“AÑOS
DUROS”
CAPÍTULO
Nr.1.- “MANTILLA”
…La Mayoría de las amistades de Carlitos y sus primos
maternos y paternos, ya no están en Cuba.
Así que, cuñado, yo te agradecería que escribieras la
infancia de ustedes y toda su primera juventud en Luyanó. Los nietos de tu hermano
y tu sobrino Carlitos te lo agradecerán por toda la vida.
Cuídate mucho… Besitos a toda la familia y a tus nietos,
por supuesto.
Feliz lunes y mejor martes.
Bye Bye…
Tahimi C. M.
La Habana..Cuba
08-10-2024
… ¡No sé! Nunca me lo había propuesto, he derramado
como arena varios granos a mi paso, pero luego han sido arrastrados por el
viento. ¿Quién pudiera saber a cuál playa fueron a recalar? Tampoco me he
sentido muy animado en hacerlo, los tiempos han cambiado y el recuerdo de los
abuelos a perdido su sentido hasta significar muy poco, casi nada.
No pude disfrutar las existencias de mis abuelos mucho
tiempo, porque mi verdadera infancia la gasté en un orfelinato muy famoso que
existió en Cuba, ellos irán apareciendo de acuerdo con el lugar que ocuparon en
mi vida. Sin embargo, luego de pensarlo muchas veces, creo que pudieran servir
de algo unas pocas líneas, las que se refieran a mi anterior infancia, la de
los años duros…
Esteban Casañas Lostal
Montreal..Canadá
20-10-2024
Los recuerdos de mi dura infancia se esconden en un
viejo y destartalado cuartucho de madera que existió en lo que hoy tiene nombre
de una calle. No estoy muy seguro de si las carcomidas tablas que dieran forma
a sus paredes estuvieran amachimbradas. Si estoy muy convencido de que entre
ellas penetraban los primeros rayos de luz en las mañanas y en las noches
dejaban escapar algo de nuestros dolores en medio de una horrible fotosíntesis inhumana.
Hoy aparece en Google Maps que, aquel sendero de tierra tantas veces recorrido
junto a mis primos tiene un nombre, se llama calle “Lucero” y en mis tiempos no
lo era. Por Lucero solo se conocía a la “Carretera de Lucero” la que nacía en
la Calzada de Managua y moría en la calle Dolores, justo donde se encuentra
situado aquel histórico “Alí Bar”. Esa callecita que nace en la calzada de
Managua frente al que fuera el cine Chic, fue en aquellos años un terraplén
inaccesible para cualquier tipo de transporte y solo usado por quienes
construyeron sus casas a ambos lados de las supuestas e inexistentes aceras.
Cuando llovía y dependiendo de la intensidad, toda la basura y el lodo
arrastrado por la lluvia, descendía con violencia en forma de riachuelo a lo
largo de ese terraplén que desaparecía unas cinco cuadras más abajo en lo que
simulaba ser otra calle perpendicular con el nombre de Rodríguez de Armas, más allá
solo existían algunas humildes casas dispersas.
Yo me enteré de haber vivido en otro sitio por mi
prima Teresita, contando con solo unos meses de nacido y sentado en un portal -al
parecer imaginario para mi madre- un vecino encendió un montón de basura y se
formó de pronto un remolino que trajo volando un
papel ardiendo para colocarlo en mi tierno rostro. Me contó mi madre que ese
accidente había ocurrido en Mantilla y así lo conté desde niño hasta los otros
días en que mi prima Teresita me aclaró que aquella desgracia que me dejara
marcado con una cicatriz y un pequeño desvío del tabique, sucedió en el portal
de mi tía Bertha en Guanabacoa. Sin embargo, no recuerdo o encuentro a otro
barrio asociado conmigo anterior a ese pedacito de tierra donde fuera
infelizmente feliz, pudo ser que mi madre se encontrara de visita en casa de mi
tía.
De niño y tal vez amparado por esa mágica inocencia
que te acompaña, el dolor desaparece o nunca existió durante ese importante período de vida, así ocurrió en la mía, no sé en la de
ustedes. Mas tarde -para bien o para mal- resucita con mucha fuerza una vez adquirida
cierta dosis de conciencia. Ya de mayor es que sufrí aquella miserable infancia
regalada por el progenitor de mis días, pero es mejor no adelantarnos, prefiero
volver a vivirla por pasos.
A Mantilla puedo afirmar que la recuerdo con mucho
cariño, es que allí conté con excelentes primos que colaboraron muchísimo -sin proponérselos-
en borrar cualquier huella de dolor capaz de dejar marcado a un niño. Una buena
parte de la familia de mi padre se encontraban localizados en apenas una cuadra
de aquel terraplén hoy conocido como la calle Lucero. Supongan que bajan por
esa callecita desde el cine Chic, la primera calle perpendicular se llama Santa
Hortensia, deben continuar bajando y encontraran a la segunda calle en interceptarla
para morir en ella, esa calle se llama Santa Flora. Unos cuantos metros más
abajo y quedando a la derecha de la calle Lucero, aparece el nacimiento de una estrecha
callecita con el nombre de Abelardo en Google Map. En mi infancia ese tramito
de Abelardo existente entre la calle Lucero y la carretera de Lucero era una
especie de pasadizo de tierra intransitable cuando llovía y era conocido como
“El Callejón de Lucero”. En su unión con la carretera de Lucero existió una
bodega donde el vecindario hacía parte de sus compras. Detrás de la bodega existió
un bar llamado “Mi Bohío” si la memoria no me traiciona, la propiedad contaba
con un amplio terreno sembrado de árboles frutales que se extendía desde la
carretera de Lucero hasta la calle con el mismo nombre por el lado izquierdo
del callejón en esa misma dirección. Aquel pasadizo fue el lugar preferido de
muchos vecinos para arrojar sus despojos de santería, muchos de los cuales
orinábamos para tomar los quilos prietos incluidos en las ofrendas. No recuerdo
quién fue el portador de aquel mensaje donde nos explicaba que el orine era
capaz de neutralizar cualquier maleficio en un trabajo de brujería o santería.
Volvamos a marchar nuevamente por el Callejón de
Lucero viniendo desde la carretera con igual nombre, ya les dije que a mano
izquierda se encontraba la bodega seguida del Bar “Mi Bohío”, el que resultara
en pérdida total por un incendio. Bueno, antes de que se quemara y según le
conté a mi prima Isabel (madre de mi prima Lucía), yo recordaba que ella había
tenido un pretendiente, quien estando en el bar ponía en su vitrola el número
“Santa Isabel de las Lajas” de Benny Moré y ella se arrebataba. Hoy he hablado
con mi prima Lucía, (28-10-2024) y le hice esta historia que años atrás yo le recordé
a su madre entre carcajadas. Me dijo mi Prima Lucía que, en vida, Isabel le
había contado esa misma historia relacionada con su padre. ¡Mira que el mundo
es pequeño, su existencia cabe en un grano de arroz!
Dejamos la música y nos aproximamos nuevamente a la
calle “Lucero”, como vemos en el mapa de Google, el Callejón nace o muere en
esa intersección. Pues bien, el lado derecho del Callejón pertenecía a una
finca y en el punto de encuentro con la calle, existió una pequeña elevación
donde se encontraba la vieja casona de Georgina y Manolo. Ella era prima de mi
padre biológico, tenían en ese tiempo a mi primito Manolito, no recuerdo si ya
había nacido Nancy, lo averiguaré. Mi prima Lucía me afirma que sí, Nancy nació en aquella casa a la que fui tantas
veces a ver televisión, todo un lujo en el hogar de cualquier pobre. Recuerdo
que a Manolo se le ocurrió la fantástica idea de pegarle a la pantalla un papel
de plástico transparente con la parte superior bañada con un color azul translúcido,
el centro lo mantuvo sin colorear y el extremo inferior de un color rojo. Las
tres partes de la pantalla tenían las mismas dimensiones, más o menos.
Nos dijo y así le creímos, que se trataba de un
televisor a color, cabe pensar que se trataba de una predicción de Manolo, un
simple trabajador del Mercado Único y posible pariente de Nostradamus, quien se
adelantó algo en el tiempo. Corría el principio de la década del 50 y la
televisión a color se inauguraría en Cuba el 19 de Marzo de 1958 gracias a
Gaspar Pumarejo. Manolo poseía una tarima de pescado (Aplicación especial de
esta palabra en Cuba a las mesas de ventas en Mercados) que, le permitía vivir
con cierta holgura dentro del escalafón de pobreza reinante en esa área
familiar radicada en Mantilla, pero no nos detengamos mucho en nuestro
recorrido.
La casa de Georgina y Manolo donde nacieran mis primos Manolito y Nancy. Chepa sentada con su hijo Miguelito y posiblemente mi hermano Luis.
Frente a la casa de Georgina y casi de frente a donde
desembocaba el Callejón de Lucero, se encuentra hasta hoy la casa de Caridad -hermana
de mi abuela- tía de mi padre y abuela de mis primos. Recuerdo que al lado
izquierdo de la casa (mirándola de frente) tenía un árbol algo viejo de mangas
blancas cuyos frutos eran bastante grandecitos, dulces como la miel. Bajando
unos escalones y en la parte posterior de la casa, poseían un pozo, no recuerdo
el uso que le daban a esa agua, la que supongo haya estado contaminada por la
existencia de un arroyito de aguas albañales que corría unos metros más abajo. Después
del arroyito ellos tenían una casita de desahogo donde Reinaldo, el más pequeño
de sus hijos guardaba su bicicleta y otros tarecos.
Hoy he hablado con mi primita Regli Alfonso, hija de
mi primo Reinaldo. Le pregunté si poseía fotos antiguas de aquella casita con
el árbol de mangas y el pozo. Me respondió que nada de eso existía porque su
abuela una vez botó todas las fotos familiares y que ella, Regli, había
eliminado el pozo buscando ganar espacio para construir un cuarto. Era muy
lógico que así sucediera, le estaba preguntando por cosas que existieron hace
70 años, hoy solo ocupan un lugar en mis recuerdos, tengo 75 y yo me fui de
Mantilla antes de cumplir los 5.
Caridad se destacaba por ser una mujer algo gruñona
desde mi punto de vista infantil muy particular, veo que algunos de sus nietos
la recuerdan con cariño y les recomiendo que no se dejen influenciar por mis
palabras, pudiera estar equivocado. La suerte la premió con la compañía de un
buen hombre, muy pacífico y cariñoso con todos sus nietos, fue lo que todos
llamamos un pedazo de pan. Así recuerdo al viejo Cayetano, siempre complaciente
con todos sus nietos, esa es la imagen que me llega desde un pasado algo lejano.
Bajando por la actual calle Lucero y continuando por la
supuesta acera donde Caridad tuvo su casa con el viejo Cayetano sentado
eternamente en su portal, le seguía una casa en muy buenas condiciones. Contaba
con una cerca alta y plantas ornamentales que bloqueaban todo intento de
curiosear a su interior, no recuerdo si la buganvilia, el Mar Pacífico y alguna
que otra rosa formaran parte de aquel escenario algo misterioso para nosotros
los pequeños. Aquella casa que no puedo describir si era hermosa o fea fue
seguidas por un pequeño complejo de viviendas de madera, todas ellas en penosas
condiciones. Un cuartucho en estado deplorable donde se vivía en condiciones infrahumanas
fue el nido donde crearon a mis tres hermanos menores que yo en este orden,
Ernesto, Carlos y Luís. Solo que ahora saltaré este capítulo para tratar de
describirle el barrio donde infelizmente fui muy feliz.
Continuando el mismo rumbo, unimos la pared de aquel
cuartucho con la casa de Chepa. Deberán abstraerse y pensar en todo momento que,
los cubanos llamamos “casa” a cualquier cosa que posea cuatro paredes y un
techo que nos proteja del sol y la lluvia. Chepa era hija de Caridad, sobrina
de mi abuela y prima de mi padre. Debo averiguar su nombre verdadero, me ocurre
con ella lo mismo que a mis primos de Mantilla conmigo. Yo solo sé que ella se
llama “Chepa” y ellos solo saben que yo me llamo “Papum”. No fue bellamente
agraciada, aunque dijeron quienes la conocieron joven que Chepa fue una hermosa
mujer. Si puedo dar fe de su belleza interior, demasiado fueron los mimos y
cariño que nos regaló a mí y mis hermanos, casi siempre acompañado de algún mendrugo,
luego bajado con una limonada hecha con azúcar prieta. Si se estableciera hoy
un escalafón de pobreza en nuestra familia paterna, creo que solo nosotros venceríamos
su nivel de miseria. Chepa fue la madre de unos primos maravillosos a los que
quise mucho y quienes con tanto amor lograron colgar una niebla muy densa en mis
tiernos ojos para mantenerme alejado de la dura realidad que vivía. Sus hijas
mayores fueron dos gemelas, Isabel y Regla, muy bellas muchachitas, quienes me
durmieron en su regazo con mucha frecuencia, como si se tratara de algún
juguete pendiente, le siguió Yolandita y luego
Miguelito. Mas tarde y ya ausente del barrio, nacieron Eduardito y Sandra. Para
agrandar un poco más a la familia, mi prima Isabel le regaló a Chepa su primera
nieta, así llegó Lucía, vino al mundo cuando no
habían podido escapar de aquella mísera guarida donde tantas veces fui muy
feliz. Me contó Lucía que vivió en aquella destartalada casa hasta la edad de
cinco años en que se mudaron para Buenavista.
Nuestra querida Chepa, prima de mi padre y madre de varios primitos. De Izq. a derech posiblemente sea Jorgito le siguen Lucia con el rostro oculto, mi primita Sandrita y su hermanito Eduardito. Al frente de todos nuestro primito Miguelito, hijo de Chepa.
A esta casa asistía diariamente, pienso que en busca
de cariño y algo que echar en mi insaciable pancita, también para jugar con mis
primas. En esos tiempos el piso de aquella madriguera era de tierra. Hoy me
viene a la mente el día en que lo hicieron de cemento y luego, aun fresca la
mezcla, lo tiñeran con un polvo de azul o rojo, no puedo describirlo
correctamente luego de transcurridos unos setenta años. Sentados en el piso y
en la misma puerta de entrada, Teodoro, el rostro paterno de aquella familia, me
enseñó a escribir mi nombre. Clases que fueron premiadas con alguna oportuna
limonada o acompañadas del olor etílico que desprendía Teodoro. Un poco
mayorcito descubrí algunos curiosos aportes que le hizo el viejo a nuestra
lengua o exactamente a su caligrafía. Mientras yo escribía, me corregía
constantemente la altura que debían mantener la L, la B y la T. Según sus
conocimientos y aportes a la Real Academia de la Lengua Española, la L y la B
tenían la misma altura y la T era algo más baja. Como quiera que sea y gracias
a su empeño, yo sabía escribir mi nombre a la edad de unos tres años. Así que
una vez graduado en la escuela de Chepa, me tomé unas vacaciones indefinidas
para mataperrear con mis primos.
Continuamos andando por aquella humilde calle de
tierra inaccesible a cualquier vehículo, claro, menos al de Luís y penetramos
en el siguiente hogar. Tampoco era muy amplio, pero se destacaba por su
pulcritud y orden. Allí vivía una de las primas más bellas de mi padre e hija
de Caridad, me refiero a Mercedita. Ella aún no se había casado y siempre que
hacía puré de papas me invitaba a comerlo. Creo haya sido el puré más delicioso
del mundo, bueno, si el hambre crónica padecida no afectó mi paladar. Su novio
era Luís, con quien se casaría poco tiempo después y fundaran una familia
compuesta por otra pandilla de excelentes primos a los que conocí años
posteriores a mi partida o desaparición de aquel noble barrio. Creo que en
aquellos tiempos trabajaba como chofer de un lujoso auto con el que visitara
frecuentemente a su bella novia por aquella intransitable guardarraya. De
aquella linda familia que también recordé con cariño especial, llegó Esmeralda,
luego dos bellas hermanas gemelas y por último el travieso Luisito. A todos
ellos los conocí muchos años más tarde cuando vivían en una callecita paralela
a la Calzada de Managua y cerca del paradero de Mantilla. Con gran pesar asistí
al funeral de una de las gemelas en la funeraria Mauline y luego volví a
perderme por muchos años. Antes de fallecer yo fui a verla en diferentes
oportunidades a la Quinta Dependientes, durante el último intento por visitarla,
me crucé en el camino con mi primo Felito antes de llegar a su pabellón y me
dio la mala noticia. Recuerdo que con Luisito volví a encontrarme en Miami y disfruté
la primera visita que le hicieran sus padres pocos años más tarde, luego
fallecieron.
La pared de Mercedita y Luis lindaba con la de una
señora mayor de edad que vivía con su único hijo, no recuerdo si su nombre era Josefa.
Aquel varón solitario se desplazaba primero en una bicicleta, luego le agregó
un motorcito y finalmente poseyó una moto de poco cubicaje. Eran personas que vivían
su mundo y no recuerdo que hayan tenido controversias con nuestros parientes.
A continuación, existió la última vivienda de esa
acera y guarida de unos primos inolvidables con los que pasé estos dulces
recuerdos mataperreando por el barrio. La figura varonil de aquel dulce hogar
correspondió a Alberto, primo hermano de mi progenitor. Creo que se dedicaba a
la albañilería, era un hombre alto, fuerte y bien parecido. La figura maternal
le correspondió a Lidia, pero además de ella, aquel humilde hogar contó con
otra presencia femenina. No recuerdo si Cuqui era hermana de Lidia, muy joven
aun, la ayudaba en todos los quehaceres de la casa. Contrastaba mucho con
Lidia, ella era una trigueña intensa muy velluda mientras la supuesta hermana tendía
a un castaño bien claro muy próximo al rubio si la
memoria no me falla. Lo cierto en esta historia es que Cuqui ayudó en la
crianza de todos los hijos de Lidia y Alberto, prole que en aquellos tiempos
antes de yo partir estaba formada por Albertico, Felito y Jorge, luego llegaría
una niña a la que bautizaron como Teresita, pero ya se habían mudado a una casa
más amplia en la esquina de las calles Abelardo y Tamarindo. En la parte
frontal de la casa de Alberto y Lidia tenían una mata de cocos.
A la derecha de la casa de Alberto y cruzando la
supuesta calle, existe una pequeña elevación donde se encontraba la casa de
Rosa la jamaicana, ella hablaba su español con un simpático acento y casi
diariamente acudíamos a ella por algún pedazo de pan viejo o uno de los
deliciosos mangos de chupeta que nos ofrecía de su árbol. Rosa era madre de
Pancracio, un mulato mayor que nosotros y al que gustaba hacernos algunas
travesuras. Hubo noches en los que acudíamos a cazar cocuyos en el terreno
próximo a su casa y muchas veces emprendimos muy asustados una loca carrera
escapando de los fantasmas. Resulta que Pancracio pasaba cordeles entre los árboles
existentes, les amarraba un trapo blanco y cuando más entretenidos andábamos
con los cocuyos, se nos aparecía volando aquel supuesto fantasma. Algo que
realizaba con extrema maestría era volar “Coroneles”, así le llamábamos a una
especie de papalotes de dimensiones más grandes que los normales. Recuerdo que
una vez empinó uno desde la lomita donde vivía y
llegó hasta el cine Chic, hablo de una distancia superior a las dos cuadras,
los pequeños no teníamos fuerza para sostenerlo. Los otros días conversando con
Albertico se acordaba de todas estas travesuras de Pancracio y nuestras
aventuras en ese humilde barrio. El bueno de Pancracio falleció en un accidente
aéreo siendo piloto de combate, me enteré muchos
años después.
Lucia no recuerda el pasaje que existía a la
izquierda de la casa de Alberto y Lidia, bueno, debo aclarar que esa casa
existió en la misma esquina con la calle Santa Celia, la que en aquellos
tiempos era también inaccesible. No se podía cruzar en vehículo alguno hasta
Giral por culpa del arroyito mencionado que pasaba por detrás de la casa de
Caridad. El primer apartamento de aquel pasaje y el único en poseer portal
estaba habitado por Juan el policía y Martha su esposa. Ese negro obeso
perteneció a la policía de Batista y no tuvo problema alguno con los extremistas
sedientos de venganza llamados “revolucionarios”. Ambos eran un pedazo de pan
muy queridos por los vecinos, Albertico mi primo se acuerda perfectamente del
pasaje y del negro Juan, quien antes de mudarnos de ese barrio bautizó a mi
hermano Ernesto junto a mi tía Milagros, hermana de mi padre. En ese pasaje
viví con mi madre y padre, aún no habían nacido ninguno de mis hermanos.
Convirtiéndose un poco más tarde en el punto donde nacieran nuestras
desgracias, pero lo reservaré para más adelante.
A la derecha del pasaje presidido por Juan el policía,
mirándolo de frente, existió un enorme árbol de Ceiba y detrás de él una enorme
casona muy vieja algo inclinada, cuya puerta se encontraba cerrada con una
cadena y un candado. Aquella era una casa encantada repleta de fantasmas y
dragones para nosotros, quienes en actos temerarios desafiábamos los malignos
poderes de esos monstruos y penetrábamos en ella para combatirlos y tomar de
paso algunos huevos que las gallinas ponían en su interior. La Ceiba, como era
de suponer, fue sede también de muchos despojos de santería que orinábamos para
tomar uno que otro quilo prieto. Monedita que gastábamos unos metros más abajo,
porque justo cruzando el arroyito por una loza de cemento colocada como
puentecito, existía un diminuto kiosquito donde comprábamos algún matahambre,
nuestro dulce favorito y el único capaz de saciar ese voraz apetito que siempre
nos perseguía.
Esa foto mía pudo ser del año 1950 sin haber cumplido aun el año. Estoy sentado encima de una mesita de noche perteneciente a un juego de cuarto comprado a plazos en la tienda "Flogar" y que fuera decomisado por impago. La foto fue tomada en un cuarto del pasaje encabezado por Juan el policía, padrino de mi hermano Ernesto.
Cruzando el arroyito y subiendo en demanda de la
calle Giral a mano derecha, vivió uno de mis
mejores amigos de la Casa de Beneficencia y Maternidad de La Habana, me refiero
a Luciano Pinto, eso lo supe varios años después,
cuando en uno de nuestros pases dominicales me llevó hasta su humilde hogar. A
Pinto le dediqué un trabajo titulado “Entre gorriones”. Siendo marino me lo
encontré como mensajero del correo situado en La Palma.
Mi abuela paterna se llamó Adolfina y era, como dije
antes, hermana de Caridad la abuela de todos mis primos. Ella también tuvo su
hogar en Mantilla y me obliga a regresar sobre mis pasos para indicarles donde
vivió ella con mi bisabuela Agustina, también con mi tía Fina, su esposo y mi
prima Sonia, creo que pudo haber nacido mi primita Grisel, pero no estoy muy
seguro. Toda aquella tropa se acomodó un tiempo en una enorme y confortable
casona con un techo de tejas de dos aguas y un patio inmenso aislado del mundo exterior
por un muro de ladrillos, que imagino superaba los dos metros de altura. Pues
la casona donde falleciera mi bisabuela y donde también fuera velada, funeral
que recuerdo perfectamente y desde donde me llega la imagen de mi abuelo
materno como protagonista del panegírico. No encuentro vínculo alguno entre mi
abuelo Octavio y la familia de mi padre, pero allí estaba parado frente al
sarcófago con un impecable traje oscuro con unas apenas perceptibles rayas
amarillas y saco de abotonadura cruzada.
Disfruté de esa enorme casa por algunos períodos
cortos de tiempo, tampoco recuerdo la extensión ni las causas de mi presencia
allí. Recuerdo a mi bisabuela Agustina, una dulce viejita siempre sentada en su
antigua máquina de coser confeccionándonos algún trapito y pegada a su jarrito
conteniendo anís, su bebida favorita. Hoy acudo a Google Maps y encuentro dos
manzanas de calles en lo que antes fuera un potrero, esas manzanas están
comprendidas entre las calles Calzada de Managua y Santa Flora, sus calles perpendiculares
son Giral y Bernal, manzana dividida en dos por la calle Santa Hortensia,
paralela a Calzada de Managua. Puedo estar equivocado y que esa manzana
estuviera comprendida entre las calles Giral y Bernal, limitada por la Calzada
de Managua y Santa Hortensia, me hace dudar por la existencia de la ferretería
en la esquina de Giral y Calzada de Managua y aquella casa Villa Jabón Candado
o FAB construida casi en la esquina de Giral con Santa Hortensia, detrás de
esas construcciones no existían las casas que hoy se pueden observar en Google.
Duda que se disipa cuando viajo mentalmente en la ruta 4 en cualquier dirección
por la Calzada de Managua y disfruto de la vista de aquella casona con techo de
tejas erguida como un oasis en medio de aquel despoblado potrero. Luego
confirmo que fue así con mis primas Lucia y Sonia.
Ya les mencioné que la calle Santa Flora era la
segunda paralela a la calzada de Managua que moría precisamente en la calle
Lucero, andemos por ella y crucemos a la calle Giral, solo unos metros antes de
llegar a Bernal vivieron todos ellos al lado de una bodega que perteneció a un
español conocido por los vecinos como Pepe, esta información, además de la
existencia en la acera del frente de una negra santera llamada Nereyda, me
fueron aportadas por mi prima Sonia, quien aún conserva casi vírgenes aquellas
memorias. Ella me peleaba por haberlo olvidado y la comprendo muy bien, sus
recuerdos quedaron en esa fecha donde la vida se detuvo para ella en la isla,
mientras yo iba acumulando nuevos paisajes, nombres, dolores y tristezas. Dentro
de aquel apartamento veo los rostros de mi primita Grisel y la última parida en
Cuba por mi tía Fina, me refiero a Piliana, quien de niña y luego de mayor tuvo
un gran parecido con mi hermano Luís.
Hasta aquel apartamento con portal situado al lado de
una bodega, viajaba yo diariamente con un jarro para buscar leche de unas
chivas que mi abuela ordeñaba cada mañana. Aquellos animalitos andaban sueltos
por todo el barrio y nadie se atrevía a robárselos u ordeñar. Aquella chivita
que tanto nos ayudara a sobrevivir se llamaba Cuca, me dijo Sonia que cuando
ellos se quedaban dormidos en las mañanas, la chivita tocaba la puerta con sus
cuernos para que la vieja las ordeñaran. Ahora regreso nuevamente al pasaje
donde vivió el negro Juan, aquel adorable y bondadoso policía con su esposa
Martha.
El apartamentico quedaba más o menos a mitad de la
longitud del pasillo, era de pequeñas dimensiones, creo que inmenso para
cualquier inocente niño sin conciencia o ambiciones. Yo sé que muchos no creerán
sobre mis recuerdos de las fotos tomadas en la época, es normal que así sea. Sin
embargo, han existido decenas de niños, algunos de ellos bebé aun, que se han
hecho virales tocando piano con una edad similar a la mía en esas fotos o
hablando varios idiomas con dos o tres añitos. ¿Por qué yo no puedo recordar el
sitio o momento en que me fueran tomadas? Los que me conocieron en mi etapa de
estudiante para oficial de la Marina Mercante, deben recordar que en clases yo
solo escribía en una libreta todas las asignaturas impartidas en el día. Luego
al pasarlas para las libretas correspondientes a cada asignatura, era capaz de
grabarlas en mi mente al extremo de repetirlas cuando repasaba a uno u otro
amigo tal y como fueran impartidas por los profesores. O sea, aun cuando esa
memoria comienza a faltarme poco a poco con el avance de la edad, yo puedo
manifestar que he poseído una memoria fotográfica fuera de lo normal desde que
nací.
Imagino que aquel cuartico que solo contaba con una
cocinita y baño, fuera el punto de partida de una inmensa y casi infinita
travesía preñada de sinsabores en esa etapa de la vida tan sensible para
cualquier ser humano, la infancia. Hambre, miserias, dolores, enfermedades,
llantos acompañados por las constantes picadas de mosquitos, olores
nauseabundos que desprendía una fosa sin techo y, aquel fuerte olor de una aquella
pomada negra iodex que, mi madre me puso con la hoja de una planta en uno o
ambos lados de mi carita cuando tuve paperas. etc. Todo me iba llegando un
tiempo más tarde cuando adquirí conciencia y regresé sobre mis pasos hasta
encontrar este punto del que partí al sonar ese disparo por el que ansiosos
esperamos para iniciar nuestras vidas. Fue a partir de esos instantes en los
que verdaderamente comencé a sentir dolor, esa angustia que te deja heridas sin
cicatrizar y te arranca entre lágrimas una promesa; “Mis hijos no pasarán por
estas amargas experiencias”.
De aquel cuartico perteneciente al pasaje presidido
por el negro Juan recuerdo mis primeras lágrimas, ellas llegaron a mis ojos en
un viaje que dimos a la playa de Varadero junto a otros parientes y vecinos a
bordo de un camión pagado entre todos. Recuerdo que el punto de reunión y
partida fue donde morían las calles Lucero y Rodrigo de Armas. Se viajó en
bancos de madera, yo lo hice en los brazos y piernas de mi madre, es lógico
pensar que alguna de esta información me la ofreciera mi madre un tiempo más
tarde, pero la del agua salada la recuerdo perfectamente. Por el piso del
camión fueron colocadas varias cajas de cerveza y un lechón asado. Lloré porque
mi padre en un acto verdaderamente irresponsable o quizás bajo los efectos del
alcohol me zambulló varias veces y tragué mucha agua salada. Una foto quedó
como constancia de ese viaje que imagino haya sido realizado en el año 1950 y
que he usado para ilustrar este trabajo. Mis segundas lágrimas llegaron un día
en el que mi madre lloraba desesperadamente y hacía lo imposible porque unos
hombres no se llevaran el juego de cuarto que -una vez de mayor me contara- mi
padre había comprado a plazos en la tienda “Flogar” y dejara de pagar su
mensualidad. Creo que sobrevivió la cunita donde yo durmiera y fuera usada
posteriormente por mis hermanos Ernesto, Carlos y Luis. Supongo que también
durmiera en ella otro hermanito que falleció de
meses y se llamó Angelito, no lo recuerdo y me lo trajo a la mente mi prima
Sonia, tuvo que haber sido una de aquellas noches donde mi madre se ahogaba en
gritos y nos contagiara con su llanto. Me dijo mi prima Sonia que aquel
Angelito traído al infierno que fueran nuestras vidas, fue vestido por nuestra
abuela Adolfina. Existió una breve pausa en mi vida y reaparezco nuevamente en
un cuartucho inhabitable colindante con el palacio de Chepa y su prole. Esta
vez me veo acompañado de mi hermano Ernesto y Carlos, un poco más tarde
apareció Luís.
¿Cómo pudiera describirles aquel infierno donde nos
condenara nuestro padre biológico? Imaginen por un solo segundo que la pieza de
mayor valor encerrada en aquellas cuatro paredes, lo constituyera el bombillo
incandescente que nos alumbrara. Era muy fácil adivinar cuando era de día y
cuando no. Aquellas carcomidas y podridas tablas machimbradas se encargaron de
permitir la entrada de la luz y la lluvia que nos enviaba San Pedro con vientos.
En la pared posterior de aquel cuarto sin baño ni cocina, mi padre, con la
ayuda de algún pariente, no lo recuerdo muy bien, se encargó de cavar una fosa
donde se arrojaban nuestros excrementos. Quedó descubierta hasta el mismo
momento que fuéramos rescatados por mi abuelo materno. Creo que por cocina
contábamos con un reverbero de alcohol, una que otra cazuelita y un sartén.
–¿Te acuerdas del día que agarraste el sartén para
golpear a nuestro padre? Preguntó mi hermano Ernesto los otros días sin saber
que yo estoy escribiendo esta macabra historia.
Yo había olvidado esta reacción mía con apenas cuatro
años. ¡Claro que lo recuerdo! Fue uno de aquellos tristes días donde el autor
de nuestras vidas se encontraba golpeando a la infeliz de mi madre. Deben
imaginar nuestra situación cuando llovía, sin embargo, para nuestras inocentes
mentes infantiles todo pudo tratarse de un juego donde nosotros éramos los
protagonistas y nos divertíamos. Nuestra madre confeccionaba barquitos con las
hojas de las revistas que siempre leía o releía, creo que las conseguía en la
barbería de nuestro abuelo Pedro, ya les hablaré más delante de este hombre tan
generoso y cariñoso con todos nosotros. Entonces, realizando un acto casi
temerario y corriendo el peligro de ser arrastrada por aquellas turbulentas
aguas que bajaban desde el cine Chic, ponía una de sus piernas en medio de
aquella corriente mientras iba soltando todas sus naves una a una para que navegáramos
en aquel mundo maravilloso cargado de sus fantasías. Su comportamiento era
similar al de una niña, solo que se iba deteriorando diariamente hasta llegar a
lo que se convirtió, en un ridículo y anémico fantasma de su persona, una vieja
que no había alcanzado todavía los veinte años.
No recuerdo cuáles eran los días que comíamos
caliente y cuáles de ellos se lo debíamos a la caridad de quienes nos rodeaban.
Ya en esta nueva aparición mía, noto que se esfumaron del paisaje mi abuela, tía
Fina y mis primitas, se perdió para siempre aquel jarro con la exquisita leche
que generosamente nos regalaba cada mañana la chivita Cuca. Se perdieron un día de Mantilla sin
despedirnos en mis recuerdos y más tarde me enteré de que vivían en Estados
Unidos. No volví a ver a Sonia hasta el año 1959 cuando fue de visita a Cuba
junto a mi abuela, me sacaron unos días de la Beneficencia y la pasamos de
maravillas nuevamente, solo que ahora no sabía del paradero de mis hermanos.
Después que ellos partieron a Estados Unidos fueron
incontables los viajes que yo realizaba hasta el final de la calle Giral, recuerdo
que en la esquina formada con la calle Rodríguez de Armas (por la acera
derecha) había un pequeño edificio donde creo que existió una bodega en sus
bajos, dos o tres puertas contiguas mi abuelo Pedro tenía su barbería. Giral
finalizaba como calle asfaltada antes de llegar a la curva un poco más abajo de
la barbería y continuaba como terraplén hasta la barriada del Lawton. Años más
tarde ese terraplén sería asfaltado y por esa calle transitaría un camioncito
ruso GAZ 63 de pasajeros conocido popularmente como la Cutoa. Hacía viajes
desde el Lawton a Mantilla, bajaba por la carretera de Lucero y culminaba su
trayectoria junto a la Carretera Central. Pedro no era exactamente mi abuelo
paterno, creo que lo superó en cariño, bondad y generosidad. Hasta donde la
memoria me alcanza, no creo deberle un solo beso a mi abuelo verdadero de quien
heredé mi nombre y apellido. Pedro pudo haber sido un enamorado, novio o marido
de mi abuela, hombre al que le debo -entre tantos- haber callado el llanto de
mis tripas y las de mis hermanos infinidad de veces. Me veo caminando por esa
calle Giral de regreso a nuestro cuartucho con una moneda de plata de
veinticinco centavos y algún bultico de revistas viejas para consumo de mi madre,
las de papel lizo o brillantes luego servirían para la construcción de futuros
barcos de vela y las de papel algo ásperos y sin brillo ya deben imaginar. Con
aquellos veinticinco centavos se podía comprar leche condensada para desayunar
o dependiendo de la hora mi madre me enviaba con el mismo jarro usado para la
leche a buscar frijoles cocinados, unos diez centavos bastaban para llenar
aquel jarro. Bajando por Giral en la acera izquierda y antes de llegar a la
calle Santa Celia existía una bodega-bar con vitrola incluida, exactamente al
frente de ese local existía un kiosquito muy pequeño con un fogoncito donde un
prieto cocinaba frijoles negros, nunca los encontré de otro color.
Transcurrieron años duros vistos desde la estatura de
un hombre con suficiente edad y madurez para comprenderlo, sin embargo, no me
viene a la mente sufrimiento alguno. Si me llegan pasajes dolorosos a los que
nunca le presté mucha atención, no imagino que pudiera sentir un niño viéndose
privado de participar en la fiesta de cumpleaños de un primito por considerársele
un “impresentable”. No tenía una ropita decente y puede ser la causa por la que
no aparezca en ninguna foto tomada en esos eventos. Me veo de niño en el
exterior del portal de la casa de Caridad, la abuela de todos mis primos, veo a
una de las hijas de Chepa alcanzándome un platico de cartón con un pedacito de
cake y un vasito de refresco. Soy inocentemente feliz en aquel instante, me
apuro en devorar aquella golosina y sonrío, me siento afortunado, celebro la
alegría de los demás sin mirarme por fuera. Nunca sentí envidia por la dicha
que vivían mis primos en medio de sus pobrezas, disponer de tres platos de
alimentos diarios y el amor de sus padres fue una especie de suerte que ellos
compartieron conmigo y ayudaron a borrar cualquier señal de dolor. En los
momentos más trágicos de aquella dolorosa infancia, no puedo calcular cuál
hubiera sido nuestra vida sin la asistencia oportuna de Chepa (Hoy, con 75 años
en las costillas, acabo de enterarme por mi prima Lucía que su nombre fue Josefina
Suárez Hernández) Para mí continuará siendo mi Chepa querida. Lo mismo puedo
manifestar de Alberto y Lidia, Mercedes y Luís, Georgina y Manolo, primos de mi
padre. Ellos supieron sembrar en sus hijos ese cariño que ha viajado
inalterable durante más de medio siglo, algunos se han apurado y partieron en
ese viaje sin regreso. Son muchos por nombrar y harían demasiado extensas estas
memorias. Menciones especiales se merecen Juan el policía y Martha, Pedro el
barbero, Rosa la jamaicana y cuantos sirvieron para aliviar nuestras penas y
hambre.
Hubo un animalito que nos regaló muchas alegrías, me
refiero al perrito “Alí”. Mi madre no pudo estar muy bien de la cabeza, eso
pienso. No le bastaba la miseria a la que nos sometiera nuestro padre y agregó
otro estómago a nuestra escasa dieta. Lo vi una vez comiendo las heces de uno
de nosotros y sentí esa pena pequeña que no deseaba comprender lo que nos
sucedía. Durante uno de nuestros extravagantes paseos, mi madre lo dejó
amarrado a la cerca de una casa muy cerca de la recién inaugurada “Casa de
Socorros de Mantilla”. Mi tía materna y madrina llamada Haydee, vivía a escasos
metros de ese puesto médico, su casa estaba localizada en la calle Rosell muy
cerca de la cuchilla formada con la Calzada de Managua, era la primera casa de
esa acera y colindaba con una carpintería. Recuerdo de paso que esa zona me
resultaba muy familiar, varias veces mi padre me llevó a unas sesiones de espiritismo
que ofrecía un individuo llamado Gonzalo con sede en la calle Santa Hortensia
muy próxima a la Calle Úrsula. Es de suponer que estos nombres los he adquirido
en Google Maps. No logré comprender cuál era el propósito perseguido por mi
padre en su insistencia por llevarme a ese local. Tampoco creo le resulte
agradable a ningún niño estar presente en los instantes en los que entraran en
trances con sus convulsiones incluidas algunos de los asistentes, casi siempre
eran las mujeres presentes en esas funciones. También podía suceder que en
medio de sus despojos te cayera alguna gota de Agua de Florida en los ojos.
Varios años más tarde lo comprendí todo, el saloncito del espiritista Gonzalo
fue el punto de encuentro entre mi padre y la futura madre de mis otros
hermanos, me refiero a la negra Luisa, quien a partir de mi adolescencia me
quiso mucho y se encargó de criar a mis dos hermanos menores Carlos y Luís.
Lloramos como nadie puede imaginar por el abandono de
nuestra mascota y condenamos a nuestra madre por aquel acto sin piedad,
sencillamente no lográbamos comprender el hambre que estábamos pasando y que
fuera aliviada por nuestros vecinos, los primos de nuestro padre.
-¿Te acuerdas de Alí? Le pregunté a mi hermano
Ernesto en una de sus frecuentes llamadas desde La Habana, creo más bien que
intentaba medir el estado de su memoria.
-¡Alí, Alí, Alí!...Mi hermano, la verdad es que no me
viene a la memoria. ¿Me hablas del boxeador?
-¡Qué boxeador ni ocho cuartos! Alí fue el perro que
tuvimos en Mantilla cuando vivíamos en el cuartucho.
-¡Verdad que sí! Oye, y lo preocupada que estuvo mima
con su desaparición.
-¡Coño!, ¿serás guanajo? ¿Qué preocupada ni ocho
cuartos? Mima lo dejó amarrado por casa de Haydee por el hambre que pasábamos y
el perrito regresó al quinto día.
-¡Coño, verdad que sí! Aceptó casi derrotado por su
falta, sin embargo, goza aun de tremenda memoria y me recordó pasajes
olvidados.
Existieron otras fechas que pudieron resultar muy
dolorosas para nosotros y nunca sucedió así. Me refiero al 6 de Enero, día de
los Reyes Magos, los camellos nunca encontraron nuestro cuarto y creo que a los
hijos de Chepa les sucediera lo mismo. Solo una vez entraron par de revólveres
de cowboy a nuestro hogar. Los trajo Juan el policía a mi hermano Ernesto en su
calidad de padrino y le dijo que lo habían dejado los reyes magos en su casa.
-Si no hay pistolas pa'todos, no hay pistolas pa'nadie.
Dijo mi madre y las guardó en un cajón.
Después de abandonar a Mantilla vivimos en sitios
diferentes y aquellos revólveres no pudieron vencer el decomiso y castigo
aplicado por nuestra madre. Solo los veíamos a escondidas de vez en cuando. Sin
embargo, aprendimos a disfrutar la felicidad contagiosa de nuestros primitos
Albertico, Felito, Jorge y el bitonguito de Manolito, nunca, lean bien, nunca
pasaron por nuestras inocentes mentes o habitaron en nuestros corazones
sentimiento alguno de envidias, celos, desprecio por sus buenas suertes, etc.
Siempre lo celebramos y jugábamos con sus juguetes, algo mejor, sus padres nos
enseñaron a ser niños y salvaron nuestras almas del ambiente violento vivido
con frecuencia dentro de nuestras cuatro paredes.
Fueron varias las oportunidades en las que Alberto
sacó a mi padre del cuarto donde vivíamos por estar golpeando a nuestra madre,
casi siempre me llevaba para su casa a dormir, todo un lujo para mí, ellos
tenían televisor y era muy fácil caer rendido a los pocos minutos de estarla
viendo. Guardo un recuerdo de Alberto como uno de los grandes tesoros de mi
infancia, durante uno de aquellos espontáneos refugios en su casa, resultó que
yo tenía un dientecito a punto de caerse y él me dijo que lo pusiera debajo de
la almohada porque un ratoncito vendría y me dejaría una monedita. Todos los
que han vivido esa dulce experiencia, conocen la grandeza de esos pequeños
actos disfrutados por los niños. Esa mañana la algarabía formada en aquel
humilde hogar fue digna de haberse filmado, recorrí todas las camas mostrando
aquella monedita de cinco centavos que solo un poquito más tarde fuera gastada
en nuestros queridos matahambres. Ya de hombre y viviendo este destierro, tuve
la oportunidad de hablar con los dos, Alberto y Lidia, durante una de sus
visitas a Miami antes de que fallecieran. Les agradecí con todo mi corazón cada
uno de los momentos de felicidad que ellos me regalaron y permitieran de paso
que mi infierno fuera algo tolerable. Oportunidad tuve de expresarles palabras
similares a Mercedita y Luís cuando estuvieron en Miami visitando a mi primo
Luisito, fueron seres a los que quise muchísimo.
Transcurrido cuatro o cinco días, la alegría inundó cada rinconcito de aquel miserable cuartucho, Alí
regresó muy sediento y con mucha hambre. Esta vez le resultó imposible a
nuestra madre desprenderse de nuestra mascota. Existió por esos tiempos un
acontecimiento inolvidable, nuestro hermano Luis se puso muy mal de salud y lo
ingresaron en el Hospital Infantil. Allí permaneció durante todo un año y no
faltaron semanas o meses donde le anunciaran a mi madre su muerte segura. Nunca
pude medir su capacidad para sufrir, pudieron existir seres que vivieran
situaciones similares, pero no creo hayan podido superarla. Cada vez que
lograba reunir algo de dinero para pagar la guagua, mi madre cargaba conmigo,
Ernesto y Carlos, yo era el mayor de los tres y quien debía imponer orden en
aquella indisciplinada cuadrilla. Todo marchaba muy bien hasta un minuto exacto
de aquellas tardes que esperábamos cargados e angustias, nuestro hermano Carlos
tenía un sistema de relojería en el fondillo que disparaba ráfagas de mierda
muy apestosa a la misma hora. Yo debía llevarlo para el baño del Hospital
Infantil, desnudarlo con todo el asco del mundo tratar de limpiarlo y lavarlo,
tarea que me consumía mucho tiempo, no olviden que en esas fechas no existían pañales
desechables y aunque así fuera, no teníamos dinero. Uno de esos días aquel
mecanismo integrado al fondillo de Carlos sufrió un desperfecto e hizo la
gracia en una guagua de regreso. No quieran saber el escándalo y las protestas
de los otros pasajeros, estuvimos a punto de ser expulsados en diferentes
guaguas. Ya de hombre y siendo Capitán de la Flota Cubana de Pesca le recordé este
pasaje mientras compartíamos con alguna novia y se encabronaba, para
despedirnos yo le decía ¡Adiós cagón!
Luisito estuvo ingresado en ese hospital más de un
año hasta que lograron salvarlo de un agresivo parásito en el hígado. Nuestras
vidas se mantuvieron en esa zozobra durante otro largo tiempo y un día, quizás por
obra de un milagro, llegó nuestro abuelo materno para salvarnos de una muerte
casi segura. Mi padre fue convocado a la estación de policía que se encuentra
en la calle Porvenir, allí lo esperábamos mi madre con sus cuatro hijos.
-¿Con quien deseas vivir? Me preguntó un policía.
-¡Con mi mama! Respondí con toda la firmeza y
convencimiento del mundo, ajeno totalmente al destino que me esperaba una vez
que cruzara el umbral de aquella puerta.
-Muy bien, ponte al lado de tu mama. Yo le obedecí
sin comprender mucho lo que sucedía.
-¿Con quién deseas vivir? Le preguntó a Ernesto y la
respuesta fue similar. No podía preguntarle a Carlos y Luís porque aún no hablaban.
-Aquí no habrá más discusiones, las decisiones fueron
tomadas por los niños. - Señor Pedro Angel Casañas Hernández, usted saldrá de
esta estación con los dos niños restantes, su mamá no puede mantenerlos a los
cuatros y esas criaturas han sido el resultado de una obra compartida. Ustedes
tienen la obligación de velar por la salud y mantenimiento de estos niños.
Culminó diciendo aquel policía y no recuerdo quienes salimos primeros o últimos.
Pasaría un largo tiempo sin volver a ver a mis hermanos, el camino recorrido
por los cuatro fue muy largo y divergente.
Recuerdo que el día de nuestro rescate, mi abuelo materno se apareció
con un camioncito destartalado al que le sobraba espacio para cargar nuestras pobres porquerías.
Detrás del camioncito corría Alí desesperado y nosotros llorando por él. No
recuerdo sin embargo a ninguno de nuestros parientes parados en sus puertas, ni
su hubo despedida, es probable que la ceguera producida por nuestras lágrimas bloqueara nuestra visión y ellos estaban allí, alegrándose por nuestra salvación. Creo haya sido uno de los días mas tristes de mi infancia, huíamos hacia la nada, sin rumbo, sin saber que en ese viaje comenzarían nuestros años duros. En la cabina viajábamos junto al chofer mi madre, Ernesto y
yo, comenzaba nuestra peregrinación hasta Guanabacoa.
…“Yo no sé cómo un comunista es capaz de querer a un
compañero, cuando en su camino dejó abandonado a nueve hijos”…
Eso le dije un día delante de varios hermanos míos,
ya mayores, cuando vivía con su décimo quinta mujer en la calle Zanja por el año
1979.
CONTINUARÁ.-
Esteban Casañas Lostal
Montreal..Canadá.
2025-03-30
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