EL NEGRO BARÓ
Motonave "Jiguaní"
El negro Baró perteneció a esa época dorada muy recordada por los marinos cubanos, la de los viejos, los que recuerdan y callan hasta borrarlas de la memoria por miedo, los primeros en embriagarse con los cantos de sirenas. Era oscuro, muy prieto, tanto como el ébano o el coral que aparece muy profundo, muy lejos de la playa, oculto e inalcanzable al despiadado depredador de sentimientos. Sus labios eran demasiado pronunciados, casi imposible de referirse a ellos como bembas, un poco más amplios, privilegio de muchos africanos. Algo rosados, colorá, dijo aquella vez esa negra cantante que se convirtió en gloria de Cuba por su voz. Bajito, algo obeso y pausado al hablar, siempre sonriente, quizás haciendo alardes de su perfecta dentadura, blanca como el marfil y militarmente ordenada.
Cuando hablaba dejaba de ser negro, era rubio de ojos azules con espejuelos, porque esa era una de las maneras usadas para definir la educación o inteligencia humana. Baró tenía los ojos bien negros, mucho más oscuros que su piel. ¡Es una dama! Decíamos todos cuando por una u otra razón nos acercábamos a él para pedirle algo, casi siempre un plato opcional que se apartara del rígido menú establecido para esa tarde o mañana. Nunca hubo un no en su boca que irritara nuestras malacrianzas, siempre buscaba una solución, fácil o difícil, todas eran iguales para él y no las delegaba en nadie, las asumía como propias. Fueron aquellos tiempos de gloria, no los de Gloria la jinetera o los de su abuela, la Cufletera.
La marina era un imperio, una pequeña corte que sobrevivió muy poco tiempo a la invasión de esas tropas que imponen la miseria. Tiempos de capitanes y lobos, cocineros y mayordomos, como los que existieron en cualquier película, casa de ricos o restaurantes de primera categoría, donde no entrábamos los muertos de hambre o los comemierdas que luego nos embriagamos después del segundo trago.
¿Mayordomos? Estelares, espectaculares, divinos, creadores de olores y sabores que mareaban, diseñadores de platos que se mostraban como los murales de Picasso y duraban minutos a la vista de cualquiera, del menos experto, del más hambriento, arte. Baró perteneció a esa generación estrangulada por los discursos y amenazas del enemigo, el que nunca llegó a nuestras playas y destruyó desde el más allá el arte culinario en nuestra flota. Pocos pueden valorar el rol tan importante desempeñado por estos simples hombres a bordo de un barco, no hace falta tener un Capitán u Oficial bien hijoputa para destruir a una tripulación buena.
El Mayordomo o Primer Cocinero fueron piezas principales en ese tablero de ajedrez, no puedo precisar si eran Dama o Rey, lo cierto es que su presencia garantizaba uno de los momentos más sagrados de cualquier marino, sentarse a la mesa. Si existiera un premio a la exquisitez, elegancia, majestuosidad, pulcritud y dominio de ese arte que llega a cualquier nivel de la humanidad, la marina cubana tenia a buenos ejemplares de estos maestros y el negro Baro, junto al Vicent, fueron parte de esas piezas que luego olvidamos en nuestras inmundas borracheras morales. Ellos merecían un Grammy u Oscar aunque no actuaran o cantaran, eran verdaderos artistas en su campo, no es sencillo complacer bocas hambrientas y estómagos desesperados.
Navegamos juntos en dos oportunidades, fue mayordomo del Jiguaní antes de que eliminaran esa plaza y lo condenaran a Primer Cocinero. Nada de aquellas injusticias lograron eliminar su eterna sonrisa, ni cambiaría el color de su bemba espectacular, ni el brillo de aquella dentadura casi perfecta. Baró continuó tal como era, un Rey disputado que nunca rinde su corona, el más complaciente de los hombres por lograr esos escasos minutos de felicidad que se obtienen cuando te sientas a la mesa del comedor, cualquiera de los dos, el de oficiales o tripulantes, nunca puso diferencias a la hora de complacer a un tripulante.
Fue mi vecino, vivió en Pasaje Este entre Luís Estévez y Estrada Palma. Tuve el privilegio de conocer a esa excelente familia que nos dejó como legado, incluyendo a ese hijo que estaba estudiando en la antigua Unión Soviética y murió un día en una de nuestras playas. Estuvo en mi boda y le dio ese aire aristocrático a punto de perecer, porque eso era él a bordo de nuestros barcos y en tierra, todo un Rey.
Hoy, muchos años después de haber compartido con este excelente señor, muevo el teclado de mi computadora para rescatarlo del olvido. La gente buena no merece morir sepultado o condenado por la mala memoria. Baró se encuentra entre nosotros vistiendo su impecable filipina, sonriendo, mostrando sin temor sus pronunciados labios rosados o colorados. Siempre recordaremos aquella perfecta dentadura que escapaba de su eterna sonrisa y su incapacidad para decir no. Dios lo tenga en la gloria, en la verdadera, a la que no pertenecen la Cufletera o a la Jinetera. ¡Viva el Rey!
Esteban Casañas Lostal.
Montreal..Canadá.
2009-08-16
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