“AÑOS
DUROS”
CAPITULO
NR.2 GUANABACOA
El camioncito subía agotado por el terraplén sin
nombre que hoy se llama calle Lucero y frente al parabrisas, aparecía pintado
ante mis ojos un cuadro paisajista imborrable por muchos años, el principio de
aquel casi intransitable sendero con un fondo más moderno, el cine Chic de
Mantilla. Rugía con rabia buscando la única vía que le daba acceso a Giralt. Dobló
a la derecha en Santa Flora, otra de las pocas callecitas asfaltadas de ese
barrio, quizás solo esa cuadra, pudo ser la siguiente también, solo que no lo
recuerdo. Cuando dobló a la izquierda en Giralt en demanda de la Calzada de
Managua, vi con tristeza la pequeña iglesia de madera donde nos reuníamos cada
tarde con el seminarista o con su sacerdote. Tampoco comprendí mucho ese
sentimiento repentino de tristeza, no debe ser muy normal sentirla cuando
abandonas un escenario tan deprimente, doloroso. La iglesia quedaba a pocos
metros de Santa Flora, años más tarde desaparecía devorada por un incendio. En
la esquina con Santa Hortensia estaba otra casita que visité con frecuencia, la
salita era la metáfora de lo que podía llamarse una escuelita. A ella asistí de
Pascuas a San Juan por el módico precio de 0.25 centavos a la semana que, no
siempre estuvieron disponible y provocaron continuas ausencias. La salita era
pequeña y la señora que impartía las clases lograba -si acaso- reunir a unos 10
estudiantes, lo que significaba una ganancia semanal de $2.50 pesos, pero como
les dije, esa cifra nunca logró reunirla en un barrio tan pobre, o sea, podía
considerarse un milagro lograr ganar $10. 00 pesos al mes.
Una vez en la Calzada de Managua se detuvo varios
minutos y contrario a lo que yo esperaba, el camioncito giró a la izquierda. Yo
sabía que doblando a la derecha quedaba la casa de mi madrina Haydee próxima a
la Casa de Socorros y más adelante La Habana, ciudad que visité muchas veces
cuando Luisito estuvo ingresado en el hospital infantil. Por cierto, y espero
que mis primos maternos no me lo discutan, al único primo materno que conocía
era Enriquito, hijo de mi tía y mi padrino Chicho (Enrique Mitjans).
Pasamos frente al cine Chic y luego doblamos a la
izquierda en la Carretera de Lucero. La conocía perfectamente porque nuestra
madre en aquellos arranques depresivos o de hambre, nos llevó en un macabro
paseo hasta “La Virgen del Camino” caminando. No sé si tuvo en mente
solicitarle a la Virgen algunas monedas de su fuente para alimentarnos o no. Lo
cierto fue que el regreso resultó muy agotador y llegamos a Mantilla muy
entrada la noche. Por Lucero se detuvo una guagua y nos pidió que subiéramos,
aquel generoso chofer le preguntó a mi madre si estaba loca. Durante aquella
disparatada aventura nos acompañaba una hija de Chepa, no recuerdo si Isabel o
Yolandita.
Lechería “Lucero”, “Ali” Bar y Campo Armada. Luego de
cruzar suavemente la línea del tren que atraviesa a la calle Dolores después de
pasado Campo Armada, aquel destartalado camioncito dobló a la izquierda en lo
que era el hermoso Bar-Restaurante Cuatro Ruedas. Nunca imaginé que una década más
tarde, yo entraría diariamente como aprendiz de carrocería en lo que sería
después del 59 en el Taller Nro.1 “Camilo Cienfuegos” de la Empresa de
Transporte por Carretera, contaría yo con unos 13 años de edad y exigían 16
años para matricular como aprendiz con un pago mensual de $30.00 pesos. Pude
entrar mintiendo, gracias a que entonces no existía un carnet de identidad
nacional. Esa callecita es de una longitud aproximada a las dos cuadras y muere
en la Carretera Central, el camioncito dobló a la izquierda en demanda de la
misma Virgen del Camino que habíamos conocido por medio de nuestra madre. Luego
el hombre dobló a la derecha y nos transportó con nuestra carga de tristeza,
hambre y miserias hacia un mundo totalmente desconocido.
Devoraba cada tramo de nuestro recorrido al que
finalmente pude identificar varios años más tarde. Ya el sol había vencido la
meridiana y el clima era bastante caliente, una vez el camioncito estacionado
frente a la puerta de una casita, se apareció un señor algo obeso y le entregó
las llaves del candado de la puerta a mi madre. No cruzaron palabras
innecesarias, él la llamó por su nombre y fue suficiente un “sí” para
identificarla. No era mucho lo que debíamos descargar y en esa operación
participamos Ernesto y yo. No podíamos ocultar nuestra alegría, la casita era
nueva y al abrir la puerta trasera descubrimos un patio bastante amplio. A unos
10 metros de distancia de la casita, se encontraba una caseta que al abrirla
descubrimos era nuestra letrina. Una vez solos, nuestra madre se dispuso a
prepararnos algo para aliviar nuestras tripas, lo hizo usando el legendario y
anciano reverbero, fiel compañero de toda nuestra infancia. La noche nos
sorprendió ayudando a nuestra madre en la organización de los pocos tarecos
disponibles, sabrá Dios a qué hora caímos rendidos de cansancio.
El amanecer nos sorprendió con el cantío de los
gallos, así sucedía en todos los barrios periféricos de La Habana como pude
comprobar años más tarde. Así sucedió también en Hialeah, como pude sentirlo
cinco décadas más tarde, es parte de lo poco que extraño de ese clima. Es muy
difícil, por no decir imposible, ver a un gallo levantarse temprano en esta
ciudad de Canadá para despertarnos y si es en invierno, ya saben. Nuestra madre
siempre fue algo entretenida, ya de adolescente me enteré con alguna tía que
ella había sufrido el “tifus” cuando joven o niña. Aquella enfermedad se llevó
a dos hermanos suyos que eran gemelos y ella sobrevivió milagrosamente, solo
que no quedó muy bien que digamos. Pues en medio de esa distracción crónica,
ella nos dio permiso para que realizáramos una breve exploración por las cercanías.
Algo que nos encantó fue la presencia de un
arroyuelo, un río para nosotros que estábamos acostumbrados a la zanja que
pasaba por detrás de la casa de Caridad en Mantilla, hablo de la hermana de mi
abuela paterna y abuela de todos mis primos en ese barrio. Por ser nuevos en aquellos
contornos no nos alejamos mucho hasta tener dominio del terreno y el ambiente
allí reinante. Sabíamos que teníamos algunos sitios de aquel río donde pescar
guajacones, cazar cocuyos en la noche y soltar a navegar algunos de los barquitos
construidos por nuestra madre, quien nos brindaba un medio de entretenimiento
gratuito.
Mientras pasaban los días ganábamos en confianza y
nos sentíamos más seguros, comenzamos a conocer a los chamas del barrio y ellos
se encargarían de orientarnos. Ya teníamos donde conseguir mangos sin pagar por
ellos, recuerdo algunos árboles que pertenecían a una finca localizada al lado
de una línea de tren que pasaba por una parte de Guanabacoa llamada “El Roble”.
Nosotros vivimos exactamente en una parte conocida como Reparto “Mambí”,
hermano gemelo de aquella parte humilde de Mantilla. Pues en uno de aquellos
viajes buscando mangos nos encontramos con una hija o nuera de Rosa la
jamaicana quien, conociendo la rica historia de nuestras calamidades, enseguida
nos regaló pan y otras golosinas. No quiso aceptar algunos mangos que le ofrecíamos
como reciprocidad por su noble gesto y nos pidió que cada vez que estuviéramos
cerca nos llegáramos a su casa por otras cositas, no tuvo que insistir. Recuerdo
que su casita quedaba próxima al antiguo paradero de la ruta cinco, situado entonces
muy cerca de una fábrica de cintas que existía en la misma calle. Vale destacar
que las casitas de “El Roble” eran nuevas en su mayoria y que en el barrio “Mambí”
no se respiraba la pobreza extrema de “El Moro” en Mantilla. Cercana al
paradero existió una escuelita pública a la que asistí con el uniforme exigido,
claro, el shorcito estaba teñido con una pastilla de añil, no había para más.
Muy pronto comenzamos a conocer a miembros de nuestra
familia materna, muy cerca de nosotros vivía mi tía Bertha y su esposo Fausto.
Radicaban exactamente al lado de la casa de una señora llamada Violeta, quien
tenía un hijo con su esposo, no recuerdo su nombre, pero sí qué años después,
su esposo moriría cuando la explosión del buque “La Coubre”. El hombre era
estibador en esa parte del puerto habanero. La casa de Violeta lindaba con una
bodega que hacía esquina entre las calles Santa María y Lebredo. Aquella prole
creada por mis tíos fueron unos primos excelentes, el primogénito se llama Fausto
igual que el padre, le seguían Octavito, Zaida, Jorge y Edda. De ellos han
fallecido Octavito en Cuba y Jorge en Chile, bueno, nuestro abuelo materno se encargó
de ponerles un apodo a cada uno de sus nietos. Recuerdo que a Faustico le puso
“El Curita”, Octavito fue bautizado como “Mi retrato”, no recuerdo bien si a
Zaida le llamo “La Monga” y a Jorge “El Bombero” porque se orinaba mucho en la
cama y eso no me lo dijo mi abuelo. Fueron muchas las veces que me orinó
mientras dormíamos en la misma cama poco tiempo más tarde, cuando mi tía me
sacaba de pase en la Beneficencia, no recuerdo el apodo de Edda, el mío fue
“Monosabio”. Jorgito y yo por poco nacemos en la misma fecha, él vio la luz el
2 de septiembre de 1949 y yo cuatro días más tarde. Me dolió muchísimo cuando
dejó de tratarme por problemas políticos, he escrito mucho desde que aprendí a
mover los teclados de una computadora con dos dedos y gran parte de mi tiempo
lo he dedicado a publicar todas mis experiencias bajo ese régimen.
Desafortunadamente él pensaba y admiraba el lado opuesto con vehemencia, con
irracionalidad. Estaba viviendo en Chile y desde allá se mostró más agresivo e
intransigente. De muy poco valió haber compartido juntos parte de muestra
infancia, mandó políticamente todo a la mierda y se sumó a la misma posición o
acción absurda de muchos amigos y conocidos que me traicionaron cuando deserté.
Nunca le manifesté a él o a cualquiera de sus
hermanos algo que he guardado con celo durante tantos años, hoy pienso que vale
la pena. Nunca les he solicitado amistad o conexión en cualquiera de las redes
sociales a las que tienen acceso por una sola razón, siempre he tratado de
proteger a los que viven dentro de la isla, pero eso no quiere decir que los
haya olvidado o dejado de querer. Hace unos días recibí una foto en la que
aparecen Faustico y Zaida, créanme que me dio mucho sentimiento ver las
condiciones en las que se encuentran actualmente.
Quiero que sepan que antes de abandonar la isla y
estando el buque en el puerto pesquero, yo decidí llegarme una mañana hasta el
puente del ahorcado donde vivía su mamá, mi tía Bertha. Créanme, me partió el
alma encontrarla viviendo en un nivel de miseria que ella nunca había
experimentado. Regresé hasta un lejano pasado, ese que hoy trato de rescatar en
estas líneas y me encuentro en una casa humilde de Guanabacoa que contaba en
esos años con televisor, refrigerador, cocina de gas y un auto del año 48 0 49,
o sea, contaba con menos de 10 años de uso y servía para trasladar a toda la
familia semanalmente a diferentes excursiones. Aquellos viajes para pescar en
Arroyo Bermejo fueron los que más disfruté, ni se lo imaginan. Tres de sus
hijos estudiaban en los Escolapios de Guanabacoa y cuando no había excursiones
programadas, nos íbamos en las guaguas de los Escolapios a “La finca de los
curas”, un área de esparcimiento que poseían en el terreno existente entre La
Villa Panamericana y el Estadio Panamericano situados en La Habana del Este. Yo
viajaba con ellos pagando el módico precio de 20 centavos que me daba mi tía y
allí pasábamos medio día de aventuras. No quisiera mencionarles cómo se comía
en esa casa, ni como vestían sus cinco hijos. Es cierto que trabajaban muy
duro, durísimo, pero veían en su hogar el fruto de sus trabajos. ¿Desde dónde
les llegó esas enfermizas ideas revolucionarias? ¡Vayan a saber! Porque no
podrán negar que las adoptaron con exceso de fervor y allí me encontraba yo,
visitando a mi tía para despedirme de ella, solo que no podía decírselo por una
sola razón, no confiaba en ella. La alegría y tristeza fue mutua en aquel
encuentro, estuvimos conversando más de una hora y yo solo esperaba una
respuesta a ese inmerecido estado de pobreza, la que no vivió antes de la
llegada de Castro al poder.
-Mi tía, solo vine a despedirme de ti, mañana salgo
de viaje para Canada. Le dije y creo que ella leyó mis pensamientos, yo nunca
la había visitado para despedirme en veinticuatro años navegados.
-Mi sobrino, te deseo lo mejor del mundo, cuídate
mucho y si logras salir este viaje, trata de no regresar. Este país es una
mierda y no hay futuro para nadie. Escuchar decir aquellas palabras de alguien
que confiado se haya entregado en cuerpo y alma por una causa que consideró
justa, me partió el alma. Cuando logramos separarnos pasé por el primer
apartamento de aquella cuartería donde vivía su hija Edda, ella me presentó a
su hijito y continué mi viaje hacia la nada. Jorge murió en Chile lejos de su
familia y su hermano Octavito en Cuba, después murieron hermanos, tíos, madre y
otros primos con los cuales perdí todo lazo familiar por las mismas razones. No
pude ir a despedir a ninguno de ellos y las causas deben imaginarlas.
Siempre tuve una opinión equivocada de mi abuelo
materno, quizás se debió a las pocas muestras de cariño con las que premiara a
cualquiera de sus nietos. Sin embargo, ahora que me encuentro quizás con más
edad de la que él poseía en aquellos tiempos, comprendo que fui injusto y
estaba totalmente equivocado. ¿Quién pagó el alquiler del camioncito y la
casita donde vivimos? ¿Quién nos sacó de aquel infierno donde nos abandonara
nuestro padre? Claro que cuando lo comparabas con aquel ángel bondadoso y
tierno que fue nuestra abuela, la primera reacción sería la de condenarlo.
Mi tía y madrina Haydee, mi tío Macho al Fondo, mi tía Lidia con chaqueta color beige y Roberto, el esposo de mi madrina.
Después de los hijos de Bertha y Fausto conocimos a
dos primas hijas de mi tía Lidia, ambas concebidas con padres diferentes. Yo
conocí al padre de la mayor, Teresita. Creo haber sido un privilegiado, no
todos sus primos tuvieron esa oportunidad. Lilita era la menor de ellas y vivía
junto a su progenitor, Miguel, un hombre amante de la composición musical, solo
que su mejor bolero fue la pobreza en que vivían en es parte tristemente pobre
de Guanabacoa conocida como “La Jata”. Nos llevamos muy bien desde que nos
conocimos, pero ese cariño crecería unos años más tarde, aun éramos muy pequeños
para compartir aventuras con ellos.
Los últimos en conocer vivían en el poblado de Regla,
me refiero a los hijos de mi tía Martha, uno de ellos, el mayor, concebido con
otro hombre al que no conocimos, creo que Pedrito tampoco conoció a su padre.
Le seguían Marcelito, Ileana y Mercedita. Éramos más o menos contemporáneos y
las temporadas vividas con ellos fueron espectaculares. El padre de esos tres
primos se llamó Marcelo, gran hombre, padre y trabajador. Eran humilde, vivían
en una vieja casa de madera en La Loma de Regla, la que se encuentra frente al antiguo
matadero. Pobreza de una generosidad impecable a quienes les debo mucho de la felicidad
que correspondió a una infancia prácticamente destrozada y sin techo, apartado
de mis hermanos. Marcelo trabajada en un Van dedicado a la distribución de las
galletas “Gilda”, muy conocidas en La Habana y que luego de tantos años de
ausencia encontrara nuevamente en Miami. Además de ese trabajo fijo, Marcelo
poseía un puesto de fritas en el Emboque de Regla, justo en la acera del frente,
al costado de la lomita de la iglesia. Allí existían más de cinco puestos como
el de él que competían en franca armonía. Vivían porque nunca carecían de
clientes, cada lancha descargaba grupos de viajeros, muchas veces agotados y
hambrientos que carecían de fuerzas para continuar sus viajes con el estómago
vacío. Yo disfrutaba muchísimo mis vacaciones en casa de tía Martha, por el día
los varones nos encargábamos de atender el negocio y de paso comíamos
cualquiera de sus ofertas, que resultaban muy variadas, tanto, que muchos
puestos de fritas tenían a veces un menú más amplio y variado que muchos
restaurantes post 59. En la noche el servicio continuaba a manos de Marcelo,
quien se encargaba de cerrarlo. Nunca escuché a propietario alguno quejarse de
robo, la gente era pobre, no de la pobreza y hambruna actual, pero sí más
honesta. Mi tía también era una luchadora espectacular y siempre estaba
inventando algo, la recuerdo armando ramitas de Paraíso que cortaba del árbol
existente en su patio. Luego nos enviaba a cada uno con una cajita o jabita
para vender aquellas ramitas a dos centavos durante el Cabildo de Regla que
finalizaba con un despojo frente al cementerio. El único trabajo que no nos
gustaba realizar, era el de lavar los panteones de sus hermanos gemelos en el
cementerio. Era una verdadera delicia los días que yo pasaba entre ellos, no
recuerdo como estaban distribuidas las camas ni con quien yo dormía. Las
comidas eran espectaculares, ambos cocinaban muy rico y servían en grandes cantidades.
La felicidad dura muy poco en la casa del pobre, así
nos pasó con aquella casita que aun despedía el aroma de las maderas usadas en
su construcción. Mi mamá no podía pagar su alquiler, nuestra comida y a una
mujer para que nos cuidara mientras ella trabajaba. No vivimos mucho tiempo en
aquel humilde palacio, creo que fue el mismo tiempo necesario para una cosecha
de los tomaticos de cocina. Nuestros vecinos más cercanos era un matrimonio de
personas bien mayores que poseían huertos en su patio y aquel señor me enseñó a
cultivar y preparar mi pequeño huertico. El me dio las semillas o hijitos de
plantas que yo cuidaba con mucho esmero, contaba con tomates, ajíes, lechugas y
dos o tres plantas de maíz. Solo me viene a la memoria el recuerdo de haber
disfrutado el sabor de aquellos tomaticos una sola vez, no haber regresado a la
escuela que se encontraba cerca del paradero de la ruta 5 y tampoco haber
cargado con los pocos tarecos que eran de nuestra propiedad. Solo recuerdo que,
a partir de una noche, amanecimos los siguientes días, que tampoco fueron
muchos, dentro de una casa bastante grande que mi abuelo había alquilado en la
calle Lebredo. Me llega muy lejana su imagen en una esquina a dos o tres
cuadras de la calle Santa Maria, poseía un patio inmenso protegido por una cerca
de ladrillos superior a los dos metros y rematada con trozos de vidrio en su
borde superior. Al lado derecho de su puerta de entrada poseía un pequeño árbol
de Ceiba.
Vivimos muy poco tiempo con mis abuelos, mi tío
Octavio (Macho), mi mamá, Ernesto y yo. La única nota agradable de aquella
casona fueron las doce campanadas escuchadas por la radio a las doce de una
noche esperando el año que se nos venía encima y que ahora no recuerdo, apuradas
uvas que por poco me atragantan. Antes de la Navidad mi hermano Ernesto y yo
acompañamos a nuestra madre hasta la estación de policía que existía en las
calles Santo Domingo y Lebredo. Luego de varias vueltas a las manzanas cercanas
y deslastrar un poco el miedo que transpiraba por cada poro, ella nos tomó
fuerte de las manos y con paso temerario se aproximó al hombre que estaba de
posta y le preguntó si era cierto que estaban entregando Canasta de Navidad a
los pobres. Recuerdo también que Macho había sacrificado un chivito de un
batazo en la cabeza, no me pregunten por juguetes que nunca llegaron o dejaron
en la puerta equivocada. Si grande era aquella casa antigua, así era también el
infierno en que se convirtió con el ácido carácter de mi abuelo.
Poco tiempo más tarde, serían algunas semanas, me
veía viajando en una guagua por la carretera vieja de Guanabacoa hacia el sitio
del que guardo mis peores recuerdos de la infancia, “La Creche de Chaple”.
Deben existir, solo que no los he conocido personalmente, sitios mas horrendos
e infernales a los que pueda ser condenado un niño, yo estuve en uno de ellos
con ese nombre. Chaple era un policía de Batista, obeso como la mayoria de los
que aparecen en viejas fotos o revistas de aquellos tiempos que, dudo hayan
sobrevivido a la escases de papel sanitario tan crónico en la isla durante
estos mas de sesenta años de dictadura. No puedo describirlo, no sé si fue
bueno o malo, no recuerdo su rostro, solo su rancia obesidad. Si puedo hablar
mucho tiempo de su mujer, tan gorda como él, la representación femenina del
mismo demonio en la tierra. Nunca he conocido a una mujer tan malvada, degenerada
y abusadora con los niños, no creo que aquel ser tan inhumano haya sido
concebida por otra mujer.
La Creche carecía de todo lo indispensable para hacer
pasar a cualquier infante de momentos felices propios para su edad. La mayoria
de los niños allí mantenidos en calidad de rehenes poseían una edad promedio
entre los cuatro a seis años. Solo una muchachita de aproximadamente once o
doce años, se encontraba en esa especie de prisión desempeñando el trabajo de
cocinera. No era una labor muy complicada que exigiera demasiados conocimientos
culinarios, el menú no era muy variado, mas bien era pobre. El desayuno era un
jarrito de leche blanca con un pedazo de pan viejo y para los almuerzos o
comidas el plato dominante sería la harina de maíz, acompañado de boniato, frijoles y escasamente alguna
proteína una vez a la semana, comíamos con el plato en la mano o sobre el suelo
del dormitorio sentados en el piso. Dormíamos sobre unos catres podridos por el
orine con su insoportable mal olor y para colmo, sus telas se encontraban en
muchos de ellos rajados. Aquel dormitorio contaba solamente con un bombillo
incandescente, sus ventanas rotas por donde penetraba el viento, la lluvia y
los mosquitos. Nuestras necesidades debíamos hacerlas en lo que simulaba ser un
bañito dentro del mismo dormitorio. Un lugar oscuro y sucio que bien pudo ser
un taller y mantuvo sus paredes con el color original de viejos tiempos, allí
coincidían a la vez hembras y varones apurados por evacuar.
La sola presencia de aquel animal salvaje vestida de
mujer nos hacía temblar de miedo, ¿Qué niño o niña de cuatro o seis años
tendría el valor de protestar ante aquella fiera capaz de golpearte con una
fina vara a criaturas indefensas? Nadie se atrevía, vivíamos con un miedo
permanente que no se apartaba de nosotros ni en presencia de nuestras madres o
padres. Los días que teníamos visitas, aquel monstruo trataba de mantenerse
bien cerca de nosotros muy atenta a las preguntas que nos hacia nuestras
madres, las que ella se encargaba de responder con premura, siempre mintiendo o
fingiendo sentimientos de cariño hacia nosotros falsos. Igual comportamiento
mantenía en presencia de inspectores, ese día nos pasaban a un salón de su casa
y nos sentaban en una mesa larga donde muy bien cabían unos doce comensales.
Ella colocaba una pizarrita sobre un trípode especial para soportarla y fingía
darnos clases. Nosotros debíamos fingir estar atendiendo a las falsas clases y
mantenernos con unas libretas abiertas que ya tenían anotaciones con letras
propias de principiantes, era toda una macabra tramposa.
De aquella jaula insalubre y asquerosa nos sacaban a
tomar sol igual que hacen con los presos en horas de la mañana. Increíblemente
podíamos andar sin vigilancia en la callecita de tierra donde tenían su casa,
recuerdo que yo siempre caminaba al lado de una niña muy linda que me enseñó a
pelar y comer las semillas de calabaza que encontrábamos en esos cortos
recorridos. Nunca pude contarle a mi madre nada de nuestros sufrimientos en
aquella especie de purgatorio, donde cumplíamos penas unos veinte niños inocentes
de ambos sexos.
Aquel día llegó, mi madre me trajo una muda de ropa
limpia que no me pertenecía, muy bien pudo ser de algunos de mis primos o de
los niños de las casas donde ella trabajaba como sirvienta. Me vistió sin que
cruzáramos palabras y se despidió de ella. Mi madre nunca fue muy buena
explicando algo y te obligaba a completar frase o adivinar lo que decía entre
varios significados diferentes. Ese día me dijo que iba para otra escuela mejor
y me alegré en el alma. Me dijo; “Tu lugar en “La Creche de Chaple” va a ser
ocupada por tu hermano Ernesto y tú vas a ocupar el lugar de tu hermano Luís en
la escuela donde te quedaras hoy”. Sentí una pena muy grande al escuchar cada
una de sus palabras y adopté una posición egoísta y miserable. No le mencioné
nada de los sufrimientos por los que pasé y sometería a mi hermano, sentí mucho
miedo en que me regresara nuevamente para aquel infierno.
A los pocos días de entrar en la Casa de Beneficencia
y Maternidad de La Habana solicitaron la presencia de mi madre, me encontró ojeroso
y con señales de haber llorado mucho. Ella le suplicó a la monjita que me atendía
le diera diez minutos para hablar conmigo a solas y el permiso fue concedido.
-Ya te expliqué que estas aquí para sustituir a Luís,
tu hermanito se quedó sordo con todos los medicamentos que le pusieron para
salvarlo cuando estuvo enfermito. Como no tengo casa donde tenerlos he
suplicado y llorado lo que no imaginas para que aceptaran el cambio. ¿Es que te
maltratan? ¿No te gusta la escuela? ¿Comes mal?... Fue entonces cuando rompí a
llorar desconsoladamente y al escuchar mi llanto se acercó la monjita que me
cuidaba.
-¿Le ha sucedido algo al niño? Le preguntó a mi madre
y ella le respondió en silencio muy sorprendida.
-Mima, saca rápido a Ernesto de aquella Creche, lo
deben estar maltratando mucho y se pasa mucha hambre.
-¿Por qué no me lo dijiste el día que te traje?
-Porque tenía miedo de que me regresaras nuevamente
para ese infierno. Yo me siento muy bien en esta escuela y las monjitas nos
tratan con mucho cariño.
-Hija, solo ha sido el cargo de conciencia por su
silencio el que ha provocado esta situación. Ya descargó todo el dolor que lo
abrumaba y se calmará. ¡Vete tranquila a rescatar a su hermanito!
Continuará……….
Esteban Casañas Lostal.
Montreal..Canadá.
2025-11-01
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