FERMÍN
-¡Atiendan acá, compañeros! Todos ustedes dominan la situación política que experimenta en estos instantes el pueblo chileno, la reacción de sus enemigos se hace cada día más agresiva, están tratando de destruir las ansias y sueños de este pueblo por construir el socialismo. Nosotros, el partido comunista de Cuba, exhortamos a todos los tripulantes de este buque a brindar una imagen adecuada, aceptada, coherente con los intereses de la clase trabajadora y su vanguardia, el proletariado. ¡Compañeros! Los invitamos a que renuncien este viaje a la pacotilla. El pueblo chileno no tiene por qué conocer de nuestra escasez, debemos tener siempre presente que nosotros somos el ejemplo a seguir en este continente. Dediquen este viaje a disfrutar las bondades que les ofrece este país, hay muchas mujeres hermosas esperando por ustedes, pero por favor, traten por todos los medios de no hacer pacotilla. La reunión fue muy corta y el representante de la embajada cubana se retiró junto al Capitán a su camarote. El silencio invadió todo el salón y las interrogaciones silenciosas viajaban en cada mirada, nadie supo responder aquellas preguntas que todos nos hacíamos.
-¿Qué tenemos que ver en todo este potaje? Fermín era distinto a todos nosotros, puede que su edad lo distanciara un poco de nuestros intereses, ya estaba algo viejo. Tuvo que haber superado los sesenta en aquella fecha con tranquilidad, nada que ver con nuestras debilidades endémicas. Alto y fuerte como un roble, se reía frecuentemente de nuestras incapacidades para seguirlo.
-¡Ustedes están hechos con leche pedía! Repetía constantemente cuando nos veía flaquear ante el peso de los cuarteles de bodegas o la imposibilidad de quitarle las vueltas al amantillo para arriar los puntales. -¡Esto es maña, coño! Nos gritaba enojado y todos obedecíamos a su voz. -¡No hay que fajarse con el cable, quítenle las vueltas y estírenlo por la cubierta! Luego, tal vez con algo de lástima ante nuestra impotencia, el viejo nos lo quitaba de las manos y llevaba a la práctica todo lo que no comprendimos de su obstinada teoría.
-¡Ni cojones! Yo no voy a mojarme las nalgas desde Cuba hasta aquí para regresar con las manos vacías. Fue el primero en protestar, creo que el único, nadie lo hizo o al menos, no recuerdo haberlo escuchado.
-A lo mejor te empatas con una temba, Fermín. Nadie sabe, va y te ganas la lotería. A tu edad no es fácil adivinar una aventura de este tipo, quién te dice que el tipo que habló conoce el terreno donde se mueve, no te apures, trata de no ensuciarte por boberías.
-¿Por boberías? ¡No jodas! ¿A quién quieren engañar? No hay jabón, pasta de dientes, zapatos, champú, papel para limpiarse el culo. ¿Y viene este tipo a pedirme que me dedique a vacilar?
-¡Por Dios, Fermín! Un viaje es un viaje, ni que fuera tan largo tampoco. ¿Un mes? Veinte dólares. ¿Un mes y medio? Treinta dólares. No puedes llevar mucho tampoco.
-¡No es mucho! Pero es más que nada, tú sabes perfectamente la cantidad de nietos que tengo y todos comen y cagan. No los conocía, sabía que vivían en Regla, pero hasta allí llegaba mi cuenta de su vida íntima.
-¡Hasta aquí llego contigo! Le dije esa tarde que me arrastró casi a la fuerza desde el viejo puerto de Montreal y anduvimos durante horas por la calle Notre Dame hacia el este.
Cada vez que viajo en el auto en esa dirección y paso por el elevado que se encuentra cuando superas el puente Jacques Cartier, no puedo evitar recordarlo. Me detengo unos minutos bajo ese implacable sol de nuestros veranos, abro el pequeño maletincito que cuelga de mi hombro para extraer una latica de jugo aún fresca. Descansamos algo, hablamos, nos quejamos de nuestras desgracias, protestamos casi en silencio, sin que nadie nos oiga, mirando hacia todos lados, tratando de atrapar el eco de nuestras palabras en el viento. Fermín me habla sin miedos, trata de trasmitirme un sentimiento, una idea, un pensamiento, algo. Yo lo escucho con ese interés y desconfianza de los míos, con ese miedo de los nuestros. ¡Es valiente! Digo, no lo hago, solo lo pienso. No puedo manifestarme abiertamente, temo por él, desconfío, no creo en su palabra, desconfío de su valor.
-¡Hasta aquí llego contigo! No soy trotamundo, me enferman las infanterías, cambio un par de medias por una CocaCola, no aguanto. Él escuchaba, siempre lo hacía, como estudiando cada palabra posterior, sin premeditación, alimentado por sus años y experiencias, como un animal salvaje emboscado que espera atrapar su presa. Continuo a la velocidad del tráfico y trato de olvidarlo, quisiera despedirme de ese simpático fantasma que me persigue en cada recorrido por esa calle y otras de la ciudad. Lo veo sentado y me sonríe, sus ojos de viejo gavilán me observan cuando paso a su lado. Viste igual, nunca se ha cambiado de ropa, apenas lo hizo cuando estaba vivo.
No se ofendió ese día cuando tiré hacia St. Catherine y me paré en la acera opuesta al sentido de su infinita marcha. La guagua llegó y yo embarqué, perdí tal vez dos pares de medias, una docena de rollos de papel sanitario, dos tubos de pasta dental, cuatro jabones de baños, un paquetito de cuchillitas de afeitar marca Wilkinson. Fermín no se enojó, nunca lo hizo, era la persona más noble y sencilla que existía en la tierra. Posiblemente la más calmada y coherente de nosotros, esa gente dejó de existir, no existió nunca más.
Motonave "Jiguaní"
-¿Sabes una cosa? Su pregunta se escuchaba como una amenaza, me limpio el trasero con la situación de Chile y la madre que los parió. Yo tengo que llevarme algo de pacotilla, no puedo aparecerme ahora, después de tantos años como un libertador, un idealista, nada de lo que no soy. Yo lo siento por ellos y si mi ejemplo no les sirve de nada, lo lamento. Se quitó el casco y con un trapo se secó el sudor que bajaba por su frente, siempre sudaba copiosamente, pero no apestaba como otros.
-¡Pero mira, Fermín! Va y cuando atraquemos te empatas con una vieja, nadie sabe, no hemos atracado. Va y el tipo tiene razón y dice la verdad, nadie sabe, no te mandes a correr. Va y te cagas por comprar cuatro mierdas, no vale la pena, no la vale.
-¡Me voy a llevar un guanajo!
-¡Fermín, por Dios! ¿Un guanajo? No sé a quién coño se le ocurriría algo así.
-¡A mí! Me llevo un guanajo y no pueden decir que eso es pacotilla.
-Fermín, por Dios santo, cuando lleguemos a Cuba los fitosanitarios te van a decomisar al animal. Ya sabes de todas esas regulaciones que existen por las justificaciones de las epidemias. ¿Quieres que te quiten el guanajo? ¡Compadre! Sale a vacilar un poco y olvídate por un viaje de la pacotilla, evitarás enemigos. No sé si me escuchó o no, puede que sí. Las estadísticas de aquellos tiempos hablaban de una manifiesta superioridad de las mujeres sobre los hombres en Chile, quién pudiera saberlo ahora, han pasado mucho años, solo sé que me tocaron tres de aquellas estadísticas.
Fermín fue premiado con una de ellas, nunca la vi. La imagino mayor de edad, de su tamaño, con sus arrugas y experiencias, con los senos caídos y el monte de Venus casi despoblado, tal vez nevado. ¿Y si los senos eran pequeños y firmes? Debe ser un milagro, no existen para esos tiempos. Se perdía con frecuencia del barco, lo hacía de noche, muy discreto. Alguien lo vio acompañado en una de las calles de Valparaíso y explotó el escándalo a bordo. ¡Hasta los viejos! Gritaban en los salones, pasillos y baños. ¡Esto es el paraíso, coño! Repetían aquellos que se sintieron retirados de los placeres humanos, por feos o viejos, por parcos, introvertidos, mudos, escasos de palabras, corazones arrugados por la soledad, endurecidos por el salitre. ¡Esto si es vida, coño! Dentaduras que siempre se mantuvieron presas vieron la luz del día y mostraron sin penas alguna mancha ámbar o negra. ¡Hasta Fermín! ¡Hasta Fermín! Repetían constantemente como si se refirieran a un milagro, como si los viejos no tuvieran derecho a la vida o esa parte de ella donde los pecadores son virtuosos y la carne atrapada entre viejas trampas no fuera bendecida.
Sus ausencias fueron más frecuentes y prolongadas. Sus regresos esperados como las campanadas de una iglesia cercana al puerto, después, aguardábamos por una palabra suya que nunca llegó. Los hombres no hablan tanto, no alardean de sus victorias. Nos repetía constantemente a modo de regaño, lo escuchábamos atentos, pero nunca lo comprendimos. El misterio de aquella dama se mantuvo en boca de todos los marinos durante ese viaje y después.
Era el primero en salir a cubierta cada mañana y se paraba junto a los obenques del palo mayor con su vista perdida en el mar. Su figura era la de un simpático espantapájaros, los pantalones le quedaban a la altura de las gruesas pantorrillas de gallego. Ya no se fabricaban para su talla en una isla repleta de enanos a la altura de su mirada, luego, aquella costumbre suya de apretarse el cinturón más arriba del ombligo, le encajaba el tiro del pantalón en el mismo nido de sus huevos. El abultado paquete le quedaba a la izquierda de la portañuela y la gente se reía. Cuando lo observaban por atrás era inevitable aquella exclamación que lo persiguió durante años, ¡Fermín, se te queman los frijoles! Él no se enojaba y mostraba su buena dentadura debajo de aquel tupido bigote a lo Pancho Villa. Para completar, colgaba de la cintura un cuchillo, siempre lo usaron los viejos marinos. Dicen que para cortar algún cabo en caso de apuros, después, se perdió esa costumbre como todas, quizás por la agresividad de las nuevas generaciones, era mejor andar desarmado. ¿Se han fijado en los maricones? Los huevos se lo acomodan a la derecha, como para decirnos que no están de acuerdo con nosotros. Nadie la hacía caso y lo interpretaban como una manera de desviar la atención. El casco, pintado frecuentemente de rojo, era la única pieza colocada con normalidad en su cuerpo. Nunca lo inclinó hacia un lado u otro, lo mantuvo todo el tiempo en el centro de su cabeza. Nadie sabe el origen de aquella pieza, todos piensan que Fermín aprovechó el descuido de un trabajador japonés durante la última reparación, era el único de nosotros con la cabeza protegida.
-Voy a comprar un pavo. Me dijo aquella noche que salimos de Arica rumbo al puerto de Ilo en Perú. No le creí, lo imaginé como todos nosotros, desplumados, sin plumas y cacareando. Su dama se había movido desde Valparaíso hasta ese puerto y allí continuó aquel romance de la segunda edad.
Tuve deseos de detener el auto a mitad del puente, él estaba allí, siempre esperando por mi paso. Mi nieto viajaba mirando en dirección al río, mucha gente se iba acomodando para disfrutar desde esta orilla el lanzamiento de los fuegos artificiales. Sentí esa enferma necesidad de hablarle de él e invitarlo a que lo mirara y le regalara una sonrisa.
La policía estaba presente en cada decena de metros de ese trayecto y no pude parar, tampoco creo que mi nieto comprendería nada de lo que a veces pretendo contarle de nuestras vidas. -¿Ves a ese viejo que se encuentra sentado en el muro del puente? Es Fermín, uno de los marineros de cubierta del Jiguaní. Él me ayudó a comprar el cochecito donde yo sacaba a pasear a tu papá cuando era niño. ¡Claro! Yo fui el que pagó, pero no te imaginas aquella batalla de regateo para bajarle el precio. Eso lo hizo él, yo era muy joven y cargado de complejos. ¡Dile adiós! Es un buen amigo que siempre está sentado en el mismo lugar esperando que yo pase.
-¿Sabes qué? Compré el pavo.
-¡Estás loco, Fermín! Te lo van a decomisar los fitosanitarios cuando lleguemos a La Habana.
-¡Pues mira que no! Ya le he dado taller al asunto y tengo como bajarlo sin problemas.
-¿De qué manera, Fermín?
-¡Asado!
Esteban Casañas Lostal.
Montreal..Canadá.
2009-08-23
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