cuando salió con una amiga del Primer Oficial y se
negó a bajar al pozo. Sus grandes justificaciones tendría, el olor de la gente
en aquel país era muy fuerte para nosotros. Su mujer se llamaba Elisa, una
contenta como él que vivía en franca armonía con su marido, igual de sucia y
desgreñada. Podían ser localizados con mucha facilidad en el Salón Rojo del
Hotel Capri, sede de toda aquella juventud con profundas desviaciones
ideológicas. Fuera de La Habana, Francisquito era asiduo y ferviente visitante
del Casa Granda, bueno, hasta que le prohibieron entrar por la bronca formada
con aquella vieja, también era buen cliente del bar Hanabanilla en el Hotel
Jagua. Se llevaba muy bien con el Segundo Oficial, ambos habían entrado en la
misma fecha en la marina mercante cubana.
Después del recorrido de rutina por los poquísimos
equipos disponibles en el puente, el oficial decidió permanecer junto al radar
sin apartar la vista de él, solo le preocupaba no perder el momento de las
cuatro cuartas y luego las ocho cuartas para determinar la distancia a tierra y
la velocidad aproximada con bastante exactitud. El tráfico era normal, solo un
barco de vuelta encontrada con un rumbo paralelo al suyo por estribor,
calcularía que la mínima distancia de encuentro estaría entre las dos millas y
media, lo que ahorraba cualquier tipo de maniobra. El radar, el radar, solo el
radar. No valía la pena mirar hacia otro lado, todo era blanco y aburrido.
Podía distinguir con facilidad la figura de Francisquito sentado al lado del
timón con la misma camisa que saliera tal vez de su casa hacía más de quince
días.
Notó un cambio en la posición del buque que navegaba
de vuelta y cambió la escala del radar a una menor para observarlo con más
atención. Solo unos minutos después saltó de su silla, la distancia disminuía y
se mantenía la marcación, era una indudable señal de que aquel barco se
aproximaba en rumbo de colisión y ya se encontraba a unas cuatro millas de
distancia.
-¡Francisquito, todo a estribor!
-¡Todo a estribor! Respondió el timonel pero el buque
no comenzaba a caer mientras que él no apartaba la vista del radar. Giró el
rostro hacia el timón y vio que Francisquito se hallaba agachado. -¡Todo a
estribor! ¿Qué pasa?
-Es que no puedo quitarle el torniquete al timón. Respondió con inquietud e impotencia. El oficial partió corriendo a ver qué sucedía y en efecto, comprobó que el tornillo utilizado como seguro para bloquear el uso del timón cuando era puesto en “piloto automático” había sido apretado por una mano poderosa. Se aferró a él con ambas manos y una carga adicional de adrenalina facilitó aflojarlo. –Todo a estribor! Le repitió mientras corría nuevamente hasta el radar. El buque fue cayendo lentamente hasta que rompió la inercia y el movimiento se hizo violento. El buque contrario se observaba ahora por la banda de babor, pero a una distancia inferior a un cable (unos 185 metros), muy peligrosa para las condiciones de niebla.
-¡Timón a la vía! Ordenó el Segundo Oficial cuando interpretó que había
superado el peligro.
-Timón a la vía! Respondió Francisquito, pero esta
vez su voz se escuchó con una sobrecarga adicional de nerviosismo.
-¡Todo a estribor! Se escuchó nuevamente como un
grito desesperado en aquel puente cuando el oficial comprobó un nuevo cambio de
rumbo del buque en vuelta encontrada.
-¡Todo a estribor! Repitió el timonel mucho más
nervioso y acto seguido se escuchó una pitada larga que estremeció aquel rincón
del Mediterráneo. El Segundo Oficial tomó unos binoculares mientras abría la
puerta de acceso al alerón de babor esperando ver algo, quizás el instante de
la colisión. -¡Timón a la vía!
-¡Timón a la vía! Respondió el timonel.
-¿Qué rumbo haces?
-165 grados.
-Trata de mantenerlo. Le dijo mientras buscaba
afanosamente entre la cortina lechosa. De pronto, sintió el agudo crujir de un
motor poderoso acompañado de una fuente de luz que logró iluminar su ropa y los
mamparos del puente. ¡Dios mío, logramos escapar! Pudo identificar el logo de
la chimenea, se trataba de un tanquero yugoslavo. Corrió directamente al equipo
de VHF y en perfecto inglés dejó escapar al éter toda la ira que lo embargaba.
-¡Su atención buque yugoslavo a doce millas al sur de
Cabo Spassero, este es el buque cubano Renato Guitart! ¿Dónde compraste el
título hijo de la gran puta? ¿Estás borracho o fumando mariguana? ¡Me cago en
la puta de tu madre. No obtuvo respuesta, tal vez se estarían riendo o cagados
por el susto, pensó.
-¡Cayendo a babor hasta nuestro rumbo!
-¡Cayendo a babor! Repitió Francisquito mientras iba
cantando el rumbo de cinco en cinco grados. –¡Estamos en rumbo! Dijo unos
minutos después.
-¡Ahí derecho! Ordenó el oficial de guardia mientras
tomaba una posición por marcación y distancia al cabo, había perdido las cuatro
y ocho cuartas. Francisquito no hablaba.
-¿Estás nervioso?
-¿Quién no lo estaría? Y pensar que la gente está
durmiendo.
-¿Quién apretaría de esa manera el torniquete del
timón?
-Creo que fue Emiliano el electricista. Hoy voy a
tener que hablar con él, menudo susto. Todo regresó a la normalidad, aunque la
niebla no se disipó, casi al terminar la guardia los alertó un ruido anormal
que llegaba en dirección a la antena del radar. –Lo único que nos falta es que
se joda el radar en estas condiciones, por suerte nos queda poco para terminar
la guardia.
-¿Tú crees? Preguntó Francisquito sin mucho interés,
denunciaba con sus palabras un gran desespero por abandonar el puente.
-¿Has escuchado un sonido como ese? El Segundo
Oficial agarró la linterna del puente y se dispuso a salir por la puerta del
alerón para tratar de averiguar el origen de aquel extraño sonido. De muy poco
le serviría la luz de la linterna, lo sabía, pero no renunció en su empeño. Con
la vista buscaba en dirección a la cubierta del magistral. Afortunadamente la
escasa visibilidad le permitía ver girar la antena del radar, sin embargo,
varios puntos luminosos alrededor de ella lograron llamar su atención, era una
bandada de aves que aleteaba sin parar muy cercana a ella. -¡Francisquito, son
aves! Parece que andan perdidas con la niebla y se mantienen unidas junto a la
luz de enfilación. En la mañana caerán rendidas por la fatiga sobre cubierta,
será fácil agarrarlas.
Motonave Renato Guitart, escenario de esta historia.
Como cada mañana, coincidieron a la entrada de la
cocina con el maquinista y engrasador que compartían el mismo horario de guardia.
Madrigal se encargaba de dar varios golpes en la puerta para espantar a las
ratas, luego seguiríamos detrás de Iván Freire, el Tercer Maquinista, armados
de palos y escobas para agredirlas o defendernos de ellas. Nunca encontramos
menos de veinte retozando entre calderos y estantes. Daban deseos de vomitar el
solo pensar que orinaban o se templaban a sus hembras dentro de los calderos
donde luego nos cocinaban. Siempre lográbamos matar a la más lenta o estúpida,
tal vez a la más agotada que perdió fuerzas luego de un loco orgasmo.
Reíamos y bromeábamos con la misma lentitud que se
calentaban las hornillas y lograban hacer hervir aquella mezcla prieta que
nunca logró despedir el aroma de un verdadero café. Madrigal lo vertía dentro
de un colador de tela que se inflaba y tomaba las dimensiones de la ubre de una
vaca. Bebíamos sin dejar de bromear mientras Tetera preparaba la tortilla de
cada día, siempre con los mismos ingredientes, algo de cebolla bien picadita,
jamón cuando existía, sal y un tin marín de puré de tomate. Al Segundo Oficial
le gustaba tomar el café mezclado con los residuos de leche condensada que
siempre quedan pegados a la lata. Después de comer su trozo de tortilla cortado
con maestría y dividida matemáticamente en cuatro dentro del mismo sartén,
partía con un buche de café aún caliente para el camarote del enfermero. El
viejo había abandonado la costumbre de dormir desnudo después de castigarlo
durante varios días.
-¿Por qué pitaron esta madrugada? Preguntó El
Cabronazo mientras se acomodaba su dentadura postiza.
-¡Ni te imaginas! Estamos vivos de milagro, nada,
pajas de unos hijoputas yugoslavos. ¡Fúmate tu cigarrito y continúa pudriendo,
es muy temprano!
-¡Gracias, mijo! Siempre las daba, como si se tratara
de una eterna deuda contraída por él o los de su generación. Los otros, los
otros, no. Aquellos cabrones se sentían molestos por agradecer algo o no tenían
educación.
Esa mañana, el Segundo Oficial corrió un poco la
cortina de la portilla de su camarote que quedaba en dirección a la proa del
barco. La niebla se había disipado un poco, no tanto. Sin embargo, tuvo la
posibilidad de observar sobre cubierta una enorme bandada de aves que
deambulaban de un lado hacia otro en busca de algo, tal vez comida o amparo en
una rama que no existía.
-¡Francisquito, asere! La cubierta está llena de
pájaros, tienen que estar muy cansados y hambrientos. Vamos a tratar de
atraparlos para meterlos en una torreta y alimentarlos, cuando lleguemos a
Varna los soltamos. Su camarote apestaba como su ropa, no protestó y volvió a
vestirse con el mismo jeans brillante por el churre, la camisa extravagante con
la que lo viera varias veces en el Salón Rojo del Capri, Jagua o Casa Granda,
me acompañó a la cubierta. Tuvimos que regresar nuevamente por guantes de trabajo,
algunas aves eran agresivas y sus picos podían producir grandes heridas, las
había del tamaño de cualquier pingüino. Las encerramos a todas, unas cuarenta
de diferentes especies en la torreta de la bodega número dos. Les dejamos
comida y agua.
Cuando arribamos a Varna abrimos aquella puerta y
todas escaparon despavoridas, como lo hice yo el día de mi deserción, todas
estaban vivas.
Nos desplazamos a unos 120 Km. por hora por la
interestatal 87 de New York a Montreal, es en término general una carretera muy
llana y tranquila por la madrugada. Sin embargo, varios segmentos de ella se
presentan como una sinusoide con algunas profundidades que siempre la anteceden
un anuncio del “lake tal o más cual”, si no es un lake llega de pronto el
puente sobre un river. Es allí donde te embosca un pequeño banco de niebla y te
remonta en busca de recuerdos perdidos.
Navegas por el Báltico a 19 nudos de velocidad y de
pronto descubres encontrarte viajando en contra del sentido del tráfico. Luchas
mentalmente por tratar de escapar, viajas contra el mundo hasta descubrir que
el timonel es analfabeto y no conoce los números. Viajas con la niebla a esa
velocidad y regresan nombres olvidados, Ferreiro era el Capitán, Tony iba de
primero, Eloy Paneque Blanco ocupaba la plaza de Tercer Oficial, descubres que
tú te desempeñabas como Segundo Oficial y que tu amigo Iván Freire pereció en
la colisión del Capitán San Luís con el Celebration frente a las costas
cubanas.
La niebla va ganando territorio en tu mente que
comienza a envejecer, luchas contra ella, caes a estribor y dejas sonar una
larga pitada, “no me corte usted la proa”, pretendes decir y nadie escucha,
muchos de aquellos tripulantes hoy duermen.
Esteban Casañas Lostal.
Montreal.. Canadá.
2012-09-03
No hay comentarios:
Publicar un comentario