domingo, 30 de marzo de 2025

“AÑOS DUROS” CAPÍTULO Nr.1.- “MANTILLA”

“AÑOS DUROS”

CAPÍTULO Nr.1.- “MANTILLA”



 En la playa de Varadero año 1950, de derecha-izquierda mi padre, mi hermano Ernesto sin cumplir un año, mi madre, mi prima Isabel, mi primita Sonia (aun viva), mi querida Chepa (prima de mi padre) y mi primo Miguelito.




…La Mayoría de las amistades de Carlitos y sus primos maternos y paternos, ya no están en Cuba.

Así que, cuñado, yo te agradecería que escribieras la infancia de ustedes y toda su primera juventud en Luyanó. Los nietos de tu hermano y tu sobrino Carlitos te lo agradecerán por toda la vida.

Cuídate mucho… Besitos a toda la familia y a tus nietos, por supuesto.

Feliz lunes y mejor martes.

Bye Bye…

 

Tahimi C. M.

La Habana..Cuba

08-10-2024

 

 

 

… ¡No sé! Nunca me lo había propuesto, he derramado como arena varios granos a mi paso, pero luego han sido arrastrados por el viento. ¿Quién pudiera saber a cuál playa fueron a recalar? Tampoco me he sentido muy animado en hacerlo, los tiempos han cambiado y el recuerdo de los abuelos a perdido su sentido hasta significar muy poco, casi nada.


No pude disfrutar las existencias de mis abuelos mucho tiempo, porque mi verdadera infancia la gasté en un orfelinato muy famoso que existió en Cuba, ellos irán apareciendo de acuerdo con el lugar que ocuparon en mi vida. Sin embargo, luego de pensarlo muchas veces, creo que pudieran servir de algo unas pocas líneas, las que se refieran a mi anterior infancia, la de los años duros…

 

Esteban Casañas Lostal

Montreal..Canadá

20-10-2024

 

 

 

Los recuerdos de mi dura infancia se esconden en un viejo y destartalado cuartucho de madera que existió en lo que hoy tiene nombre de una calle. No estoy muy seguro de si las carcomidas tablas que dieran forma a sus paredes estuvieran amachimbradas. Si estoy muy convencido de que entre ellas penetraban los primeros rayos de luz en las mañanas y en las noches dejaban escapar algo de nuestros dolores en medio de una horrible fotosíntesis inhumana. Hoy aparece en Google Maps que, aquel sendero de tierra tantas veces recorrido junto a mis primos tiene un nombre, se llama calle “Lucero” y en mis tiempos no lo era. Por Lucero solo se conocía a la “Carretera de Lucero” la que nacía en la Calzada de Managua y moría en la calle Dolores, justo donde se encuentra situado aquel histórico “Alí Bar”. Esa callecita que nace en la calzada de Managua frente al que fuera el cine Chic, fue en aquellos años un terraplén inaccesible para cualquier tipo de transporte y solo usado por quienes construyeron sus casas a ambos lados de las supuestas e inexistentes aceras. Cuando llovía y dependiendo de la intensidad, toda la basura y el lodo arrastrado por la lluvia, descendía con violencia en forma de riachuelo a lo largo de ese terraplén que desaparecía unas cinco cuadras más abajo en lo que simulaba ser otra calle perpendicular con el nombre de Rodríguez de Armas, más allá solo existían algunas humildes casas dispersas.

 

Yo me enteré de haber vivido en otro sitio por mi prima Teresita, contando con solo unos meses de nacido y sentado en un portal -al parecer imaginario para mi madre- un vecino encendió un montón de basura y se formó de pronto un remolino que trajo volando un papel ardiendo para colocarlo en mi tierno rostro. Me contó mi madre que ese accidente había ocurrido en Mantilla y así lo conté desde niño hasta los otros días en que mi prima Teresita me aclaró que aquella desgracia que me dejara marcado con una cicatriz y un pequeño desvío del tabique, sucedió en el portal de mi tía Bertha en Guanabacoa. Sin embargo, no recuerdo o encuentro a otro barrio asociado conmigo anterior a ese pedacito de tierra donde fuera infelizmente feliz, pudo ser que mi madre se encontrara de visita en casa de mi tía.

 

De niño y tal vez amparado por esa mágica inocencia que te acompaña, el dolor desaparece o nunca existió durante ese importante período de vida, así ocurrió en la mía, no sé en la de ustedes. Mas tarde -para bien o para mal- resucita con mucha fuerza una vez adquirida cierta dosis de conciencia. Ya de mayor es que sufrí aquella miserable infancia regalada por el progenitor de mis días, pero es mejor no adelantarnos, prefiero volver a vivirla por pasos.

 

A Mantilla puedo afirmar que la recuerdo con mucho cariño, es que allí conté con excelentes primos que colaboraron muchísimo -sin proponérselos- en borrar cualquier huella de dolor capaz de dejar marcado a un niño. Una buena parte de la familia de mi padre se encontraban localizados en apenas una cuadra de aquel terraplén hoy conocido como la calle Lucero. Supongan que bajan por esa callecita desde el cine Chic, la primera calle perpendicular se llama Santa Hortensia, deben continuar bajando y encontraran a la segunda calle en interceptarla para morir en ella, esa calle se llama Santa Flora. Unos cuantos metros más abajo y quedando a la derecha de la calle Lucero, aparece el nacimiento de una estrecha callecita con el nombre de Abelardo en Google Map. En mi infancia ese tramito de Abelardo existente entre la calle Lucero y la carretera de Lucero era una especie de pasadizo de tierra intransitable cuando llovía y era conocido como “El Callejón de Lucero”. En su unión con la carretera de Lucero existió una bodega donde el vecindario hacía parte de sus compras. Detrás de la bodega existió un bar llamado “Mi Bohío” si la memoria no me traiciona, la propiedad contaba con un amplio terreno sembrado de árboles frutales que se extendía desde la carretera de Lucero hasta la calle con el mismo nombre por el lado izquierdo del callejón en esa misma dirección. Aquel pasadizo fue el lugar preferido de muchos vecinos para arrojar sus despojos de santería, muchos de los cuales orinábamos para tomar los quilos prietos incluidos en las ofrendas. No recuerdo quién fue el portador de aquel mensaje donde nos explicaba que el orine era capaz de neutralizar cualquier maleficio en un trabajo de brujería o santería.

 

Volvamos a marchar nuevamente por el Callejón de Lucero viniendo desde la carretera con igual nombre, ya les dije que a mano izquierda se encontraba la bodega seguida del Bar “Mi Bohío”, el que resultara en pérdida total por un incendio. Bueno, antes de que se quemara y según le conté a mi prima Isabel (madre de mi prima Lucía), yo recordaba que ella había tenido un pretendiente, quien estando en el bar ponía en su vitrola el número “Santa Isabel de las Lajas” de Benny Moré y ella se arrebataba. Hoy he hablado con mi prima Lucía, (28-10-2024) y le hice esta historia que años atrás yo le recordé a su madre entre carcajadas. Me dijo mi Prima Lucía que, en vida, Isabel le había contado esa misma historia relacionada con su padre. ¡Mira que el mundo es pequeño, su existencia cabe en un grano de arroz!

 

Dejamos la música y nos aproximamos nuevamente a la calle “Lucero”, como vemos en el mapa de Google, el Callejón nace o muere en esa intersección. Pues bien, el lado derecho del Callejón pertenecía a una finca y en el punto de encuentro con la calle, existió una pequeña elevación donde se encontraba la vieja casona de Georgina y Manolo. Ella era prima de mi padre biológico, tenían en ese tiempo a mi primito Manolito, no recuerdo si ya había nacido Nancy, lo averiguaré. Mi prima Lucía me afirma que sí, Nancy nació en aquella casa a la que fui tantas veces a ver televisión, todo un lujo en el hogar de cualquier pobre. Recuerdo que a Manolo se le ocurrió la fantástica idea de pegarle a la pantalla un papel de plástico transparente con la parte superior bañada con un color azul translúcido, el centro lo mantuvo sin colorear y el extremo inferior de un color rojo. Las tres partes de la pantalla tenían las mismas dimensiones, más o menos.

 

Nos dijo y así le creímos, que se trataba de un televisor a color, cabe pensar que se trataba de una predicción de Manolo, un simple trabajador del Mercado Único y posible pariente de Nostradamus, quien se adelantó algo en el tiempo. Corría el principio de la década del 50 y la televisión a color se inauguraría en Cuba el 19 de Marzo de 1958 gracias a Gaspar Pumarejo. Manolo poseía una tarima de pescado (Aplicación especial de esta palabra en Cuba a las mesas de ventas en Mercados) que, le permitía vivir con cierta holgura dentro del escalafón de pobreza reinante en esa área familiar radicada en Mantilla, pero no nos detengamos mucho en nuestro recorrido.

La casa de Georgina y Manolo donde nacieran mis primos Manolito y Nancy. Chepa sentada con su hijo Miguelito y posiblemente mi hermano Luis.


 

Frente a la casa de Georgina y casi de frente a donde desembocaba el Callejón de Lucero, se encuentra hasta hoy la casa de Caridad -hermana de mi abuela- tía de mi padre y abuela de mis primos. Recuerdo que al lado izquierdo de la casa (mirándola de frente) tenía un árbol algo viejo de mangas blancas cuyos frutos eran bastante grandecitos, dulces como la miel. Bajando unos escalones y en la parte posterior de la casa, poseían un pozo, no recuerdo el uso que le daban a esa agua, la que supongo haya estado contaminada por la existencia de un arroyito de aguas albañales que corría unos metros más abajo. Después del arroyito ellos tenían una casita de desahogo donde Reinaldo, el más pequeño de sus hijos guardaba su bicicleta y otros tarecos.

 

Hoy he hablado con mi primita Regli Alfonso, hija de mi primo Reinaldo. Le pregunté si poseía fotos antiguas de aquella casita con el árbol de mangas y el pozo. Me respondió que nada de eso existía porque su abuela una vez botó todas las fotos familiares y que ella, Regli, había eliminado el pozo buscando ganar espacio para construir un cuarto. Era muy lógico que así sucediera, le estaba preguntando por cosas que existieron hace 70 años, hoy solo ocupan un lugar en mis recuerdos, tengo 75 y yo me fui de Mantilla antes de cumplir los 5.

 

Caridad se destacaba por ser una mujer algo gruñona desde mi punto de vista infantil muy particular, veo que algunos de sus nietos la recuerdan con cariño y les recomiendo que no se dejen influenciar por mis palabras, pudiera estar equivocado. La suerte la premió con la compañía de un buen hombre, muy pacífico y cariñoso con todos sus nietos, fue lo que todos llamamos un pedazo de pan. Así recuerdo al viejo Cayetano, siempre complaciente con todos sus nietos, esa es la imagen que me llega desde un pasado algo lejano.

 

Arriba Caridad y Cayetano, abuelos de mis primos, abajo Mi abuela Adolfina, hermana de Caridad.

 

Bajando por la actual calle Lucero y continuando por la supuesta acera donde Caridad tuvo su casa con el viejo Cayetano sentado eternamente en su portal, le seguía una casa en muy buenas condiciones. Contaba con una cerca alta y plantas ornamentales que bloqueaban todo intento de curiosear a su interior, no recuerdo si la buganvilia, el Mar Pacífico y alguna que otra rosa formaran parte de aquel escenario algo misterioso para nosotros los pequeños. Aquella casa que no puedo describir si era hermosa o fea fue seguidas por un pequeño complejo de viviendas de madera, todas ellas en penosas condiciones. Un cuartucho en estado deplorable donde se vivía en condiciones infrahumanas fue el nido donde crearon a mis tres hermanos menores que yo en este orden, Ernesto, Carlos y Luís. Solo que ahora saltaré este capítulo para tratar de describirle el barrio donde infelizmente fui muy feliz.

 

Continuando el mismo rumbo, unimos la pared de aquel cuartucho con la casa de Chepa. Deberán abstraerse y pensar en todo momento que, los cubanos llamamos “casa” a cualquier cosa que posea cuatro paredes y un techo que nos proteja del sol y la lluvia. Chepa era hija de Caridad, sobrina de mi abuela y prima de mi padre. Debo averiguar su nombre verdadero, me ocurre con ella lo mismo que a mis primos de Mantilla conmigo. Yo solo sé que ella se llama “Chepa” y ellos solo saben que yo me llamo “Papum”. No fue bellamente agraciada, aunque dijeron quienes la conocieron joven que Chepa fue una hermosa mujer. Si puedo dar fe de su belleza interior, demasiado fueron los mimos y cariño que nos regaló a mí y mis hermanos, casi siempre acompañado de algún mendrugo, luego bajado con una limonada hecha con azúcar prieta. Si se estableciera hoy un escalafón de pobreza en nuestra familia paterna, creo que solo nosotros venceríamos su nivel de miseria. Chepa fue la madre de unos primos maravillosos a los que quise mucho y quienes con tanto amor lograron colgar una niebla muy densa en mis tiernos ojos para mantenerme alejado de la dura realidad que vivía. Sus hijas mayores fueron dos gemelas, Isabel y Regla, muy bellas muchachitas, quienes me durmieron en su regazo con mucha frecuencia, como si se tratara de algún juguete pendiente, le siguió Yolandita y luego Miguelito. Mas tarde y ya ausente del barrio, nacieron Eduardito y Sandra. Para agrandar un poco más a la familia, mi prima Isabel le regaló a Chepa su primera nieta, así llegó Lucía, vino al mundo cuando no habían podido escapar de aquella mísera guarida donde tantas veces fui muy feliz. Me contó Lucía que vivió en aquella destartalada casa hasta la edad de cinco años en que se mudaron para Buenavista.

Nuestra querida Chepa, prima de mi padre y madre de varios primitos. De Izq. a derech posiblemente sea Jorgito le siguen Lucia con el rostro oculto, mi primita Sandrita y su hermanito Eduardito. Al frente de todos nuestro primito Miguelito, hijo de Chepa.

 

A esta casa asistía diariamente, pienso que en busca de cariño y algo que echar en mi insaciable pancita, también para jugar con mis primas. En esos tiempos el piso de aquella madriguera era de tierra. Hoy me viene a la mente el día en que lo hicieron de cemento y luego, aun fresca la mezcla, lo tiñeran con un polvo de azul o rojo, no puedo describirlo correctamente luego de transcurridos unos setenta años. Sentados en el piso y en la misma puerta de entrada, Teodoro, el rostro paterno de aquella familia, me enseñó a escribir mi nombre. Clases que fueron premiadas con alguna oportuna limonada o acompañadas del olor etílico que desprendía Teodoro. Un poco mayorcito descubrí algunos curiosos aportes que le hizo el viejo a nuestra lengua o exactamente a su caligrafía. Mientras yo escribía, me corregía constantemente la altura que debían mantener la L, la B y la T. Según sus conocimientos y aportes a la Real Academia de la Lengua Española, la L y la B tenían la misma altura y la T era algo más baja. Como quiera que sea y gracias a su empeño, yo sabía escribir mi nombre a la edad de unos tres años. Así que una vez graduado en la escuela de Chepa, me tomé unas vacaciones indefinidas para mataperrear con mis primos.

 

Continuamos andando por aquella humilde calle de tierra inaccesible a cualquier vehículo, claro, menos al de Luís y penetramos en el siguiente hogar. Tampoco era muy amplio, pero se destacaba por su pulcritud y orden. Allí vivía una de las primas más bellas de mi padre e hija de Caridad, me refiero a Mercedita. Ella aún no se había casado y siempre que hacía puré de papas me invitaba a comerlo. Creo haya sido el puré más delicioso del mundo, bueno, si el hambre crónica padecida no afectó mi paladar. Su novio era Luís, con quien se casaría poco tiempo después y fundaran una familia compuesta por otra pandilla de excelentes primos a los que conocí años posteriores a mi partida o desaparición de aquel noble barrio. Creo que en aquellos tiempos trabajaba como chofer de un lujoso auto con el que visitara frecuentemente a su bella novia por aquella intransitable guardarraya. De aquella linda familia que también recordé con cariño especial, llegó Esmeralda, luego dos bellas hermanas gemelas y por último el travieso Luisito. A todos ellos los conocí muchos años más tarde cuando vivían en una callecita paralela a la Calzada de Managua y cerca del paradero de Mantilla. Con gran pesar asistí al funeral de una de las gemelas en la funeraria Mauline y luego volví a perderme por muchos años. Antes de fallecer yo fui a verla en diferentes oportunidades a la Quinta Dependientes, durante el último intento por visitarla, me crucé en el camino con mi primo Felito antes de llegar a su pabellón y me dio la mala noticia. Recuerdo que con Luisito volví a encontrarme en Miami y disfruté la primera visita que le hicieran sus padres pocos años más tarde, luego fallecieron.


De izq-derech Mercedita embarazada de nuestra prima Esmeralda al lado de su mama Caridad,. Delante se encuentran mis primos Albertico, Felito, nuestra primita Yolandita hija de Chepa y  nuestra prima Sonia.


 

La pared de Mercedita y Luis lindaba con la de una señora mayor de edad que vivía con su único hijo, no recuerdo si su nombre era Josefa. Aquel varón solitario se desplazaba primero en una bicicleta, luego le agregó un motorcito y finalmente poseyó una moto de poco cubicaje. Eran personas que vivían su mundo y no recuerdo que hayan tenido controversias con nuestros parientes.

 

A continuación, existió la última vivienda de esa acera y guarida de unos primos inolvidables con los que pasé estos dulces recuerdos mataperreando por el barrio. La figura varonil de aquel dulce hogar correspondió a Alberto, primo hermano de mi progenitor. Creo que se dedicaba a la albañilería, era un hombre alto, fuerte y bien parecido. La figura maternal le correspondió a Lidia, pero además de ella, aquel humilde hogar contó con otra presencia femenina. No recuerdo si Cuqui era hermana de Lidia, muy joven aun, la ayudaba en todos los quehaceres de la casa. Contrastaba mucho con Lidia, ella era una trigueña intensa muy velluda mientras la supuesta hermana tendía a un castaño bien claro muy próximo al rubio si la memoria no me falla. Lo cierto en esta historia es que Cuqui ayudó en la crianza de todos los hijos de Lidia y Alberto, prole que en aquellos tiempos antes de yo partir estaba formada por Albertico, Felito y Jorge, luego llegaría una niña a la que bautizaron como Teresita, pero ya se habían mudado a una casa más amplia en la esquina de las calles Abelardo y Tamarindo. En la parte frontal de la casa de Alberto y Lidia tenían una mata de cocos.

 

A la derecha de la casa de Alberto y cruzando la supuesta calle, existe una pequeña elevación donde se encontraba la casa de Rosa la jamaicana, ella hablaba su español con un simpático acento y casi diariamente acudíamos a ella por algún pedazo de pan viejo o uno de los deliciosos mangos de chupeta que nos ofrecía de su árbol. Rosa era madre de Pancracio, un mulato mayor que nosotros y al que gustaba hacernos algunas travesuras. Hubo noches en los que acudíamos a cazar cocuyos en el terreno próximo a su casa y muchas veces emprendimos muy asustados una loca carrera escapando de los fantasmas. Resulta que Pancracio pasaba cordeles entre los árboles existentes, les amarraba un trapo blanco y cuando más entretenidos andábamos con los cocuyos, se nos aparecía volando aquel supuesto fantasma. Algo que realizaba con extrema maestría era volar “Coroneles”, así le llamábamos a una especie de papalotes de dimensiones más grandes que los normales. Recuerdo que una vez empinó uno desde la lomita donde vivía y llegó hasta el cine Chic, hablo de una distancia superior a las dos cuadras, los pequeños no teníamos fuerza para sostenerlo. Los otros días conversando con Albertico se acordaba de todas estas travesuras de Pancracio y nuestras aventuras en ese humilde barrio. El bueno de Pancracio falleció en un accidente aéreo siendo piloto de combate, me enteré muchos años después.

 

Lucia no recuerda el pasaje que existía a la izquierda de la casa de Alberto y Lidia, bueno, debo aclarar que esa casa existió en la misma esquina con la calle Santa Celia, la que en aquellos tiempos era también inaccesible. No se podía cruzar en vehículo alguno hasta Giral por culpa del arroyito mencionado que pasaba por detrás de la casa de Caridad. El primer apartamento de aquel pasaje y el único en poseer portal estaba habitado por Juan el policía y Martha su esposa. Ese negro obeso perteneció a la policía de Batista y no tuvo problema alguno con los extremistas sedientos de venganza llamados “revolucionarios”. Ambos eran un pedazo de pan muy queridos por los vecinos, Albertico mi primo se acuerda perfectamente del pasaje y del negro Juan, quien antes de mudarnos de ese barrio bautizó a mi hermano Ernesto junto a mi tía Milagros, hermana de mi padre. En ese pasaje viví con mi madre y padre, aún no habían nacido ninguno de mis hermanos. Convirtiéndose un poco más tarde en el punto donde nacieran nuestras desgracias, pero lo reservaré para más adelante.

 

A la derecha del pasaje presidido por Juan el policía, mirándolo de frente, existió un enorme árbol de Ceiba y detrás de él una enorme casona muy vieja algo inclinada, cuya puerta se encontraba cerrada con una cadena y un candado. Aquella era una casa encantada repleta de fantasmas y dragones para nosotros, quienes en actos temerarios desafiábamos los malignos poderes de esos monstruos y penetrábamos en ella para combatirlos y tomar de paso algunos huevos que las gallinas ponían en su interior. La Ceiba, como era de suponer, fue sede también de muchos despojos de santería que orinábamos para tomar uno que otro quilo prieto. Monedita que gastábamos unos metros más abajo, porque justo cruzando el arroyito por una loza de cemento colocada como puentecito, existía un diminuto kiosquito donde comprábamos algún matahambre, nuestro dulce favorito y el único capaz de saciar ese voraz apetito que siempre nos perseguía.

 

Esa foto mía pudo ser del año 1950 sin haber cumplido aun el año. Estoy sentado encima de una mesita de noche perteneciente a un juego de cuarto comprado a plazos en la tienda "Flogar" y que fuera decomisado por impago. La foto fue tomada en un cuarto del pasaje encabezado por Juan el policía, padrino de mi hermano Ernesto.



Cruzando el arroyito y subiendo en demanda de la calle Giral a mano derecha, vivió uno de mis mejores amigos de la Casa de Beneficencia y Maternidad de La Habana, me refiero a Luciano Pinto, eso lo supe varios años después, cuando en uno de nuestros pases dominicales me llevó hasta su humilde hogar. A Pinto le dediqué un trabajo titulado “Entre gorriones”. Siendo marino me lo encontré como mensajero del correo situado en La Palma.

 

Mi abuela paterna se llamó Adolfina y era, como dije antes, hermana de Caridad la abuela de todos mis primos. Ella también tuvo su hogar en Mantilla y me obliga a regresar sobre mis pasos para indicarles donde vivió ella con mi bisabuela Agustina, también con mi tía Fina, su esposo y mi prima Sonia, creo que pudo haber nacido mi primita Grisel, pero no estoy muy seguro. Toda aquella tropa se acomodó un tiempo en una enorme y confortable casona con un techo de tejas de dos aguas y un patio inmenso aislado del mundo exterior por un muro de ladrillos, que imagino superaba los dos metros de altura. Pues la casona donde falleciera mi bisabuela y donde también fuera velada, funeral que recuerdo perfectamente y desde donde me llega la imagen de mi abuelo materno como protagonista del panegírico. No encuentro vínculo alguno entre mi abuelo Octavio y la familia de mi padre, pero allí estaba parado frente al sarcófago con un impecable traje oscuro con unas apenas perceptibles rayas amarillas y saco de abotonadura cruzada.

 

Disfruté de esa enorme casa por algunos períodos cortos de tiempo, tampoco recuerdo la extensión ni las causas de mi presencia allí. Recuerdo a mi bisabuela Agustina, una dulce viejita siempre sentada en su antigua máquina de coser confeccionándonos algún trapito y pegada a su jarrito conteniendo anís, su bebida favorita. Hoy acudo a Google Maps y encuentro dos manzanas de calles en lo que antes fuera un potrero, esas manzanas están comprendidas entre las calles Calzada de Managua y Santa Flora, sus calles perpendiculares son Giral y Bernal, manzana dividida en dos por la calle Santa Hortensia, paralela a Calzada de Managua. Puedo estar equivocado y que esa manzana estuviera comprendida entre las calles Giral y Bernal, limitada por la Calzada de Managua y Santa Hortensia, me hace dudar por la existencia de la ferretería en la esquina de Giral y Calzada de Managua y aquella casa Villa Jabón Candado o FAB construida casi en la esquina de Giral con Santa Hortensia, detrás de esas construcciones no existían las casas que hoy se pueden observar en Google. Duda que se disipa cuando viajo mentalmente en la ruta 4 en cualquier dirección por la Calzada de Managua y disfruto de la vista de aquella casona con techo de tejas erguida como un oasis en medio de aquel despoblado potrero. Luego confirmo que fue así con mis primas Lucia y Sonia.

 

Ya les mencioné que la calle Santa Flora era la segunda paralela a la calzada de Managua que moría precisamente en la calle Lucero, andemos por ella y crucemos a la calle Giral, solo unos metros antes de llegar a Bernal vivieron todos ellos al lado de una bodega que perteneció a un español conocido por los vecinos como Pepe, esta información, además de la existencia en la acera del frente de una negra santera llamada Nereyda, me fueron aportadas por mi prima Sonia, quien aún conserva casi vírgenes aquellas memorias. Ella me peleaba por haberlo olvidado y la comprendo muy bien, sus recuerdos quedaron en esa fecha donde la vida se detuvo para ella en la isla, mientras yo iba acumulando nuevos paisajes, nombres, dolores y tristezas. Dentro de aquel apartamento veo los rostros de mi primita Grisel y la última parida en Cuba por mi tía Fina, me refiero a Piliana, quien de niña y luego de mayor tuvo un gran parecido con mi hermano Luís.

 

Hasta aquel apartamento con portal situado al lado de una bodega, viajaba yo diariamente con un jarro para buscar leche de unas chivas que mi abuela ordeñaba cada mañana. Aquellos animalitos andaban sueltos por todo el barrio y nadie se atrevía a robárselos u ordeñar. Aquella chivita que tanto nos ayudara a sobrevivir se llamaba Cuca, me dijo Sonia que cuando ellos se quedaban dormidos en las mañanas, la chivita tocaba la puerta con sus cuernos para que la vieja las ordeñaran. Ahora regreso nuevamente al pasaje donde vivió el negro Juan, aquel adorable y bondadoso policía con su esposa Martha.

 

El apartamentico quedaba más o menos a mitad de la longitud del pasillo, era de pequeñas dimensiones, creo que inmenso para cualquier inocente niño sin conciencia o ambiciones. Yo sé que muchos no creerán sobre mis recuerdos de las fotos tomadas en la época, es normal que así sea. Sin embargo, han existido decenas de niños, algunos de ellos bebé aun, que se han hecho virales tocando piano con una edad similar a la mía en esas fotos o hablando varios idiomas con dos o tres añitos. ¿Por qué yo no puedo recordar el sitio o momento en que me fueran tomadas? Los que me conocieron en mi etapa de estudiante para oficial de la Marina Mercante, deben recordar que en clases yo solo escribía en una libreta todas las asignaturas impartidas en el día. Luego al pasarlas para las libretas correspondientes a cada asignatura, era capaz de grabarlas en mi mente al extremo de repetirlas cuando repasaba a uno u otro amigo tal y como fueran impartidas por los profesores. O sea, aun cuando esa memoria comienza a faltarme poco a poco con el avance de la edad, yo puedo manifestar que he poseído una memoria fotográfica fuera de lo normal desde que nací.

 

Imagino que aquel cuartico que solo contaba con una cocinita y baño, fuera el punto de partida de una inmensa y casi infinita travesía preñada de sinsabores en esa etapa de la vida tan sensible para cualquier ser humano, la infancia. Hambre, miserias, dolores, enfermedades, llantos acompañados por las constantes picadas de mosquitos, olores nauseabundos que desprendía una fosa sin techo y, aquel fuerte olor de una aquella pomada negra iodex que, mi madre me puso con la hoja de una planta en uno o ambos lados de mi carita cuando tuve paperas. etc. Todo me iba llegando un tiempo más tarde cuando adquirí conciencia y regresé sobre mis pasos hasta encontrar este punto del que partí al sonar ese disparo por el que ansiosos esperamos para iniciar nuestras vidas. Fue a partir de esos instantes en los que verdaderamente comencé a sentir dolor, esa angustia que te deja heridas sin cicatrizar y te arranca entre lágrimas una promesa; “Mis hijos no pasarán por estas amargas experiencias”.

 

De aquel cuartico perteneciente al pasaje presidido por el negro Juan recuerdo mis primeras lágrimas, ellas llegaron a mis ojos en un viaje que dimos a la playa de Varadero junto a otros parientes y vecinos a bordo de un camión pagado entre todos. Recuerdo que el punto de reunión y partida fue donde morían las calles Lucero y Rodrigo de Armas. Se viajó en bancos de madera, yo lo hice en los brazos y piernas de mi madre, es lógico pensar que alguna de esta información me la ofreciera mi madre un tiempo más tarde, pero la del agua salada la recuerdo perfectamente. Por el piso del camión fueron colocadas varias cajas de cerveza y un lechón asado. Lloré porque mi padre en un acto verdaderamente irresponsable o quizás bajo los efectos del alcohol me zambulló varias veces y tragué mucha agua salada. Una foto quedó como constancia de ese viaje que imagino haya sido realizado en el año 1950 y que he usado para ilustrar este trabajo. Mis segundas lágrimas llegaron un día en el que mi madre lloraba desesperadamente y hacía lo imposible porque unos hombres no se llevaran el juego de cuarto que -una vez de mayor me contara- mi padre había comprado a plazos en la tienda “Flogar” y dejara de pagar su mensualidad. Creo que sobrevivió la cunita donde yo durmiera y fuera usada posteriormente por mis hermanos Ernesto, Carlos y Luis. Supongo que también durmiera en ella otro hermanito que falleció de meses y se llamó Angelito, no lo recuerdo y me lo trajo a la mente mi prima Sonia, tuvo que haber sido una de aquellas noches donde mi madre se ahogaba en gritos y nos contagiara con su llanto. Me dijo mi prima Sonia que aquel Angelito traído al infierno que fueran nuestras vidas, fue vestido por nuestra abuela Adolfina. Existió una breve pausa en mi vida y reaparezco nuevamente en un cuartucho inhabitable colindante con el palacio de Chepa y su prole. Esta vez me veo acompañado de mi hermano Ernesto y Carlos, un poco más tarde apareció Luís.

 

¿Cómo pudiera describirles aquel infierno donde nos condenara nuestro padre biológico? Imaginen por un solo segundo que la pieza de mayor valor encerrada en aquellas cuatro paredes, lo constituyera el bombillo incandescente que nos alumbrara. Era muy fácil adivinar cuando era de día y cuando no. Aquellas carcomidas y podridas tablas machimbradas se encargaron de permitir la entrada de la luz y la lluvia que nos enviaba San Pedro con vientos. En la pared posterior de aquel cuarto sin baño ni cocina, mi padre, con la ayuda de algún pariente, no lo recuerdo muy bien, se encargó de cavar una fosa donde se arrojaban nuestros excrementos. Quedó descubierta hasta el mismo momento que fuéramos rescatados por mi abuelo materno. Creo que por cocina contábamos con un reverbero de alcohol, una que otra cazuelita y un sartén.

 

–¿Te acuerdas del día que agarraste el sartén para golpear a nuestro padre? Preguntó mi hermano Ernesto los otros días sin saber que yo estoy escribiendo esta macabra historia.

 

Yo había olvidado esta reacción mía con apenas cuatro años. ¡Claro que lo recuerdo! Fue uno de aquellos tristes días donde el autor de nuestras vidas se encontraba golpeando a la infeliz de mi madre. Deben imaginar nuestra situación cuando llovía, sin embargo, para nuestras inocentes mentes infantiles todo pudo tratarse de un juego donde nosotros éramos los protagonistas y nos divertíamos. Nuestra madre confeccionaba barquitos con las hojas de las revistas que siempre leía o releía, creo que las conseguía en la barbería de nuestro abuelo Pedro, ya les hablaré más delante de este hombre tan generoso y cariñoso con todos nosotros. Entonces, realizando un acto casi temerario y corriendo el peligro de ser arrastrada por aquellas turbulentas aguas que bajaban desde el cine Chic, ponía una de sus piernas en medio de aquella corriente mientras iba soltando todas sus naves una a una para que navegáramos en aquel mundo maravilloso cargado de sus fantasías. Su comportamiento era similar al de una niña, solo que se iba deteriorando diariamente hasta llegar a lo que se convirtió, en un ridículo y anémico fantasma de su persona, una vieja que no había alcanzado todavía los veinte años.

 

No recuerdo cuáles eran los días que comíamos caliente y cuáles de ellos se lo debíamos a la caridad de quienes nos rodeaban. Ya en esta nueva aparición mía, noto que se esfumaron del paisaje mi abuela, tía Fina y mis primitas, se perdió para siempre aquel jarro con la exquisita leche que generosamente nos regalaba cada mañana la chivita Cuca.  Se perdieron un día de Mantilla sin despedirnos en mis recuerdos y más tarde me enteré de que vivían en Estados Unidos. No volví a ver a Sonia hasta el año 1959 cuando fue de visita a Cuba junto a mi abuela, me sacaron unos días de la Beneficencia y la pasamos de maravillas nuevamente, solo que ahora no sabía del paradero de mis hermanos.

 

Después que ellos partieron a Estados Unidos fueron incontables los viajes que yo realizaba hasta el final de la calle Giral, recuerdo que en la esquina formada con la calle Rodríguez de Armas (por la acera derecha) había un pequeño edificio donde creo que existió una bodega en sus bajos, dos o tres puertas contiguas mi abuelo Pedro tenía su barbería. Giral finalizaba como calle asfaltada antes de llegar a la curva un poco más abajo de la barbería y continuaba como terraplén hasta la barriada del Lawton. Años más tarde ese terraplén sería asfaltado y por esa calle transitaría un camioncito ruso GAZ 63 de pasajeros conocido popularmente como la Cutoa. Hacía viajes desde el Lawton a Mantilla, bajaba por la carretera de Lucero y culminaba su trayectoria junto a la Carretera Central. Pedro no era exactamente mi abuelo paterno, creo que lo superó en cariño, bondad y generosidad. Hasta donde la memoria me alcanza, no creo deberle un solo beso a mi abuelo verdadero de quien heredé mi nombre y apellido. Pedro pudo haber sido un enamorado, novio o marido de mi abuela, hombre al que le debo -entre tantos- haber callado el llanto de mis tripas y las de mis hermanos infinidad de veces. Me veo caminando por esa calle Giral de regreso a nuestro cuartucho con una moneda de plata de veinticinco centavos y algún bultico de revistas viejas para consumo de mi madre, las de papel lizo o brillantes luego servirían para la construcción de futuros barcos de vela y las de papel algo ásperos y sin brillo ya deben imaginar. Con aquellos veinticinco centavos se podía comprar leche condensada para desayunar o dependiendo de la hora mi madre me enviaba con el mismo jarro usado para la leche a buscar frijoles cocinados, unos diez centavos bastaban para llenar aquel jarro. Bajando por Giral en la acera izquierda y antes de llegar a la calle Santa Celia existía una bodega-bar con vitrola incluida, exactamente al frente de ese local existía un kiosquito muy pequeño con un fogoncito donde un prieto cocinaba frijoles negros, nunca los encontré de otro color.

 

Transcurrieron años duros vistos desde la estatura de un hombre con suficiente edad y madurez para comprenderlo, sin embargo, no me viene a la mente sufrimiento alguno. Si me llegan pasajes dolorosos a los que nunca le presté mucha atención, no imagino que pudiera sentir un niño viéndose privado de participar en la fiesta de cumpleaños de un primito por considerársele un “impresentable”. No tenía una ropita decente y puede ser la causa por la que no aparezca en ninguna foto tomada en esos eventos. Me veo de niño en el exterior del portal de la casa de Caridad, la abuela de todos mis primos, veo a una de las hijas de Chepa alcanzándome un platico de cartón con un pedacito de cake y un vasito de refresco. Soy inocentemente feliz en aquel instante, me apuro en devorar aquella golosina y sonrío, me siento afortunado, celebro la alegría de los demás sin mirarme por fuera. Nunca sentí envidia por la dicha que vivían mis primos en medio de sus pobrezas, disponer de tres platos de alimentos diarios y el amor de sus padres fue una especie de suerte que ellos compartieron conmigo y ayudaron a borrar cualquier señal de dolor. En los momentos más trágicos de aquella dolorosa infancia, no puedo calcular cuál hubiera sido nuestra vida sin la asistencia oportuna de Chepa (Hoy, con 75 años en las costillas, acabo de enterarme por mi prima Lucía que su nombre fue Josefina Suárez Hernández) Para mí continuará siendo mi Chepa querida. Lo mismo puedo manifestar de Alberto y Lidia, Mercedes y Luís, Georgina y Manolo, primos de mi padre. Ellos supieron sembrar en sus hijos ese cariño que ha viajado inalterable durante más de medio siglo, algunos se han apurado y partieron en ese viaje sin regreso. Son muchos por nombrar y harían demasiado extensas estas memorias. Menciones especiales se merecen Juan el policía y Martha, Pedro el barbero, Rosa la jamaicana y cuantos sirvieron para aliviar nuestras penas y hambre.

 

Hubo un animalito que nos regaló muchas alegrías, me refiero al perrito “Alí”. Mi madre no pudo estar muy bien de la cabeza, eso pienso. No le bastaba la miseria a la que nos sometiera nuestro padre y agregó otro estómago a nuestra escasa dieta. Lo vi una vez comiendo las heces de uno de nosotros y sentí esa pena pequeña que no deseaba comprender lo que nos sucedía. Durante uno de nuestros extravagantes paseos, mi madre lo dejó amarrado a la cerca de una casa muy cerca de la recién inaugurada “Casa de Socorros de Mantilla”. Mi tía materna y madrina llamada Haydee, vivía a escasos metros de ese puesto médico, su casa estaba localizada en la calle Rosell muy cerca de la cuchilla formada con la Calzada de Managua, era la primera casa de esa acera y colindaba con una carpintería. Recuerdo de paso que esa zona me resultaba muy familiar, varias veces mi padre me llevó a unas sesiones de espiritismo que ofrecía un individuo llamado Gonzalo con sede en la calle Santa Hortensia muy próxima a la Calle Úrsula. Es de suponer que estos nombres los he adquirido en Google Maps. No logré comprender cuál era el propósito perseguido por mi padre en su insistencia por llevarme a ese local. Tampoco creo le resulte agradable a ningún niño estar presente en los instantes en los que entraran en trances con sus convulsiones incluidas algunos de los asistentes, casi siempre eran las mujeres presentes en esas funciones. También podía suceder que en medio de sus despojos te cayera alguna gota de Agua de Florida en los ojos. Varios años más tarde lo comprendí todo, el saloncito del espiritista Gonzalo fue el punto de encuentro entre mi padre y la futura madre de mis otros hermanos, me refiero a la negra Luisa, quien a partir de mi adolescencia me quiso mucho y se encargó de criar a mis dos hermanos menores Carlos y Luís.

 

Lloramos como nadie puede imaginar por el abandono de nuestra mascota y condenamos a nuestra madre por aquel acto sin piedad, sencillamente no lográbamos comprender el hambre que estábamos pasando y que fuera aliviada por nuestros vecinos, los primos de nuestro padre.

 

-¿Te acuerdas de Alí? Le pregunté a mi hermano Ernesto en una de sus frecuentes llamadas desde La Habana, creo más bien que intentaba medir el estado de su memoria.

 

-¡Alí, Alí, Alí!...Mi hermano, la verdad es que no me viene a la memoria. ¿Me hablas del boxeador?

 

-¡Qué boxeador ni ocho cuartos! Alí fue el perro que tuvimos en Mantilla cuando vivíamos en el cuartucho.

 

-¡Verdad que sí! Oye, y lo preocupada que estuvo mima con su desaparición.

 

-¡Coño!, ¿serás guanajo? ¿Qué preocupada ni ocho cuartos? Mima lo dejó amarrado por casa de Haydee por el hambre que pasábamos y el perrito regresó al quinto día.

 

-¡Coño, verdad que sí! Aceptó casi derrotado por su falta, sin embargo, goza aun de tremenda memoria y me recordó pasajes olvidados.

 

Existieron otras fechas que pudieron resultar muy dolorosas para nosotros y nunca sucedió así. Me refiero al 6 de Enero, día de los Reyes Magos, los camellos nunca encontraron nuestro cuarto y creo que a los hijos de Chepa les sucediera lo mismo. Solo una vez entraron par de revólveres de cowboy a nuestro hogar. Los trajo Juan el policía a mi hermano Ernesto en su calidad de padrino y le dijo que lo habían dejado los reyes magos en su casa.

 

-Si no hay pistolas pa'todos, no hay pistolas pa'nadie. Dijo mi madre y las guardó en un cajón.

 

Después de abandonar a Mantilla vivimos en sitios diferentes y aquellos revólveres no pudieron vencer el decomiso y castigo aplicado por nuestra madre. Solo los veíamos a escondidas de vez en cuando. Sin embargo, aprendimos a disfrutar la felicidad contagiosa de nuestros primitos Albertico, Felito, Jorge y el bitonguito de Manolito, nunca, lean bien, nunca pasaron por nuestras inocentes mentes o habitaron en nuestros corazones sentimiento alguno de envidias, celos, desprecio por sus buenas suertes, etc. Siempre lo celebramos y jugábamos con sus juguetes, algo mejor, sus padres nos enseñaron a ser niños y salvaron nuestras almas del ambiente violento vivido con frecuencia dentro de nuestras cuatro paredes.

 

Fueron varias las oportunidades en las que Alberto sacó a mi padre del cuarto donde vivíamos por estar golpeando a nuestra madre, casi siempre me llevaba para su casa a dormir, todo un lujo para mí, ellos tenían televisor y era muy fácil caer rendido a los pocos minutos de estarla viendo. Guardo un recuerdo de Alberto como uno de los grandes tesoros de mi infancia, durante uno de aquellos espontáneos refugios en su casa, resultó que yo tenía un dientecito a punto de caerse y él me dijo que lo pusiera debajo de la almohada porque un ratoncito vendría y me dejaría una monedita. Todos los que han vivido esa dulce experiencia, conocen la grandeza de esos pequeños actos disfrutados por los niños. Esa mañana la algarabía formada en aquel humilde hogar fue digna de haberse filmado, recorrí todas las camas mostrando aquella monedita de cinco centavos que solo un poquito más tarde fuera gastada en nuestros queridos matahambres. Ya de hombre y viviendo este destierro, tuve la oportunidad de hablar con los dos, Alberto y Lidia, durante una de sus visitas a Miami antes de que fallecieran. Les agradecí con todo mi corazón cada uno de los momentos de felicidad que ellos me regalaron y permitieran de paso que mi infierno fuera algo tolerable. Oportunidad tuve de expresarles palabras similares a Mercedita y Luís cuando estuvieron en Miami visitando a mi primo Luisito, fueron seres a los que quise muchísimo.

 

Transcurrido cuatro o cinco días, la alegría inundó cada rinconcito de aquel miserable cuartucho, Alí regresó muy sediento y con mucha hambre. Esta vez le resultó imposible a nuestra madre desprenderse de nuestra mascota. Existió por esos tiempos un acontecimiento inolvidable, nuestro hermano Luis se puso muy mal de salud y lo ingresaron en el Hospital Infantil. Allí permaneció durante todo un año y no faltaron semanas o meses donde le anunciaran a mi madre su muerte segura. Nunca pude medir su capacidad para sufrir, pudieron existir seres que vivieran situaciones similares, pero no creo hayan podido superarla. Cada vez que lograba reunir algo de dinero para pagar la guagua, mi madre cargaba conmigo, Ernesto y Carlos, yo era el mayor de los tres y quien debía imponer orden en aquella indisciplinada cuadrilla. Todo marchaba muy bien hasta un minuto exacto de aquellas tardes que esperábamos cargados e angustias, nuestro hermano Carlos tenía un sistema de relojería en el fondillo que disparaba ráfagas de mierda muy apestosa a la misma hora. Yo debía llevarlo para el baño del Hospital Infantil, desnudarlo con todo el asco del mundo tratar de limpiarlo y lavarlo, tarea que me consumía mucho tiempo, no olviden que en esas fechas no existían pañales desechables y aunque así fuera, no teníamos dinero. Uno de esos días aquel mecanismo integrado al fondillo de Carlos sufrió un desperfecto e hizo la gracia en una guagua de regreso. No quieran saber el escándalo y las protestas de los otros pasajeros, estuvimos a punto de ser expulsados en diferentes guaguas. Ya de hombre y siendo Capitán de la Flota Cubana de Pesca le recordé este pasaje mientras compartíamos con alguna novia y se encabronaba, para despedirnos yo le decía ¡Adiós cagón!

 

Luisito estuvo ingresado en ese hospital más de un año hasta que lograron salvarlo de un agresivo parásito en el hígado. Nuestras vidas se mantuvieron en esa zozobra durante otro largo tiempo y un día, quizás por obra de un milagro, llegó nuestro abuelo materno para salvarnos de una muerte casi segura. Mi padre fue convocado a la estación de policía que se encuentra en la calle Porvenir, allí lo esperábamos mi madre con sus cuatro hijos.

 

-¿Con quien deseas vivir? Me preguntó un policía.

 

-¡Con mi mama! Respondí con toda la firmeza y convencimiento del mundo, ajeno totalmente al destino que me esperaba una vez que cruzara el umbral de aquella puerta.

 

-Muy bien, ponte al lado de tu mama. Yo le obedecí sin comprender mucho lo que sucedía.

 

-¿Con quién deseas vivir? Le preguntó a Ernesto y la respuesta fue similar. No podía preguntarle a Carlos y Luís porque aún no hablaban.

 

-Aquí no habrá más discusiones, las decisiones fueron tomadas por los niños. - Señor Pedro Angel Casañas Hernández, usted saldrá de esta estación con los dos niños restantes, su mamá no puede mantenerlos a los cuatros y esas criaturas han sido el resultado de una obra compartida. Ustedes tienen la obligación de velar por la salud y mantenimiento de estos niños. Culminó diciendo aquel policía y no recuerdo quienes salimos primeros o últimos. Pasaría un largo tiempo sin volver a ver a mis hermanos, el camino recorrido por los cuatro fue muy largo y divergente.

 

Recuerdo que el día de nuestro rescate, mi abuelo materno se apareció con un camioncito destartalado al que le sobraba espacio para cargar nuestras pobres porquerías. Detrás del camioncito corría Alí desesperado y nosotros llorando por él. No recuerdo sin embargo a ninguno de nuestros parientes parados en sus puertas, ni su hubo despedida, es probable que la ceguera producida por nuestras lágrimas bloqueara nuestra visión y ellos estaban allí, alegrándose por nuestra salvación. Creo haya sido uno de los días mas tristes de mi infancia, huíamos hacia la nada, sin rumbo, sin saber que en ese viaje comenzarían nuestros años duros. En la cabina viajábamos junto al chofer mi madre, Ernesto y yo, comenzaba nuestra peregrinación hasta Guanabacoa.

 

…“Yo no sé cómo un comunista es capaz de querer a un compañero, cuando en su camino dejó abandonado a nueve hijos”…

 

Eso le dije un día delante de varios hermanos míos, ya mayores, cuando vivía con su décimo quinta mujer en la calle Zanja por el año 1979.

 

CONTINUARÁ.-

 

 

Esteban Casañas Lostal

Montreal..Canadá.

2025-03-30

 

 

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miércoles, 26 de marzo de 2025

EL HAMBRE MAS ALLÁ DEL HORIZONTE.

EL HAMBRE MAS ALLÁ DEL HORIZONTE.




 

En Altamar se escuchan los quejidos de cualquier estómago vacío y los efectos de esa angustia se multiplican cuando extiendes la mirada al horizonte, sufres la sensación de encontrarte en el espacio y que tu nave vuela, solo tienes como punto de referencia alguna estrella o planeta tomada al azar. Despiertas algo a la menor sacudida de alguna ola y vuelves a la realidad, créanme, es mucho peor. Es entonces cuando piensas en cada uno de los causantes de tus desgracias, el hambre -por ahora- y si estas en la cama no logras conciliar el sueño. Ahí están esas molestas tripas para recordarte su enojo y despierto comienzas a mentar madres a diestra y siniestra. Corren decenas, cientos y hasta miles de millas experimentando esta infinita agonía.

 

Yo pensé que al salir de Corea del Norte acabarían todos los problemas de ese viaje fatal, allí permanecimos más de un mes de duro invierno con la calefacción del barco rota y casi sin comida. Podía asegurarse que pasamos hambre y podía negarse también que esto sucediera, bueno, si comer era considerado a hacerlo como lo hacen los animales. Ya deben imaginar el discurso con el que siempre han querido dormirnos; “Hambre hay en Haití, Bangladesh o cualquier pais africano”. ¡Coño, hay que pasarla en el mar para saber de qué hablo! Nueve días después de nuestra salida, estábamos en Singapur con 40 grados sobre cero, el cambio experimentado en tan corto período de tiempo fue de 58 grados. Con el aire acondicionado del barco roto, aquella nave de acero se había convertido en un infierno.

 

Una vez que recalamos fondeamos en espera de instrucciones, habíamos recibido la orden de dirigirnos al puerto de Chittagong en Bangladesh para completar la carga, pero antes debíamos tomar combustible y avituallamiento para darle la vuelta al mundo. En esa espera nos sorprendió una semana, la agencia que nos atendía estaba dirigida por un búlgaro, pero ya nada del Campo Socialista existía. Por muchas llamadas que el Capitán le hiciera al agente por la radio, el hombre se negaba a suministrarnos comida y el pago de la tripulación hasta tanto Cuba no hiciera los depósitos bancarios para aquella operación. Llegó el momento esperado por toda la tripulación, se nos acabó el agua y el Capitán declaró arribada forzosa, motivo por el cual las autoridades nos pasaron a un fondeadero interior y nos suministraron agua, solo que en estas condiciones nosotros no podíamos abandonar el puerto. Nuestro Capitán solicitó los servicios de una lancha para presentar un Acta de Protesta ante la Capitanía del Puerto, siendo esta la única oportunidad en la cual parte de la tripulación pudo bajar a tierra, ya estábamos a finales del mes de Febrero y nosotros habíamos salido de Cuba en Octubre.

 

Después de escuchar decenas de súplicas, el agente búlgaro, quien también había sido Capitán en la marina de su país, se conmovió y le adelantó al nuestro unos $2000 US dólares para la compra de víveres. Esa cantidad para un barco con una tripulación de 36 hombres es insignificante, casi nada, pero al menos pudimos mitigar en algo nuestra hambre. Allí pasamos más de dos semanas esperando el dinero para avituallarnos y al final de este tiempo, solo llegó el dinero para el pago del agua y combustible. Se recibió además la orden de partir en esas condiciones, la Empresa de Navegación Mambisa o el Estado Cubano desoyeron o ignoraron los informes donde se hacía constar que nuestra gambuza estaba casi en cero de víveres y que tampoco llegó el dinero para el pago de la tripulación.

 

Partimos para Bangladesh con la promesa de que allí recibiríamos el dinero necesario para avituallar al buque, pero a nuestra arribada comprobamos que habíamos sido engañados una vez más. Al telegrafista le dio un infarto y fue trasladado a una clínica, se le asignó como acompañante al Comisario Político de a bordo. Yo tenía experiencia de esa zona y sabía que era una costumbre de algunos de sus habitantes llegar con canoas llenas de comida y animales, se abarloaban a nuestras naves y nos proponían una especie de trueque donde solicitaban cambiarlas por los cabos viejos del barco (sogas) y por los cables usados de las grúas.

 

-Podemos asegurar algo de comida para continuar viaje hasta Luanda. Le dije a la mañana siguiente a nuestra arribada al Capitán, ya habíamos recibido la orden de regresar a Cuba por Sudafrica con el propósito de cargar contenedores con armamentos del ejército cubano en Luanda, se estaban retirando de aquel pais que nos condujo a la ruina. Realmente se mataban dos pájaros de un tiro, se evitaba también el paso por el Canal de Suez y la posibilidad de enfrentar a uno de los tantos acreedores a los que Cuba les debía dinero.

 

-Eso no puede ser posible, todos los barcos tienen la orden de llevar para La Habana el dinero que se recaude de la venta de cabos y cables viejos, metales como cobre, etc. Me lo dijo con una pastosidad incómoda, realmente poco le importaba los inconvenientes que sufriera la tripulacion mientras el Sobrecargo Nerey le abasteciera periódicamente el refrigerador de su camarote. -¡Además! Yo no me meto en esos problemas sabiendo que la misma gente por la que podía hacer eso, serían los mismos capaces de delatarte al arribo a La Habana. En las palabras agregadas al final de esta estrofa, él tenía razón, y no me hubiera incomodado en dársela, pero desafortunadamente él recibía un salario para enfrentar estas situaciones y darle solución, no para darle la espalda como estaba haciendo en esos instantes.

 

Se vivían momentos críticos que no nos permitía salir de ese puerto hasta Luanda en Angola, sencillamente no había comida y en altamar esta es imposible de adquirir. Llamé al Secretario del Partido y le hablé de la situación, pero este tipo también tenía miedo meterse en estos negocios, Julián era tan vago, ladrón e inmoral como Nerey. Todavía hoy, decenas de años transcurridos desde aquellos eventos, me pregunto como tantos hombres pudieron dejarse seducir por esas ideas descabelladas del comunismo y cómo era posible que seres, capaces de enfrentar peligrosas galernas podían temblar ante la presencia de estos hijoputas.

 

-Podemos hacer víveres en Luanda. Me dijo el Capitán esquivando cualquier tipo de nueva propuesta.

 

-En Luanda no encontraremos comida y no sé si se ha enterado, las pocas provisiones que poseemos no nos alcanzan para enfrentar esa larga navegación.

 

-¿Por qué está tan seguro de que no encontraremos comida en Luanda? Insistió tratando de convencerme y evadir dar el paso que yo le proponía.

 

-Estoy más que seguro porque cuando la transportación de tropas que participarían en esa guerra, los soldados consumieron nuestros víveres y estuvimos navegando más de dos semanas pasando hambre hasta Islas Canarias. Estoy muy seguro porque yo permanecí un año y medio trabajando en ese pais y tengo una idea exacta de como funcionan las cosas allí. Les propuse al Capitán y al secretario del partido que me dejaran actuar, yo no era militante del Partido y no tenía nada que perder. Ellos aceptaron y minutos más tarde realicé una labor de exploración y proselitismo con la gente de a bordo. Al final todos me apoyarían, aunque debo aclarar que esto no me serviría de mucho, porque al esos mismos a los que les llenaría el estómago, serían los mismos que levantarían las manos en una asamblea para que me condenaran. Conocía muy bien el sabor de la traición en nuestros buques y razones sobraban para sentarme y reflexionar un poco. Esa misma gente por la que pondría en riesgo mi trabajo violando una de sus absurdas “ordenes”, se mantuvieron en silencio durante toda la travesía mientras pasaban hambre y observaban con envidia a “Pelito Lindo” zamparse un pollo entero en sus narices. ¿Se puede ser mas cobarde? Lo dudo.

 

Realicé aquellos trueques y llené la gambuza de comida, al menos la suficiente para llegar hasta Luanda. En la popa del barco armamos una jaula que se llenó con gallinas vivas, patos y pavos. Por la cubierta andaban más de ocho chivas (cabras) caminando, las cuales fueron sacrificadas una vez que levamos ancla. Las neveras se vieron abarrotadas de frutas, viandas y vegetales gracias a las gestiones que realicé junto al personal de cubierta. ¿A quién se le ocurre salir a navegar sin alimentos para su tripulación, vender los artículos antes mencionados y llevar el dinero para la isla? Ignoro hasta qué punto puede evaluarse como bueno a un Capitán que actúe de esa manera y a un partido indiferente a los problemas que sufre su gente, mientras actúa complacido y servil ante quienes los gobiernan política o administrativamente. No fue el único caso donde un individuo les resultaba simpatico a la tripulacion y era aceptado, mientras a sus espaldas se apertrechaban de comida y sometían a sus hombres a sacrificios innecesarios e injustificados. Para mí resultaban tan miserables como el peor de los hombres, yo no me dejaba seducir tan fácilmente. Desde aquellos tiempos la virilidad se fue evaporando en la isla, no podemos sentarnos a exigir hombría donde nosotros mismos la neutralizamos.   

 

Parece que no habían sido suficiente más de dos meses pasando hambre y sin paga para que la gente reclamara sus derechos. El miedo con el que se vivió y se vive no tiene límites ni explicaciones, todavía hoy no comprendo que ha sucedido con ese pueblo. Allá se quedó ingresado el telegrafista con su compañero, nosotros llegamos a Cuba y dos meses después, no les había llegado el dinero que cubrieran sus gastos y pasaje de regreso. Vivían de la caridad del agente que los atendía en Bangladesh, quien solo podía pagarles desayuno, almuerzo y comida.

 

Han transcurrido ocho años desde mi deserción en Canada y nada ha cambiado, más bien las cosas han empeorado para los marinos. Los he visto por Montreal escurridizos y con un miedo que les cala hasta los huesos, mal vestidos, haciendo interminables caminatas durante el invierno para ahorrarse el dinero del pasaje en una guagua. No tienen buenos abrigos, no son pocas las oportunidades en las que no les pagan. El contrabando para poder vivir continúa y en él se han visto envueltas personas que siempre fueron honradas, pero desgraciadamente, ser honrado en esa isla es cosa de idiotas, más bien de cobardes también. Por el miedo que siempre ha existido por reclamar lo más mínimo, lo que te pertenece, lo que es tuyo y trabajaste bien duro, son muchas más las razones por las que han perdido respeto o admiración.

 

Hoy los veo y a veces me preguntan si conozco a alguien para venderles sus tabacos, no sé si me dan pena, no sé si les tengo lástima, no sé si los detesto y no quisiera saber de ellos, no sé si se merezcan vivir como lo hacen, lo cierto es que no se puede vivir con tanto miedo.

 

Han pasado veintiséis primaveras desde que escribí estas líneas que se mantenían ocultas en mi computadora. Las flotas cubanas naufragaron y su ausencia se sintió también en este puerto. Las casas que vendían objetos de segunda mano desaparecieron para siempre de las calles Saint Catherine y Ontario, se ausentaron aquellos clientes cargados de necesidades que justificaran la renta de aquellos locales visitados también por el personal del Consulado Cubano en esos tiempos, porque la miseria también toco sus puertas. Nuestras aceras extrañan a muchos de aquellos barbudos empercudidos y mal vestidos. Algunos recorrían nuestras calles arrastrando chivichanas cargadas de tarecos que recogían en sus inexactos trayectos. En lo personal no los extraño, no puedo abrigar ese sentimiento hacia seres que me conocían y saltaban a la acera del frente cuando me veían como si se tratara del mismo demonio. No puedo sentir pena por ellos cuando no la han sentido por ninguno de los que abandonamos aquel infierno. Cada cual tiene lo que se merece y pagó su precio justo. Ya no temo ser despertado por el llanto de mis tripas, hace años que ellas no lloran.

 

 

 

 

Esteban Casañas Lostal.

Montreal..Canadá.

1999-05-22

 

 

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sábado, 22 de febrero de 2025

SE BUSCA AL PRÓFUGO.



SE BUSCA AL PRÓFUGO



 

“Cada cubano es un libro”, le comenté en estos días a Rodolfo Luís Camps Verdecia, la gran diferencia es que no todos son del mismo volumen. Para millones, ese libro puede contar con una sola página y su contenido sería invariable, diría más o menos así:

 

Hoy me levanté a las 6:00 am para ir a… 1) trabajar… 2) a la cola del pollo… 3) a la escuela… 4) a la concentración en la Plaza… 5) a la preparación combativa de la MTT, etc. No había electricidad, agua, café, azúcar, ni luz brillante.

 

Son las 12:00 M. y no ha pasado una cabrona guagua, no ha venido el pollo desde el mes pasado, si no voy a la concentración no me pagan el salario, no voy a marchar con esa pila de viejos cagalitrosos de las MTT.

 

Son las 22:00 y no han puesto la electricidad, hay tremendo calor y los mosquitos no nos dejan dormir, los niños lloran porque tienen hambre y les duelen las picadas. Por el radio de baterías de una vecina escucho Radio Reloj, que todas las metas se sobre cumplen en la agricultura y lo jodido es que no hay comidas en las bodegas.

 

Son las 05:00 am y la temperatura ha refrescado, los mosquitos han partido satisfechos y me voy quedando dormido. Dentro de una hora debo levantarme para ir a… 1) trabajar… 2) a la cola del pollo… 3) a la escuela… 4) a la concentración en la Plaza… 5) a la preparación combativa de la MTT. No hay electricidad, agua, café, azúcar, ni luz brillante…

Bis bis 365 veces y luego multiplicarlo por 66 años.

 

Como pueden observar una sola hoja puede alcanzar para describir la vida de un cubano común y corriente. Se le pudieran agregar situaciones mas penosas, pero no aportarían mucho tampoco, solo desgracias y de ellas anda satisfecha el mundo.

 

No ocurre lo mismo con el libro perteneciente a un marino mercante, siempre se encuentra en movimiento y las situaciones son variadas e impredecibles. Hoy una galerna, mañana un contrabando, un ligue, un país en guerra, una sanción, un acto de chivatería, una deserción, etc. Los menos voluminosos corresponderían a esos pacotilleros que solo salían del buque cuando cobraban sus $5.00 dólares semanales y solo te pueden hablar de la Placita en Rotterdam, la Placita de los Gitanos en España y cuanta tienda venda barato o artículos de uso. ¡A que todos conocieron a Mister Nakkada! Aquel japonés que visitaba a los buques cubanos en un miniván cargado de tarecos. ¿Recuerdan la casa de la viejita de Rotterdam? Acudiamos a ella como los musulmanes a la Meca. Aun así, los libros de esos marinos contarían con mas páginas que las del ciudadano de a pie en Cuba. Mayor volumen tendrían los libros de los marinos “malas cabezas”, aventureros, contrabandistas, infieles y por qué ¿no?, muchos con cierto nivel de cultura que un día dejaban de entrar a un burdel para asistir a un museo o sitio histórico del pais visitado.  

 

Cada cubano es un libro, repito, pero no todos son publicados. ¿De qué hablo? Olviden la palabra publicar, digan mas bien comentar. ¡Ni eso! Es tanto el miedo cargado en nuestro equipaje, que de solo pensarlo podemos embarrarnos los pantalones. Atentan también en contra de esos propósitos el desinterés del mundo por tu vida, la que es común a millones de cubanos, una vez que vives en el destierro que te imponen. Es mas atractivo leer a uno que vive en la isla, aunque carezca de importancia, atrae mas las palabras del reo o el esclavo feliz disfrutando su cautiverio. Una vez libre cada palabra pierden peso, merman también debido a la morbosidad que existe en las mentes modernas y, el grado de sufrimiento aportado en tus estrofas no logra clasificar en sus exigencias. Amen de la falta de apoyo y desinterés de los que han pertenecido a la manada.

 

¡Qué bueno está para publicar un libro! Te repetían en la isla cuando les mostrabas alguna idea tuya. No lo hacían deseándote buenas ganancias económicas, lo hacían porque deseaban verse representados de esa manera en un mundo cómplice de su sufrimiento. No todos se han animado, muchos prefieren el silencio como buena señal de su obediente comportamiento para luego regresar a la isla a visitar a su abuelita, celebrar los quince de una sobrinita o simplemente disfrutar de una jovencita que vende su cuerpo para llenar la panza de su familia. El que escribe o publica un libro ha renunciado a todo lo anterior y no piensa regresar al sitio donde una vez fue esclavo. ¡Ojo! Excluyo a los escritores que viven honradamente de esta noble o agresiva profesión.

 

He escrito sobre varias deserciones magistrales protagonizadas por marinos cubanos, le he dedicado una que otra página a marinos que cumplieron prisión, pero nunca, escuchen bien, nunca había leído o escuchado algo sobre un Henri Charrière cubano… Es muy probable que las nuevas y muchos de las viejas generaciones ignoren que me refiero a “Papillón”. Su primer libro fue un Best Seller, no así el segundo con el título de “Banco”, perdió algo de credibilidad o la gente se aburrió. La gente, siempre tan exigente a la hora de gastar su dinero. Poco importa que te revuelques en una cloaca literaria, siempre justificarán la novedad, como ocurrió con Pedro Juan Gutiérrez. Nuestras calamidades no logran convencer, ya han pasado de moda o agotan de tantos lloriqueos.


Buque tanque "Cuba", única nave donde Rodolfo Luís Camps Verdecia navegara como Segundo Oficial de Cubierta.

Me siento cómodamente y me detengo a comparar algunas páginas de Papillón con las de nuestro marino cubano. El francés calcula la sincronización de las olas para lanzar el saco relleno de cocos secos que le servirán de flotador, nave o salvavidas. El bandolero supera en inteligencia a varios capitanes con los que navegué y no hicieron esos cálculos para cambiar a rumbo inverso, pudimos haber naufragado con nuestros socotrocos militantes. El bandolero escapa de la Isla del Diablo y en su andar vive una hermosa aventura en la Península de Guajira. No se detiene y culmina con la venta de un libro del que luego se filmara una película, tuvo que llover el billete.

 

A nuestro marino de muy poco le sirvió calcular el sincronismo de sus olas en cada una de sus fugas, siempre existió una de ellas muy chivata y traicionera. Sus marejadas solo sirvieron para aumentar su condena, sumaron un total de 59 años agregados a una causa que nunca debió existir, porque hablar, sin importar el contenido del mensaje, no es razón para encerrar al alma de cualquier ser humano en un mundo medianamente civilizado. Muy cara tuvo que pagar su inocencia al depositar su confianza en la persona equivocada. El no estuvo en la “Península de Guajira” para vivir un hermoso romance que lo llevó a cometer una de sus acciones más disparatadas que pueda leerse. Siendo un fugitivo dentro de una cárcel grande, Rodolfo Luís Camps Verdecia contrajo matrimonio con una bella cubana, una muchachita que supo domar con un flechazo la rebeldía de nuestro marino. Al final de aquel romance solo comparable al de Romeo y Julieta, los dos fueron atrapados, aumentaron su condena y ella conocería el amargo sabor del “Nuevo Amanecer”. 

 

No he conocido a ser humano alguno que luchara tanto por su libertad, creo que al menos no ha existido en la isla de Cuba. Todos los escapes protagonizados no burlan la espectacularidad fantástica y te mantienen amarrado al libro. Transitas por diferentes cárceles y galeras, celdas de castigo, conoces de cerca a presos comunes, políticos y plantados, formas con ellos una sólida familia donde la amistad es sellada con sangre entre perfectos varones. De la misma manera que Papillón calculara el sincronismo de las olas en la Isla del Diablo, Rodolfo apeló a la experiencia adquirida en todos sus escapes y calculó milimétricamente los movimientos de un custodio en una torre de vigilancia. Coronó y tuvo éxito, esta vez eligieron (acompañado de tres fugitivos más) un punto peligroso para abandonar la isla. Debían atravesar el campo minado existente en el territorio de nadie que rodea a la Base Naval de Guantánamo. Te mantiene en tensión, sufres y esperas una inoportuna explosión que frustre ese último intento. Celebras y disfrutas verlos libres.

 

Rodolfo no es un escritor profesional, sin embargo, logra un buen libro, es capaz de atrapar la atención del lector desde su primera página, algo que no logran profesionales que viven de su pluma. Ya saben, siempre he aclarado que comento los libros como un lector más, no estoy capacitado para realizar una “crítica literaria”, me detengo en el contenido y no inspecciono tanto la forma. Él logra ingresar en el reducido club de los marinos autores de libros y en el único que ha logrado escapar de las garras de sus verdugos, quienes lo condenaron siendo muy joven a 59 años de su vida al encierro y de la que solo cumplió 11 de ellos. Recomiendo encarecidamente su lectura, su valor también debe ser reconocido y premiado por quienes pertenecimos a la misma profesión, cuando menos.



   Rodolfo L.Camps Verdecia

 

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Esteban Casañas Lostal.

Montreal..Canadá.

2025-02-22

 

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