domingo, 2 de noviembre de 2025

“AÑOS DUROS” CAPITULO NR.2 GUANABACOA

“AÑOS DUROS”

CAPITULO NR.2 GUANABACOA


Parroquia de Guanabacoa donde fui bautizado.

 

El camioncito subía agotado por el terraplén sin nombre que hoy se llama calle Lucero y frente al parabrisas, aparecía pintado ante mis ojos un cuadro paisajista imborrable por muchos años, el principio de aquel casi intransitable sendero con un fondo más moderno, el cine Chic de Mantilla. Rugía con rabia buscando la única vía que le daba acceso a Giralt. Dobló a la derecha en Santa Flora, otra de las pocas callecitas asfaltadas de ese barrio, quizás solo esa cuadra, pudo ser la siguiente también, solo que no lo recuerdo. Cuando dobló a la izquierda en Giralt en demanda de la Calzada de Managua, vi con tristeza la pequeña iglesia de madera donde nos reuníamos cada tarde con el seminarista o con su sacerdote. Tampoco comprendí mucho ese sentimiento repentino de tristeza, no debe ser muy normal sentirla cuando abandonas un escenario tan deprimente, doloroso. La iglesia quedaba a pocos metros de Santa Flora, años más tarde desaparecía devorada por un incendio. En la esquina con Santa Hortensia estaba otra casita que visité con frecuencia, la salita era la metáfora de lo que podía llamarse una escuelita. A ella asistí de Pascuas a San Juan por el módico precio de 0.25 centavos a la semana que, no siempre estuvieron disponible y provocaron continuas ausencias. La salita era pequeña y la señora que impartía las clases lograba -si acaso- reunir a unos 10 estudiantes, lo que significaba una ganancia semanal de $2.50 pesos, pero como les dije, esa cifra nunca logró reunirla en un barrio tan pobre, o sea, podía considerarse un milagro lograr ganar $10. 00 pesos al mes.

 

Una vez en la Calzada de Managua se detuvo varios minutos y contrario a lo que yo esperaba, el camioncito giró a la izquierda. Yo sabía que doblando a la derecha quedaba la casa de mi madrina Haydee próxima a la Casa de Socorros y más adelante La Habana, ciudad que visité muchas veces cuando Luisito estuvo ingresado en el hospital infantil. Por cierto, y espero que mis primos maternos no me lo discutan, al único primo materno que conocía era Enriquito, hijo de mi tía y mi padrino Chicho (Enrique Mitjans).

 

Pasamos frente al cine Chic y luego doblamos a la izquierda en la Carretera de Lucero. La conocía perfectamente porque nuestra madre en aquellos arranques depresivos o de hambre, nos llevó en un macabro paseo hasta “La Virgen del Camino” caminando. No sé si tuvo en mente solicitarle a la Virgen algunas monedas de su fuente para alimentarnos o no. Lo cierto fue que el regreso resultó muy agotador y llegamos a Mantilla muy entrada la noche. Por Lucero se detuvo una guagua y nos pidió que subiéramos, aquel generoso chofer le preguntó a mi madre si estaba loca. Durante aquella disparatada aventura nos acompañaba una hija de Chepa, no recuerdo si Isabel o Yolandita.

 

Lechería “Lucero”, “Ali” Bar y Campo Armada. Luego de cruzar suavemente la línea del tren que atraviesa a la calle Dolores después de pasado Campo Armada, aquel destartalado camioncito dobló a la izquierda en lo que era el hermoso Bar-Restaurante Cuatro Ruedas. Nunca imaginé que una década más tarde, yo entraría diariamente como aprendiz de carrocería en lo que sería después del 59 en el Taller Nro.1 “Camilo Cienfuegos” de la Empresa de Transporte por Carretera, contaría yo con unos 13 años de edad y exigían 16 años para matricular como aprendiz con un pago mensual de $30.00 pesos. Pude entrar mintiendo, gracias a que entonces no existía un carnet de identidad nacional. Esa callecita es de una longitud aproximada a las dos cuadras y muere en la Carretera Central, el camioncito dobló a la izquierda en demanda de la misma Virgen del Camino que habíamos conocido por medio de nuestra madre. Luego el hombre dobló a la derecha y nos transportó con nuestra carga de tristeza, hambre y miserias hacia un mundo totalmente desconocido.

 

Devoraba cada tramo de nuestro recorrido al que finalmente pude identificar varios años más tarde. Ya el sol había vencido la meridiana y el clima era bastante caliente, una vez el camioncito estacionado frente a la puerta de una casita, se apareció un señor algo obeso y le entregó las llaves del candado de la puerta a mi madre. No cruzaron palabras innecesarias, él la llamó por su nombre y fue suficiente un “sí” para identificarla. No era mucho lo que debíamos descargar y en esa operación participamos Ernesto y yo. No podíamos ocultar nuestra alegría, la casita era nueva y al abrir la puerta trasera descubrimos un patio bastante amplio. A unos 10 metros de distancia de la casita, se encontraba una caseta que al abrirla descubrimos era nuestra letrina. Una vez solos, nuestra madre se dispuso a prepararnos algo para aliviar nuestras tripas, lo hizo usando el legendario y anciano reverbero, fiel compañero de toda nuestra infancia. La noche nos sorprendió ayudando a nuestra madre en la organización de los pocos tarecos disponibles, sabrá Dios a qué hora caímos rendidos de cansancio.

 

El amanecer nos sorprendió con el cantío de los gallos, así sucedía en todos los barrios periféricos de La Habana como pude comprobar años más tarde. Así sucedió también en Hialeah, como pude sentirlo cinco décadas más tarde, es parte de lo poco que extraño de ese clima. Es muy difícil, por no decir imposible, ver a un gallo levantarse temprano en esta ciudad de Canadá para despertarnos y si es en invierno, ya saben. Nuestra madre siempre fue algo entretenida, ya de adolescente me enteré con alguna tía que ella había sufrido el “tifus” cuando joven o niña. Aquella enfermedad se llevó a dos hermanos suyos que eran gemelos y ella sobrevivió milagrosamente, solo que no quedó muy bien que digamos. Pues en medio de esa distracción crónica, ella nos dio permiso para que realizáramos una breve exploración por las cercanías. Algo que nos encantó fue la presencia de un arroyuelo, un río para nosotros que estábamos acostumbrados a la zanja que pasaba por detrás de la casa de Caridad en Mantilla, hablo de la hermana de mi abuela paterna y abuela de todos mis primos en ese barrio. Por ser nuevos en aquellos contornos no nos alejamos mucho hasta tener dominio del terreno y el ambiente allí reinante. Sabíamos que teníamos algunos sitios de aquel río donde pescar guajacones, cazar cocuyos en la noche y soltar a navegar algunos de los barquitos construidos por nuestra madre, quien nos brindaba un medio de entretenimiento gratuito.

 

Mientras pasaban los días ganábamos en confianza y nos sentíamos más seguros, comenzamos a conocer a los chamas del barrio y ellos se encargarían de orientarnos. Ya teníamos donde conseguir mangos sin pagar por ellos, recuerdo algunos árboles que pertenecían a una finca localizada al lado de una línea de tren que pasaba por una parte de Guanabacoa llamada “El Roble”. Nosotros vivimos exactamente en una parte conocida como Reparto “Mambí”, hermano gemelo de aquella parte humilde de Mantilla. Pues en uno de aquellos viajes buscando mangos nos encontramos con una hija o nuera de Rosa la jamaicana quien, conociendo la rica historia de nuestras calamidades, enseguida nos regaló pan y otras golosinas. No quiso aceptar algunos mangos que le ofrecíamos como reciprocidad por su noble gesto y nos pidió que cada vez que estuviéramos cerca nos llegáramos a su casa por otras cositas, no tuvo que insistir. Recuerdo que su casita quedaba próxima al antiguo paradero de la ruta cinco, situado entonces muy cerca de una fábrica de cintas que existía en la misma calle. Vale destacar que las casitas de “El Roble” eran nuevas en su mayoria y que en el barrio “Mambí” no se respiraba la pobreza extrema de “El Moro” en Mantilla. Cercana al paradero existió una escuelita pública a la que asistí con el uniforme exigido, claro, el shorcito estaba teñido con una pastilla de añil, no había para más.

 

Muy pronto comenzamos a conocer a miembros de nuestra familia materna, muy cerca de nosotros vivía mi tía Bertha y su esposo Fausto. Radicaban exactamente al lado de la casa de una señora llamada Violeta, quien tenía un hijo con su esposo, no recuerdo su nombre, pero sí qué años después, su esposo moriría cuando la explosión del buque “La Coubre”. El hombre era estibador en esa parte del puerto habanero. La casa de Violeta lindaba con una bodega que hacía esquina entre las calles Santa María y Lebredo. Aquella prole creada por mis tíos fueron unos primos excelentes, el primogénito se llama Fausto igual que el padre, le seguían Octavito, Zaida, Jorge y Edda. De ellos han fallecido Octavito en Cuba y Jorge en Chile, bueno, nuestro abuelo materno se encargó de ponerles un apodo a cada uno de sus nietos. Recuerdo que a Faustico le puso “El Curita”, Octavito fue bautizado como “Mi retrato”, no recuerdo bien si a Zaida le llamo “La Monga” y a Jorge “El Bombero” porque se orinaba mucho en la cama y eso no me lo dijo mi abuelo. Fueron muchas las veces que me orinó mientras dormíamos en la misma cama poco tiempo más tarde, cuando mi tía me sacaba de pase en la Beneficencia, no recuerdo el apodo de Edda, el mío fue “Monosabio”. Jorgito y yo por poco nacemos en la misma fecha, él vio la luz el 2 de septiembre de 1949 y yo cuatro días más tarde. Me dolió muchísimo cuando dejó de tratarme por problemas políticos, he escrito mucho desde que aprendí a mover los teclados de una computadora con dos dedos y gran parte de mi tiempo lo he dedicado a publicar todas mis experiencias bajo ese régimen. Desafortunadamente él pensaba y admiraba el lado opuesto con vehemencia, con irracionalidad. Estaba viviendo en Chile y desde allá se mostró más agresivo e intransigente. De muy poco valió haber compartido juntos parte de muestra infancia, mandó políticamente todo a la mierda y se sumó a la misma posición o acción absurda de muchos amigos y conocidos que me traicionaron cuando deserté.


 Mi tía Bertha.


Nunca le manifesté a él o a cualquiera de sus hermanos algo que he guardado con celo durante tantos años, hoy pienso que vale la pena. Nunca les he solicitado amistad o conexión en cualquiera de las redes sociales a las que tienen acceso por una sola razón, siempre he tratado de proteger a los que viven dentro de la isla, pero eso no quiere decir que los haya olvidado o dejado de querer. Hace unos días recibí una foto en la que aparecen Faustico y Zaida, créanme que me dio mucho sentimiento ver las condiciones en las que se encuentran actualmente.

 

Quiero que sepan que antes de abandonar la isla y estando el buque en el puerto pesquero, yo decidí llegarme una mañana hasta el puente del ahorcado donde vivía su mamá, mi tía Bertha. Créanme, me partió el alma encontrarla viviendo en un nivel de miseria que ella nunca había experimentado. Regresé hasta un lejano pasado, ese que hoy trato de rescatar en estas líneas y me encuentro en una casa humilde de Guanabacoa que contaba en esos años con televisor, refrigerador, cocina de gas y un auto del año 48 0 49, o sea, contaba con menos de 10 años de uso y servía para trasladar a toda la familia semanalmente a diferentes excursiones. Aquellos viajes para pescar en Arroyo Bermejo fueron los que más disfruté, ni se lo imaginan. Tres de sus hijos estudiaban en los Escolapios de Guanabacoa y cuando no había excursiones programadas, nos íbamos en las guaguas de los Escolapios a “La finca de los curas”, un área de esparcimiento que poseían en el terreno existente entre La Villa Panamericana y el Estadio Panamericano situados en La Habana del Este. Yo viajaba con ellos pagando el módico precio de 20 centavos que me daba mi tía y allí pasábamos medio día de aventuras. No quisiera mencionarles cómo se comía en esa casa, ni como vestían sus cinco hijos. Es cierto que trabajaban muy duro, durísimo, pero veían en su hogar el fruto de sus trabajos. ¿Desde dónde les llegó esas enfermizas ideas revolucionarias? ¡Vayan a saber! Porque no podrán negar que las adoptaron con exceso de fervor y allí me encontraba yo, visitando a mi tía para despedirme de ella, solo que no podía decírselo por una sola razón, no confiaba en ella. La alegría y tristeza fue mutua en aquel encuentro, estuvimos conversando más de una hora y yo solo esperaba una respuesta a ese inmerecido estado de pobreza, la que no vivió antes de la llegada de Castro al poder.

 

-Mi tía, solo vine a despedirme de ti, mañana salgo de viaje para Canada. Le dije y creo que ella leyó mis pensamientos, yo nunca la había visitado para despedirme en veinticuatro años navegados.

 

-Mi sobrino, te deseo lo mejor del mundo, cuídate mucho y si logras salir este viaje, trata de no regresar. Este país es una mierda y no hay futuro para nadie. Escuchar decir aquellas palabras de alguien que confiado se haya entregado en cuerpo y alma por una causa que consideró justa, me partió el alma. Cuando logramos separarnos pasé por el primer apartamento de aquella cuartería donde vivía su hija Edda, ella me presentó a su hijito y continué mi viaje hacia la nada. Jorge murió en Chile lejos de su familia y su hermano Octavito en Cuba, después murieron hermanos, tíos, madre y otros primos con los cuales perdí todo lazo familiar por las mismas razones. No pude ir a despedir a ninguno de ellos y las causas deben imaginarlas.

 

Siempre tuve una opinión equivocada de mi abuelo materno, quizás se debió a las pocas muestras de cariño con las que premiara a cualquiera de sus nietos. Sin embargo, ahora que me encuentro quizás con más edad de la que él poseía en aquellos tiempos, comprendo que fui injusto y estaba totalmente equivocado. ¿Quién pagó el alquiler del camioncito y la casita donde vivimos? ¿Quién nos sacó de aquel infierno donde nos abandonara nuestro padre? Claro que cuando lo comparabas con aquel ángel bondadoso y tierno que fue nuestra abuela, la primera reacción sería la de condenarlo.


Mi tía y madrina Haydee, mi tío Macho al Fondo, mi tía Lidia con chaqueta color beige y Roberto, el esposo de mi madrina.


Después de los hijos de Bertha y Fausto conocimos a dos primas hijas de mi tía Lidia, ambas concebidas con padres diferentes. Yo conocí al padre de la mayor, Teresita. Creo haber sido un privilegiado, no todos sus primos tuvieron esa oportunidad. Lilita era la menor de ellas y vivía junto a su progenitor, Miguel, un hombre amante de la composición musical, solo que su mejor bolero fue la pobreza en que vivían en es parte tristemente pobre de Guanabacoa conocida como “La Jata”. Nos llevamos muy bien desde que nos conocimos, pero ese cariño crecería unos años más tarde, aun éramos muy pequeños para compartir aventuras con ellos.

 

 

Los últimos en conocer vivían en el poblado de Regla, me refiero a los hijos de mi tía Martha, uno de ellos, el mayor, concebido con otro hombre al que no conocimos, creo que Pedrito tampoco conoció a su padre. Le seguían Marcelito, Ileana y Mercedita. Éramos más o menos contemporáneos y las temporadas vividas con ellos fueron espectaculares. El padre de esos tres primos se llamó Marcelo, gran hombre, padre y trabajador. Eran humilde, vivían en una vieja casa de madera en La Loma de Regla, la que se encuentra frente al antiguo matadero. Pobreza de una generosidad impecable a quienes les debo mucho de la felicidad que correspondió a una infancia prácticamente destrozada y sin techo, apartado de mis hermanos. Marcelo trabajada en un Van dedicado a la distribución de las galletas “Gilda”, muy conocidas en La Habana y que luego de tantos años de ausencia encontrara nuevamente en Miami. Además de ese trabajo fijo, Marcelo poseía un puesto de fritas en el Emboque de Regla, justo en la acera del frente, al costado de la lomita de la iglesia. Allí existían más de cinco puestos como el de él que competían en franca armonía. Vivían porque nunca carecían de clientes, cada lancha descargaba grupos de viajeros, muchas veces agotados y hambrientos que carecían de fuerzas para continuar sus viajes con el estómago vacío. Yo disfrutaba muchísimo mis vacaciones en casa de tía Martha, por el día los varones nos encargábamos de atender el negocio y de paso comíamos cualquiera de sus ofertas, que resultaban muy variadas, tanto, que muchos puestos de fritas tenían a veces un menú más amplio y variado que muchos restaurantes post 59. En la noche el servicio continuaba a manos de Marcelo, quien se encargaba de cerrarlo. Nunca escuché a propietario alguno quejarse de robo, la gente era pobre, no de la pobreza y hambruna actual, pero sí más honesta. Mi tía también era una luchadora espectacular y siempre estaba inventando algo, la recuerdo armando ramitas de Paraíso que cortaba del árbol existente en su patio. Luego nos enviaba a cada uno con una cajita o jabita para vender aquellas ramitas a dos centavos durante el Cabildo de Regla que finalizaba con un despojo frente al cementerio. El único trabajo que no nos gustaba realizar, era el de lavar los panteones de sus hermanos gemelos en el cementerio. Era una verdadera delicia los días que yo pasaba entre ellos, no recuerdo como estaban distribuidas las camas ni con quien yo dormía. Las comidas eran espectaculares, ambos cocinaban muy rico y servían en grandes cantidades.


Mis tíos Martha y Marcelo.

La felicidad dura muy poco en la casa del pobre, así nos pasó con aquella casita que aun despedía el aroma de las maderas usadas en su construcción. Mi mamá no podía pagar su alquiler, nuestra comida y a una mujer para que nos cuidara mientras ella trabajaba. No vivimos mucho tiempo en aquel humilde palacio, creo que fue el mismo tiempo necesario para una cosecha de los tomaticos de cocina. Nuestros vecinos más cercanos era un matrimonio de personas bien mayores que poseían huertos en su patio y aquel señor me enseñó a cultivar y preparar mi pequeño huertico. El me dio las semillas o hijitos de plantas que yo cuidaba con mucho esmero, contaba con tomates, ajíes, lechugas y dos o tres plantas de maíz. Solo me viene a la memoria el recuerdo de haber disfrutado el sabor de aquellos tomaticos una sola vez, no haber regresado a la escuela que se encontraba cerca del paradero de la ruta 5 y tampoco haber cargado con los pocos tarecos que eran de nuestra propiedad. Solo recuerdo que, a partir de una noche, amanecimos los siguientes días, que tampoco fueron muchos, dentro de una casa bastante grande que mi abuelo había alquilado en la calle Lebredo. Me llega muy lejana su imagen en una esquina a dos o tres cuadras de la calle Santa Maria, poseía un patio inmenso protegido por una cerca de ladrillos superior a los dos metros y rematada con trozos de vidrio en su borde superior. Al lado derecho de su puerta de entrada poseía un pequeño árbol de Ceiba.

 

Vivimos muy poco tiempo con mis abuelos, mi tío Octavio (Macho), mi mamá, Ernesto y yo. La única nota agradable de aquella casona fueron las doce campanadas escuchadas por la radio a las doce de una noche esperando el año que se nos venía encima y que ahora no recuerdo, apuradas uvas que por poco me atragantan. Antes de la Navidad mi hermano Ernesto y yo acompañamos a nuestra madre hasta la estación de policía que existía en las calles Santo Domingo y Lebredo. Luego de varias vueltas a las manzanas cercanas y deslastrar un poco el miedo que transpiraba por cada poro, ella nos tomó fuerte de las manos y con paso temerario se aproximó al hombre que estaba de posta y le preguntó si era cierto que estaban entregando Canasta de Navidad a los pobres. Recuerdo también que Macho había sacrificado un chivito de un batazo en la cabeza, no me pregunten por juguetes que nunca llegaron o dejaron en la puerta equivocada. Si grande era aquella casa antigua, así era también el infierno en que se convirtió con el ácido carácter de mi abuelo.

 

Poco tiempo más tarde, serían algunas semanas, me veía viajando en una guagua por la carretera vieja de Guanabacoa hacia el sitio del que guardo mis peores recuerdos de la infancia, “La Creche de Chaple”. Deben existir, solo que no los he conocido personalmente, sitios mas horrendos e infernales a los que pueda ser condenado un niño, yo estuve en uno de ellos con ese nombre. Chaple era un policía de Batista, obeso como la mayoria de los que aparecen en viejas fotos o revistas de aquellos tiempos que, dudo hayan sobrevivido a la escases de papel sanitario tan crónico en la isla durante estos mas de sesenta años de dictadura. No puedo describirlo, no sé si fue bueno o malo, no recuerdo su rostro, solo su rancia obesidad. Si puedo hablar mucho tiempo de su mujer, tan gorda como él, la representación femenina del mismo demonio en la tierra. Nunca he conocido a una mujer tan malvada, degenerada y abusadora con los niños, no creo que aquel ser tan inhumano haya sido concebida por otra mujer.

 

La Creche carecía de todo lo indispensable para hacer pasar a cualquier infante de momentos felices propios para su edad. La mayoria de los niños allí mantenidos en calidad de rehenes poseían una edad promedio entre los cuatro a seis años. Solo una muchachita de aproximadamente once o doce años, se encontraba en esa especie de prisión desempeñando el trabajo de cocinera. No era una labor muy complicada que exigiera demasiados conocimientos culinarios, el menú no era muy variado, mas bien era pobre. El desayuno era un jarrito de leche blanca con un pedazo de pan viejo y para los almuerzos o comidas el plato dominante sería la harina de maíz, acompañado de  boniato, frijoles y escasamente alguna proteína una vez a la semana, comíamos con el plato en la mano o sobre el suelo del dormitorio sentados en el piso. Dormíamos sobre unos catres podridos por el orine con su insoportable mal olor y para colmo, sus telas se encontraban en muchos de ellos rajados. Aquel dormitorio contaba solamente con un bombillo incandescente, sus ventanas rotas por donde penetraba el viento, la lluvia y los mosquitos. Nuestras necesidades debíamos hacerlas en lo que simulaba ser un bañito dentro del mismo dormitorio. Un lugar oscuro y sucio que bien pudo ser un taller y mantuvo sus paredes con el color original de viejos tiempos, allí coincidían a la vez hembras y varones apurados por evacuar.

 

La sola presencia de aquel animal salvaje vestida de mujer nos hacía temblar de miedo, ¿Qué niño o niña de cuatro o seis años tendría el valor de protestar ante aquella fiera capaz de golpearte con una fina vara a criaturas indefensas? Nadie se atrevía, vivíamos con un miedo permanente que no se apartaba de nosotros ni en presencia de nuestras madres o padres. Los días que teníamos visitas, aquel monstruo trataba de mantenerse bien cerca de nosotros muy atenta a las preguntas que nos hacia nuestras madres, las que ella se encargaba de responder con premura, siempre mintiendo o fingiendo sentimientos de cariño hacia nosotros falsos. Igual comportamiento mantenía en presencia de inspectores, ese día nos pasaban a un salón de su casa y nos sentaban en una mesa larga donde muy bien cabían unos doce comensales. Ella colocaba una pizarrita sobre un trípode especial para soportarla y fingía darnos clases. Nosotros debíamos fingir estar atendiendo a las falsas clases y mantenernos con unas libretas abiertas que ya tenían anotaciones con letras propias de principiantes, era toda una macabra tramposa.

 

De aquella jaula insalubre y asquerosa nos sacaban a tomar sol igual que hacen con los presos en horas de la mañana. Increíblemente podíamos andar sin vigilancia en la callecita de tierra donde tenían su casa, recuerdo que yo siempre caminaba al lado de una niña muy linda que me enseñó a pelar y comer las semillas de calabaza que encontrábamos en esos cortos recorridos. Nunca pude contarle a mi madre nada de nuestros sufrimientos en aquella especie de purgatorio, donde cumplíamos penas unos veinte niños inocentes de ambos sexos.

 

Aquel día llegó, mi madre me trajo una muda de ropa limpia que no me pertenecía, muy bien pudo ser de algunos de mis primos o de los niños de las casas donde ella trabajaba como sirvienta. Me vistió sin que cruzáramos palabras y se despidió de ella. Mi madre nunca fue muy buena explicando algo y te obligaba a completar frase o adivinar lo que decía entre varios significados diferentes. Ese día me dijo que iba para otra escuela mejor y me alegré en el alma. Me dijo; “Tu lugar en “La Creche de Chaple” va a ser ocupada por tu hermano Ernesto y tú vas a ocupar el lugar de tu hermano Luís en la escuela donde te quedaras hoy”. Sentí una pena muy grande al escuchar cada una de sus palabras y adopté una posición egoísta y miserable. No le mencioné nada de los sufrimientos por los que pasé y sometería a mi hermano, sentí mucho miedo en que me regresara nuevamente para aquel infierno.

 

A los pocos días de entrar en la Casa de Beneficencia y Maternidad de La Habana solicitaron la presencia de mi madre, me encontró ojeroso y con señales de haber llorado mucho. Ella le suplicó a la monjita que me atendía le diera diez minutos para hablar conmigo a solas y el permiso fue concedido.

 

-Ya te expliqué que estas aquí para sustituir a Luís, tu hermanito se quedó sordo con todos los medicamentos que le pusieron para salvarlo cuando estuvo enfermito. Como no tengo casa donde tenerlos he suplicado y llorado lo que no imaginas para que aceptaran el cambio. ¿Es que te maltratan? ¿No te gusta la escuela? ¿Comes mal?... Fue entonces cuando rompí a llorar desconsoladamente y al escuchar mi llanto se acercó la monjita que me cuidaba.

 

-¿Le ha sucedido algo al niño? Le preguntó a mi madre y ella le respondió en silencio muy sorprendida.

 

-Mima, saca rápido a Ernesto de aquella Creche, lo deben estar maltratando mucho y se pasa mucha hambre.

 

-¿Por qué no me lo dijiste el día que te traje?

 

-Porque tenía miedo de que me regresaras nuevamente para ese infierno. Yo me siento muy bien en esta escuela y las monjitas nos tratan con mucho cariño.

 

-Hija, solo ha sido el cargo de conciencia por su silencio el que ha provocado esta situación. Ya descargó todo el dolor que lo abrumaba y se calmará. ¡Vete tranquila a rescatar a su hermanito!

 

 

Continuará……….




 

Esteban Casañas Lostal.

Montreal..Canadá.

2025-11-01

 

 

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