EL PAÑOLERO
Motonave "N'Gola", buque insignia de la marina mercante angolana.
El Pañolero fue otra de las figuras marítimas condenadas y ajusticiadas por la modernidad. Desapareció con todos los puntales, las patecas, cuadernales y motones que servían para guarnirlas. Solo que en nuestra flota, fueron vanguardias en la aplicación de esa medida cuando aún contábamos con barcos preñados de plumas. La engrasada imagen del Pañolero se perdió por el encanto de un dedo, mientras se aferraban en mantener vivas otras plazas parásitas como el Sobrecargo y Comisario Político.
Se encontraba por debajo del Contramaestre y lo sustituía en su ausencia, sin embargo, aún distinguible entre la marinería, no gozaba de mando alguno. En algunos buques fue premiado con un camarote individual en la cubierta de la maestranza, símbolo indiscutido de que su nivel estaba por encima de los timoneles y marinos. En los tiempos románticos de la marina mercante, ese hombre no dejaba de ser importantísimo a bordo de nuestros buques. Sus obligaciones nunca tenían fin y consumían la totalidad de cualquier viaje. No solo era el encargado de mantener debidamente organizado los pañoles de cubierta y distribuir las herramientas de faenas y pinturas a la marinería. Estaba obligado a conservar debidamente engrasada toda la jarcia de la nave, ruedas de las tapas de bodegas y cuanta bisagra de puerta se encontrara en contacto con el exterior.
En tiempos de calma, podía observarse al Pañolero subido en la cruceta de cualquier mástil engrasando motones, pastecas o cuadernales de los puntales. Con una guindola personal y ayudado por otro hombre, era izado como una bandera a lo largo de los amantillos. En su lento descenso los iba embarrando de grasa y esa operación la repetía en cada puntal de carga que poseyera el buque. Varias de nuestras naves tenían catorce y hasta veinte puntales. Te entretenías en el puente cuando los observaba balancearse con los bandazos del barco sin que él detuviera sus operaciones. Un premio extra recibía cuando se enrolaba en naves que disponían de “obenques” en los mástiles con plumas “machinas”, eran cables más gruesos que la muñeca del ser humano. El Pañolero era ascendido igualmente hasta la cruceta desde dónde descendía embarrando de blanco aquellos cables, no recuerdo el nombre de aquel producto.
Durante los tiempos que no se podía laborar en cubierta y sufriendo la nave los efectos del cabeceo o balanceo, aquellos contramaestres inventaban algo por hacer en el pañol de proa, casi siempre ayudar al Pañolero en las costuras de cabos o cables.
No cabe la menor duda de que ese silencioso personaje, casi siempre brillante por la acumulación de grasa en su ropa, fue indispensable en aquella época. Tuve la oportunidad de dar viajes donde el contrato firmado por quién pudiera saberlo, establecía que el buque debía aportar todo el material de estiba para proceder a la carga. Para ser más exacto, eso me sucedió en una visita al puerto de Rangún en la antigua Birmania. De haber tenido un buen pañolero a bordo, el Armador se hubiera ahorrado parte de la divisa gastada en Singapur por la adquisición de una numerosa cantidad de estrobos y eslingas. Los tiempos habían cambiado mucho y nadie se encontraba dispuesto a luchar por intereses que no reportaban beneficios. Liborio era quien debía pagar por ellos, aquellos campesinos que se dedicaban a cortar caña en la isla. Entre los deberes importantísimos de aquellos pañoleros, se encontraban las sondas diarias a las sentinas y de menor frecuencia a los tanques de lastre y agua potable. Al final de la existencia de esos personajes en nuestra flota, muchos de aquellos reportes eran de poca confiabilidad y un Primer Oficial responsable, se veía en la obligación de, al menos una vez por semana, bajar a tomar esas sondas junto al pañolero para comprobar si mentía en los reportes anteriores. Varios dolores de cabeza me produjeron en puertos de calados limitados cuando ofrecían sondas falsas sobre los lastres a bordo.
Durante los inicios de mi vida como marino, ocupé en dos ocasiones diferentes esa plaza. La primera vez ocurrió en la motonave “Habana” y luego a bordo del buque “Jiguaní”. Experiencias que me ayudaron mucho en posteriores ocupaciones como oficial de la flota, sobre todo, cuando finalmente llegué a Primer Oficial. Nunca delegué en nadie, por falta de total confianza, las responsabilidades que pertenecían a mi cargo. Cuando era necesario subir al tope de un mástil o grúa para inspeccionar reparaciones, podía hacerlo sin necesidad de aquellos “quita miedos” que se agregaron a las escalas. Había perdido el temor por la altura gracias a esos viajes donde me vi colgado de guindolas personales engrasando toda la jarcia.
Recuerdo perfectamente al primer Pañolero con el que debuté como marino y a los dos últimos que tuve como subordinados. Miguel Ramos Bringuez, llamado Miguelito por unos y “Pachiro” por los más allegados, era aquel guajirito que una vez llegó montado en un caballo para desfilar en la Plaza de la Cívica por los años sesenta. Después que pasó frente a la tribuna y Martí, Miguelito le dio una patada por el culo al caballo, se quitó el sombrero de Yarey y la vaina donde llevaba colgado un machete. Desde ese día renunció a su condición de Mambí o cortador de caña. Se encojonó por la vida miserable del campo cubano y decidió permanecer en la capital. Creo haya pertenecido a la primera generación de “palestinos” que arribó a La Habana. Dio tumbos por todos lados, los propios de una persona con bajo nivel de escolaridad en una ciudad que desconoces y no tienes en quién apoyarte. En uno de esos bandazos dados por la vida, aquel guajirito se vio de pronto sobre un piso de acero que no enfangaba las botas ni los bajos del pantalón. Nunca le pregunté cómo logró entrar en la marina, ¿qué no consigue un palestino cuando se lo propone? Para los que no entiendan, así les llaman en la capital de la isla a los naturales de las provincias orientales.
Pachiro fue una de las personas más nobles que conocí en mi historia de marino, tanto, que muchas veces pecaba de idiota ante los ojos de los demás. No por noble podía ser considerado “pendejo”, una vez, sus amigos, nos asombramos encontrarlo en el portalón del barco con un tubo en la mano y los ojos inflamados por ataques de rabia e impotencia. Aquella espontánea arma estaba destinada al lomo del Primer Oficial llamado José Meléndez, alias “el gallego Meléndez”. Nos costó trabajo convencerlo para que desistiera de sus peligrosos propósitos. Algo grande tuvo que haberle hecho aquel hijoputa para sacarlo de sus cabales, lo salvamos, fueron tiempos, muy cortos, donde las tripulaciones eran una pequeña familia. Gracias a Miguelito yo conocí a la madre de mis hijos, fue en una fiesta en casa de su novia. Verania vivía en el 115 ½ de la calle La Sola en Santos Suárez, era una chica muy bella a la que Miguelito superaba en edad. Ellos se casaron y yo no estuve en su boda. Yo me casé y ellos no estuvieron en la mía. Aquellas ceremonias ocurrieron durante el período de “ley seca’ u “ofensiva revolucionaria” comprendido entre los años 68 hasta el fracaso del la zafra de los 10 millones después del 70. Mi novia usó el vestido de bodas de Verania, algo muy normal en un pueblo donde la juventud tenía que intercambiar prendas personales. La ruina de aquel bonito matrimonio no se debió solamente a la superioridad en edad de Pachiro, tuvo que ver mucho la participación de su tío y padrastro de la muchacha. Un tiratiro palestino que también logró albergue en la marina mercante y ocupó la plaza de ayudante de máquinas en diferentes barcos, yo tuve la desgracia de navegar con él. A Brizuela le dedicaré unas inmerecidas páginas en otro momento. Pachiro y yo nos separamos para no coincidir nunca más en otras naves. Como los ratones que siempre envían a un explorador para ver qué ocurre, luego de pasar los momentos de posible peligro, trajo a toda su familia de Bayamo. Antes de salir de Cuba vivían en el pueblo de Bauta, creo que deba estar vivo aún y hasta donde se, todo el mundo me ha hablado muy bien de él. No quiero terminar estas líneas sin volver a mencionar aquel simpático accidente sufrido por Pachiro en La Coruña, creo que único. Fue conmigo a comprarse un par de zapatos y al abrir la caja en el buque, demasiado tarde porque habíamos zarpado, descubrió que ambos zapatos eran derechos. Por esos defectos tan admirables del capitalismo al que tanto me he adaptado, Pachiro logró cambiarlos el viaje siguiente en una sucursal de la tienda en Bilbao. En Cuba le hubieran propuesto una solución más simple, “¡Compañero, córtese el pie izquierdo! Verá como duplica la asignación estipulada por la libreta de racionamiento.
Antes de llegar a hablar mal de los últimos pañoleros asignados, no quisiera pasar por alto a Pedro. Era una persona muy fuerte, tez tostada por el sol y curtida por el salitre. Ojos azul verdosos que podían engañar y mentir, dar la apariencia de encontrarse ante un gringo, cuando en realidad estábamos en presencia de un guajiro más. No recuerdo su origen, solo que en aquellos años vivía en una humilde vivienda de Marianao. Si acaso se encuentra vivo, debe andar por los setenta o más, teniendo yo unos dieciocho o diecinueve años, me tocó compartir aventuras con él a bordo del buque “Jiguaní”. Era un tipo especial, de poco hablar y andar algo lento, su rapidez la tenía reservada a sus manos. Creo haya sido uno de los mejores pañoleros con los que me tocó navegar como timonel y luego tuve como subordinado. Hacía buena “pala” con Néstor, se entendían muy bien y nunca manifestaron contradicción alguna relacionada con el trabajo. Pedro no era el típico marino, gustaba del trago, sin embargo, no se le conocía otra debilidad común entre nosotros, las mujeres. No menciono el contrabando porque en aquella época todos vivíamos con una guillotina pendiente de nuestras cabezas, no lo hacíamos por miedo.
Cuando arribábamos a cualquier puerto cubano, los jóvenes escapábamos como jauría rabiosa en busca de ese orificio tibio que ha provocado tantas guerras y muertes pasionales. Pedro se quedaba en el buque junto al equipo de viejos retirados de aquellas aventuras, solo coincidíamos los días de guardia. Esa noche de tranquilidad espiritual y relajación o descanso a las actividades del “miembro”, la dedicábamos a pescar en cualquiera de nuestros puertos antes de que sus aguas fueran contaminadas y aniquiladas las especies. Él no tenía paciencia para estar sentado en el muelle o la popa del buque con un sedal en la mano. Pescaba como hacían y hacen muchas tribus de este continente y otras partes del planeta. Tenía preparadas varias lanzas con arpones bien afilados en las puntas y atadas por un fino jibilay. Su puntería era magistral, lo demostró en muchas ocasiones mientras pescábamos en Cienfuegos, Bahía de Nipe, Levisa, Matanzas. Cuando nos encontrábamos al garete en alta mar por reparaciones eventuales, logró pescar de esa manera uno que otro Dorado y algún tiburón pequeño se llevó sus buenas heridas.
Tenía muy bajo nivel educacional, era casi un ignorante sin tema importante de conversación que no fuera relatar algún pasaje del viaje anterior o el anterior al anterior, siempre se detenía en el pasado vivido y nunca se le oyó narrar alguna fábula o cuento de su propia creación, como hacían la mayoría de los marineros de su tiempo. Imagino que aquella falta de fluidez en sus palabras, lo convirtieran sin remedio en un individuo tímido ante las mujeres y lo condenaran a una fidelidad poco común entre nosotros, los hombres de mar. Mis encuentros con él fueron muy distantes en el tiempo, era lo común, guardo gratos recuerdos de este otro hombre de mar intachable, no sé si se encuentre vivo o muerto.
Antes de que ellos se perdieran definitivamente del paisaje marítimo cubano, tuve la desgracia de navegar y tener como subordinados a dos de los peores pañoleros de nuestra flota. Ambos tenían algo en común, eran cojos, creo que para nosotros los cubanos deba tener un significado especial. En la isla no hay cojos buenos, ni tamarindos dulces. Espero me sepan disculpar las excepciones a esta popular regla, nunca conocí a uno que escapara de ella, pero debe existir. Ya le dediqué un capítulo al cojo que navegó conmigo en el buque “Bahía de Cienfuegos”, malísimo como pañolero y persona. Cuando llegábamos a puertos del interior y embarcaban las esposas de los tripulantes que debían permanecer de guardia. Quienes conocían las debilidades de ambos, lo emborrachaban y le templaban la mujer. Era una mulata cuarentona en aquellas fechas con un cuerpo aún atractivo y destellos de un pasado bellísimo. Más puta que ella había que inventarla, no se encontraba una similar en nuestros inventarios. No quiero repetir esa historia merecida por aquel cabrón al que casi toda la marinería repudiaba por perro. Si este bicho era malo, puede ser considerado un ángel ante la existencia del cojo Regino. Casualmente le dediqué algunas líneas en otro de mis trabajos, fue subordinado mío a bordo del buque “Otto Parellada”. Más arrastrado, servil, chivato y perro, había que parirlo nuevamente, no se merecen una sola línea de más.
Pedro es el tercero de izquierda a derecha, en ambos extremos dos amigos suyos de Sao Tomé.
No quisiera cerrar esta página dedicada a un personaje tan importante de nuestras vidas con la mención de esos dos cabrones, prefiero extenderme un poco y mencionar al mejor de todos ellos, casualmente no era cubano.
Pedro era un mulato algo grueso natural de las islas de Cabo Verde, tenía su residencia en Luanda. Como muchos de los suyos, había emigrado a otras tierras en busca de un futuro mejor para su familia. Contraria a las costumbres impuestas desde siempre, Pedro tomó una brújula y apuntó hacia el sur. Angola era aún colonia de Portugal, un país descubierto por mí en Enero del 76 que, mostraba con orgullo ciudades mucho más jóvenes y modernas que cualquiera de las nuestras. La guerra se hizo presente en el 75, pero no fue hasta nuestra verdadera y casi permanente presencia, que ellos no conocieron el significado de nuestras desgracias. El proceso demoledor y destructivo de aquel país, tuvo sus inicios desde que pisamos tierra. No existe un solo ejemplo de bienestar y progreso por donde quiera que pasáramos los cubanos, todo lo que tocamos o miramos lo convertimos en mierda y eso le sucedió esa vez a la República de Angola.
Pedro era el pañolero del buque “N’Gola”, nave insignia a partir de la intervención de esa compañía por parte del gobierno angolano. ¡Claro! Cumpliendo orientaciones del cubano, el que realmente gobernaba la vida en aquel país. Condición que regiría a partir de 1977, me refiero a la nominación de ese buque como insignia de su naciente flota. Arribé a Luanda por segunda vez, cuando nació la compañía naviera “Angonave”. En esta oportunidad llegué con la obligación de una estadía más prolongada que cuando la guerra, yo era considerado un “trabajador internacionalista”.
Las relaciones con él fueron muy fáciles, era o es una persona muy comunicativa y solidaria, demasiado sociable, aunque con buen ojo clínico para no confiar o creer en todo el mundo. Del reducido grupo de cubanos existentes a bordo, solo dos logramos ganarnos su confianza, Lazarito el Sobrecargo y yo. Pedro era de los pocos tripulantes que sabía leer y escribir, pero tenía algo en su contra, el color de su piel. De aquella numerosa tripulación que se acercaba a los cincuenta marinos, solo una reducidísima parte de ella era mestiza, casi todos con orígenes en otros países africanos cercanos y que fueran colonia portuguesa. Como pañolero era excepcional, no había conocido a uno solo de los nuestros que, pudiera elevarse a la altura de los tacones de sus botas. Los superaba a todos en su trabajo que, se extendía mucho más allá de los deberes y obligaciones del simple pañolero que yo había conocido. Era sumamente útil y su presencia a bordo debió significar el ahorro de mucha plata a los antiguos armadores por concepto de reparaciones en cámara. Realizaba cualquier tipo de reparación o modificación en la acomodación del buque, disponía para ello de un excelente taller en el alcázar de la nave con todas las herramientas necesarias.
En la medida que el tiempo pasaba, nos hicimos grandes amigos, yo diría que hermanos, al extremo, que solo confiaba en él y no en la gente de mi tierra. No pudo ser ascendido a Contramaestre por la razón que ya expliqué, era mulato y el racismo negro no lo toleraba. Ellos asimilaban algo la presencia del blanco, sin embargo, interpretaban al mestizo como una degeneración de su raza. Lazarito fue expulsado a La Habana y mis relaciones con Pedro se hicieron mucho más fuertes. Fue así que en el tiempo restante de mi presencia que se extendió al año y medio, se dedicó a enseñarme todos los misterios, trucos y habilidades necesarias para realizar un contrabando. Ello incluyó mi presentación ante sus contactos en Rótterdam, Amberes y otros puertos. Siempre me recibieron con desconfianza, pero la intervención de Pedro y sus garantías sobre mi persona lograban borrar dudas.
El buque “N’Gola” estuvo en La Habana el verano de 1978 y lo llevé a mi casa junto al político de a bordo de apellido Webber. Comprobaron de primera mano el estado de miseria que compartía junto a la familia de mi suegra y nunca llegaron a comprender cómo siendo Segundo Oficial de la marina mercante, podía vivir en esas horribles condiciones. Solo a ellos les hablaba con claridad sobre el futuro que le esperaba a su país si emprendían el camino del socialismo. Creo que comprendieron muy bien mis lecciones.
Decidí desenrolarme en el puerto de Santiago de Cuba y dejé de verlo por muchos años. No fue hasta el año 1989 en un viaje realizado a bordo del buque “Bahía de Cienfuegos” a Luanda y en oportunidad de la retirada de las tropas cubanas de ese país, que volvimos a encontrarnos. Lo localicé gracias al Práctico angolano que dirigió la maniobra de entrada a ese puerto y vino corriendo al enterarse de mi presencia. No pude salir a la calle como él deseaba, me hallaba sumamente atareado en el cargamento de armas y proyectiles, el Capitán no se encontraba a bordo. El encuentro fue sellado con ese abrazo fuerte y sincero de dos hermanos, la despedida no estuvo ausente de lágrimas que mojaron nuestros hombros. No he tenido más contactos con él, no sé si aún esté vivo. Lo conservo muy fresco en mis recuerdos como uno de mis mejores amigos y el mejor de todos los pañoleros con los que compartí parte de mi vida como marinero.
Esteban Casañas Lostal.
Montreal..Canadá.
2011-12-12
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